Descubriendo a Louise Erdrich
Vivir en un mundo amenazado
Por Hugo Fontana / Miércoles 12 de setiembre de 2018
Foto: Jenn Ackerman
Dejando por un rato los escenarios de los noirs más sangrientos de todos los tiempos, Hugo Fontana nos presenta a Louise Erdrich, una escritora estadounidense de origen indígena y europeo, con un universo literario fuertemente influenciado por la historia de su tribu, los ojibwe.
Louise Erdrich nació en 1954 en Minnesota, en el seno de una familia compuesta por emigrantes franceses y alemanes y por indios ojibwe (su madre era chippewa), pertenecientes a una de las seis tribus originales que poblaban el suelo de América del Norte al llegar los conquistadores. En tiempos de eufemismos varios, algunas crónicas hablan de nativos americanos, pero, por más que se busquen términos «novedosos», ninguno logra ocultar que las condiciones de vida (segregación, ostracismo, pobreza) no han cambiado demasiado para los indígenas.
De todo eso trata la obra de una de las escritoras más importantes de la actualidad, que por estas latitudes no se ha difundido con la generosidad necesaria. A fines de los ochenta la editorial Tusquets hizo llegar algunas de sus primeras novelas traducidas al castellano, como Filtro de amor (1984), La reina de la remolacha (1986) o Huellas (1988), y, desde hace unos años, la colección Nuevos Tiempos, de la editorial española Siruela, ha venido publicando otra serie de títulos excelentes, muchos de ellos distinguidos con los premios más importantes que se otorgan en Estados Unidos, como por ejemplo el Anisfield-Wolf Book Award a la novela Plaga de palomas (2009) o el National Book Award a La casa redonda (2012).
Justamente, con esta última Erdrich colocó en el centro del debate uno de los problemas más terribles que sufren las mujeres indígenas: se calcula que una de cada tres será víctima de violencia sexual, y que el 86 % de ellas lo será a manos de un hombre blanco. La casa redonda tiene como protagonista a Joe, un adolescente de trece años que es testigo de la violación que sufre su madre, Geraldine, en una reserva india, y decide buscar venganza persiguiendo a quien, bien lo sabe, es el culpable. Con respecto a este personaje, y en una entrevista que ofreció en 2013, Erdrich dijo que, en el fondo de su corazón, ella misma podía ser «un muchacho de trece años»: «Joe me enganchó tanto que me ha costado soltarlo y lo echo de menos. Envidiaba la libertad que tienen los muchachos, pero también los compadecía. Crecí en los años de la guerra de Vietnam. Mi padre luchó en la Segunda Guerra Mundial. Ser llamado a filas y que te forzaran a ir me parecía la cosa más aterradora que le podía pasar a una persona […]. Joe resultó ser un personaje más poderoso de lo que imaginaba en un principio […]. No podía dejar de ser un muchacho de trece años y de hecho lo encontraba profundamente liberador.»
Erdrich también ha publicado libros para niños, de poesía y de cuentos, entre ellos el excelente El descapotable rojo, una colección de más de treinta relatos entre los que destacan el que da nombre al volumen (dos hermanos indios se disputan la propiedad de un Oldsmobile rojo, capaz de unirlos o de separarlos según las peripecias vitales en que ambos se vean envueltos), y el magnífico «Mujer desnuda tocando a Chopin», la historia de una monja que abandona los hábitos para poder disfrutar del placer exquisito que le brindan sus propias interpretaciones de piano, y que más tarde conoce a un campesino que la cobija en su casa hasta convertirla en su esposa, con quien finalmente vive una experiencia límite que confirmará el amor que los unía.
En la actualidad, Erdrich es propietaria de una librería independiente en Minneapolis especializada en literatura aborigen, y además coordina junto a una de sus hermanas un taller literario en lengua ojibwe en el Turtle Community College. «Los talleres son bastiones de pensamiento en un mundo cada vez más superficial», ha sostenido. «Tenemos cada vez más y más maneras de comunicarnos de forma superficial, y, sin embargo, la necesidad de hablar de forma más profunda está dentro de nosotros. La escritura es una manera de cavar más hondo, de pensar más profundo, de sentir más hondo en este mundo amenazado.»
Del primer capítulo de La casa redonda, de Louise Erdrich:
Soy el segundo Antone Bazil Coutts, pero me pelearía con cualquiera que añadiera un número a mi nombre. O me llamara Bazil. Decidí llamarme Joe al cumplir seis años. A los ocho, me di cuenta de que había elegido el nombre de Joseph, el padre de mi padre, el abuelo al que nunca conocí salvo por las inscripciones en los libros de páginas amarillentas y de cubiertas de cuero cuarteadas. Dejó en herencia varias estanterías repletas de estas antiguallas. Me molestaba no tener un nombre totalmente inédito para distinguirme del tedioso linaje de los Coutts —hombres responsables y rectos, incluso improvisados y desenvueltos héroes, que bebían tranquilamente, fumaban algún que otro puro, conducían un coche razonable y solo mostraban su valía al casarse con mujeres más inteligentes. Yo me veía diferente, aunque todavía no sabía en qué. Incluso en ese momento, aplacando mi angustia mientras partíamos en busca de mi madre, que había ido a la tienda de comestibles —nada más, seguramente nada más—, fui consciente de que lo que estaba sucediendo era algo fuera de lo normal. Una madre desaparecida. Algo que no le ocurría al hijo de un juez, ni siquiera a uno que viviera en una reserva. De un modo impreciso, esperaba que algo ocurriera.
Yo era ese tipo de muchacho que se pasaba los domingos por la tarde arrancando de cuajo arbolitos de los cimientos de la casa de sus padres. Tendría que haberme rendido a la ineluctable evidencia de que ese sería el tipo de persona en que me convertiría al final, pero no dejaba de luchar contra esa perspectiva. Sin embargo, cuando digo que deseaba que ocurriera algo, no me refiero a nada malo, sino tan solo a algo. Un acontecimiento excepcional. La observación de algo singular. Ganar al bingo, aunque los domingos no eran días para jugar al bingo y habría sido totalmente anómalo para mi madre ir a jugar. Eso era lo que yo deseaba, no obstante: algo fuera de lo normal. Nada más.
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