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[Traducĕre #19] Adelaide Casely-Hayford por Federico Vivanco

Por Federico Vivanco / Miércoles 02 de julio de 2025
[Traducĕre #19] Adelaide Casely-Hayford por Federico Vivanco
Institución educativa en Sierra Leona, siglo XIX. © London Museum

Volvimos a las traducciones, y en este caso del inglés de Sierra Leona y un rescate en el tiempo. Federico Vivanco, traductor y estudioso de literaturas de expresión inglesa en África, trae a Adelaide Casely-Hayford (1868-1960) al español. Para ello, elige un cuento en el que el racismo, el colonialismo y el machismo impregnan la vida de una familia, aunque siempre hay vueltas de tuerca.

Mista Courifer

No se escuchaba ningún sonido en el taller del fabricante de ataúdes, es decir, ningún sonido humano. Mista Courifer, un sólido ciudadano de Sierra Leona, no era dado a hablar mucho. Sus aprendices, sabiendo esto, nunca se atrevían a dirigirle la palabra a menos que él hablara primero. Cuando lo hacían, solo conversaban en susurros. No es que Mista Courifer no supiera cómo usar la lengua. De hecho, la movía constantemente de un lado a otro en su boca con cada golpe del martillo. Su taller, situado en el corazón de Freetown, era parte de su casa. Y como le confesó en una ocasión a un amigo, en su hogar mantenía el silencio por necesidad. Su esposa, que hablaba sin parar, podía hablar más que él.

—No vale la pena discutir con una mujer —dijo cautelosamente—. Es como querer enseñarle carpintería; nunca sabe darle justo en la cabeza del clavo. Si discute, golpeará to’ menos el clavo, y con la carpintería pasa lo mismo.

Así que, alrededor de su esposa, salvo por el continuo movimiento de su lengua como un péndulo, mantenía la boca más o menos cerrada. Sin embargo, cualquier autocontrol que ejerciera en este sentido en casa se esfumaba por completo en su capacidad oficial como predicador local en la capilla. Mista Courifer era uno de los pilares de la iglesia, desempeñándose con igual destreza en reuniones de oración, supervisando la escuela dominical u ocupando el púlpito.

Su voz era notable por las increíbles gradaciones de tono. Insistía en iniciar la mayoría de los cantos por sí mismo, lo que casi siempre terminaba en un solo. Si comenzaba en el bajo, descendía tanto que su congregación quedaba flotando en una clave más alta; si comenzaba en el agudo, ascendía tanto que los niños lo miraban boquiabiertos y los adultos se quedaban asombrados. Sus oraciones eran estruendosas, llenas de clamores y truenos, tanto que los niños pequeños quedaban rápidamente reducidos a un estado de colapso y comenzaban a susurrar por puro miedo.

Pero donde más cómodo se sentía era en el púlpito. Aunque sus labores se limitaban a los distritos rurales de Regent, Gloucester y Leicester, una disposición que no lo satisfacía del todo, seguía pensando que una congregación en el campo era mejor que ninguna.

Sus temas favoritos eran Jonás y Noé, y siempre señalaba la gran similitud entre ambos, generalmente terminando su discurso de la siguiente manera: «Ya ven, mis queridos hermanos, esos dos muchachitos eran muy parecios. Ambos vivieron en una generación pecaora y adúltera. Uno se metió dentro de un arca; el otro, dentro de una ballena. Ambos buscaron refugio de las olas embravecidas».

— Tal es la situación ahorita, queridos hermanos. No importa si nos metemos dentro de una ballena o dentro de un arca, mientras encontremos un lugar seguro, algún refugio, algún escondite de las artimañas del diablo.

Sin embargo, su congregación no estaba del todo convencida.

Mista Courifer siempre vestía de negro. Era uno de esos caballeros de Sierra Leona que consideraban que todo lo europeo no solo era lo correcto, sino lo «único» adecuado para el africano. Habiendo leído en algún lugar que los funerarios ingleses generalmente vestían de negro, inmediatamente adoptó esa costumbre.

Incluso construyó una casa de estilo europeo. Durante su corta estadía en Inglaterra, observó cómo se construían y amueblaban las casas y se apresuró a erigir una siguiendo ese patrón aprobado: una casa con pasillos estrechos y sofocantes, escaleras angostas y habitaciones diminutas, todas abarrotadas de alforjas y alfombradas con Axminsters. No era de extrañar que su esposa tuviera que hablar tanto. Era desesperadamente incómoda, sofocante e insalubre.

Así que Mista Courifer vestía de negro. Nunca se le ocurrió por un solo momento que el rojo sería más apropiado, mucho más favorecedor, menos costoso y mucho más nacional. No, debía ser negro. Le habría gustado el negro azulado, pero vestía de negro desgastado por economía.

Había un tema sobre el cual Mista Courifer podía hablar incluso en casa, así que nadie lo mencionaba: su hijo, Tomas. Mista Courifer tenía grandes expectativas para su hijo; de hecho, albergaba la esperanza de verlo alcanzar el punto más alto de la burocracia, ya que Tomas trabajaba en el servicio gubernamental. Aunque no ocupaba un puesto muy alto, para su padre era un honor impresionante. Sin embargo, Tomas no compartía el mismo entusiasmo. El joven en cuestión, sin embargo, mantenía una postura completamente neutral en sus opiniones en presencia de su padre. Aunque su vestimenta tenía un toque algo femenino, su forma de hablar era claramente masculina. Esta neutralidad no era una elección, ya que nadie en la familia Courifer, salvo el paterfamilias, tenía derecho a decidir nada por sí mismo.

El resto de su carrera estaba predestinada. A pesar de que la naturaleza le había otorgado piel negra y un temperamento africano, Tomas debía ser inglés, incluso en apariencia.

Como resultado, una vez al año llegaban misteriosos paquetes por correo. Al abrirlos, revelaban maravillosos tejidos a cuadros y estampados en vivos tonos de verde y azul, al estilo de un dependiente de Liverpool; chalecos extremadamente decorativos, con diseños audaces y filas de botones de latón; calcetines que rivalizaban en esplendor con el arcoíris, y zapatos de charol de apariencia impecable pero de textura muy frágil.

A pesar de ser ya adulto, Tomas resentía profundamente que su ropa fuera elegida para él como si aún fuera un niño. Una vez, estuvo a punto de arrojar toda la colección al fuego si no hubiera sido por la intervención oportuna de su hermana, Keren-happuch.

La querida y pequeña Keren-happuch, ocho años menor que él, no era nada atractiva, pero tenía un corazón enorme, desproporcionado para su tamaño. ¡Qué error! Los corazones de las personas siempre deberían estar en proporción con su tamaño; de lo contrario, se alteran las dimensiones de toda la estructura y, a menudo, esto termina en un colapso total.

Keren era ese tipo de persona pequeña a la que nadie adoraba, por lo que comprendía a la perfección el arte de adorar a los demás. Tomas era el objeto de su devoción. A él le entregaba toda la riqueza infinita de su afecto, y cualquier cosa que hiriera a Tomas se convertía en un auténtico tormento para Keren-happuch.

—¡Tomas! —dijo, aferrándose a él con la tenacidad de un oso, al ver los haces de leña amontonados, listos para la conflagración—. ¡No lo hagas! ¡No lo quemes, oh! ¡El viejo te va a dar una tunda, oh! ¡Esa ropa es bien bonita! Me gusta un montón. Ojalá —añadió con un suspiro melancólico— ojalá yo fuera un chico; me encantaría ponérmela.

Este era un aspecto completamente nuevo que nunca había cruzado por la mente de Tomas. Keren-happuch nunca había recibido un conjunto de ropa inglesa en su vida, de ahí su gran aprecio por ella.

Al principio, Tomas solo rio —la risa superior e irreverente de quien no se preocupa en lo más mínimo por las consecuencias, propia de los valientes antes de un acto atrevido. Pero tras escuchar aquella frase nostálgica, olvidó su propio fastidio y asumió su responsabilidad como hermano mayor.

Unos domingos después, Tomas Courifer Jr. marchó por el pasillo de la pequeña capilla Wesleyana en todo su esplendor de Liverpool, acompañado por una exultante Keren-happuch, cuya falta de atractivo natural había sido aún más acentuada por un vívido atuendo color cereza: una mezcla heterogénea de volantes y adornos. Pero la gloria de su vestimenta no eclipsaba en absoluto el brillo de su sonrisa. De hecho, aquella sonrisa parecía iluminar toda la iglesia y disipar la habitual melancolía que precedía la lectura de la historia de Jonás y sus desgracias.

Desafortunadamente, Tomas tenía una opinión muy negativa del servicio gubernamental y, en un arrebato de confianza, le había confesado a Keren que pensaba abandonarlo en cuanto tuviera la primera oportunidad. En vano su hermana protestó, señalando las ventajas asociadas a ese trabajo: el honor, la pensión y la terrible retribución que caería sobre cualquiera que incurriera en la ira del jefe de la familia.

—¿Por qué quieres dejarlo, Tomas? —preguntó desesperada.

—Porque nunca he tenido unas vacaciones decentes. He estado en la oficina durante cuatro años y medio, y aún no he disfrutado de una semana completa libre. Y —continuó vehementemente— esos tipos blancos vienen y van; uno nuevo desbarata lo que hizo el anterior, y el siguiente deshace lo que hizo el nuevo. Todos solo se quedan un año y medio, luego se van por cuatro meses, cobrando grandes salarios, sin contar los gastos de viaje. Mientras tanto, un pobre africano como yo tiene que trabajar sin parar, sin oportunidad de un buen descanso. Pero no te preocupes, Keren querida —añadió consolándola—. No voy a renunciar, simplemente me portaré tan mal que me echarán, y así mi viejo no podrá decir mucho.

Así que cuando Tomas, fumando un cigarrillo, llegó a la oficina a las 9 a. m. en lugar de a las 8 a. m. por cuarta vez esa semana, el señor Buckmaster, quien hasta entonces había mantenido un discreto silencio, abrió los ojos de par en par y le dio una severa reprimenda. La conciencia de Tomas se conmovió profundamente. El señor Buckmaster era uno de los pocos hombres blancos por los que sentía un profundo respeto; de hecho, en el fondo de su corazón, le tenía un cierto aprecio. Por temor a ofenderlo, había permanecido bastante tiempo en su puesto.

Pero se acababa de enterar de que su jefe estaba a punto de tomarse un permiso, por lo que decidió en ese mismo momento despedirse definitivamente de un servicio que lo había tratado tan mal. Leía vorazmente los periódicos de medio penique y sabía que hasta el más humilde asistente de tienda en Inglaterra tenía derecho a dos semanas de vacaciones al año. Por lo tanto, era ridículo argumentar que, por ser africano trabajando en África, no necesitaba vacaciones. Todas sus solicitudes de permiso habían sido discretamente archivadas para una temporada más conveniente.

—¡Courifer! —dijo el señor Buckmaster con severidad—. Pase a mi oficina, por favor.

Courifer supo que este era el principio del fin.

—Supongo que sabe que el horario de oficina es de 8 a. m. a 4 p. m. todos los días —comenzó el señor Buckmaster con un tono helado.

—Sí, eh... señor —balbuceó Courifer, con el corazón en la boca y la boca retorcida como un nudo de marinero.

—Y supongo que también sabe que está estrictamente prohibido fumar en la oficina.

—Sí, eh... eh... señor —tartamudeó el joven.

—Hasta ahora —continuó el jefe con tono uniforme—, siempre lo he considerado un empleado ejemplar: estrictamente servicial, puntual, preciso y honesto, pero en las últimas dos o tres semanas no he recibido más que quejas sobre usted. Y, por lo que he visto yo mismo, me temo que no son del todo inmerecidas.

El señor Buckmaster se levantó mientras hablaba, sacó un manojo de llaves de su bolsillo y, tras abrir su escritorio con tapa enrollable, sacó un fajo de papeles.

—Este trabajo es suyo, ¿no? —preguntó al joven.

—Sí, eh... eh... señor —balbuceó, mirando avergonzado las hojas sucias, manchadas de tinta y llenas de borrones de texto mecanografiado.

—Entonces, ¿qué demonios le pasa para presentar un trabajo así?”

Tomas permaneció en silencio por un momento. Reunió valor para mirar fijamente el rostro severo de su jefe. A medida que lo miraba, la severidad pareció desvanecerse, y pudo ver en él una preocupación genuina.

—Por favor, eh... señor —tartamudeó—. ¿Puedo... eh... contárselo todo?

Media hora después, un Tomas Courifer muy callado, apenado y arrepentido salió de la oficina. El señor Buckmaster lo siguió después, llevándose un respeto renovado por la capacidad de resistencia del creciente joven de África Occidental.

Seis semanas después, el señor Courifer estaba ocupado hablando sin parar cuando alzó la vista de su trabajo y vio a un hombre europeo parado en la puerta.

El funerario encontró el habla y una silla al mismo tiempo.

—Buenas tardes, señor —dijo, sacudiendo la silla antes de ofrecerla a su visitante—. Espero que no ande queriendo un cajón, señor.

Aquello era una mentira descomunal, ya que nada le complacía más que hacer un ataúd para un europeo. Siempre estaba seguro del dinero. ¡Y qué dinero tan generoso! Pagado, es cierto, con algunas quejas, pero pagado al contado y sin ninguna deducción. Con su propia gente, en cambio, las cosas eran distintas. Ellos objetaban, regateaban, negociaban, le daban cuentas detalladas de todos sus otros gastos y luego, después de hacerlo esperar durante semanas, terminaban enviándole la mitad del monto con una severa exhortación a que estuviera agradecido por ello.

El señor Buckmaster aceptó la silla ofrecida y respondió amablemente:

—No, gracias. No planeo morirme todavía. Simplemente estaba pasando por aquí y pensé que me gustaría decirle unas palabras sobre su hijo.

El señor Courifer se llenó de orgullo y expectativa. Tal vez iban a hacer de su hijo una especie de subsecretario de Estado. ¡Qué honor tan inesperado para la familia Courifer! ¡Qué ascenso en su estatus social! ¡Qué manera de superar a sus vecinos! ¡Dios era muy bueno!

—Por supuesto que sabe que trabaja en mi oficina, ¿verdad?

—Oh, sí, señor. A menudo habla de uste’.

—Bueno, pronto regresaré a Inglaterra y, como puede que no vuelva a Sierra Leona, solo quería decirle que estaría encantado de darle en cualquier momento un buen testimonio sobre su hijo.

El rostro del señor Courifer se ensombreció. ¡Qué decepción!

—Sí, señor —respondió algo dubitativo.

—Puedo recomendarlo seriamente por ser constante, perseverante, confiable y digno de confianza. Y siempre podrá acudir a mí si alguna vez lo considera necesario.

¿Eso era todo? ¡Qué desilusión! Aun así, era algo valioso. El señor Buckmaster era inglés, y un testimonio de él sería sin duda un gran activo. Se frotó las manos mientras decía:

—Bueno, ’toy muy agradecío, señor. Muy agradecío. Y como el tiempo es cortico y nunca sabemos lo que el día va a trae’, ¿le importaría escribirlo ahorita mismo, señor?

—Claro, si me da una hoja de papel, lo haré de inmediato.

Antes de que Tomas regresara a casa de su trabajo vespertino, el testimonio ya estaba enmarcado y colgaba entre el terciopelo apolillado de la sala de estar.

El lunes siguiente por la mañana, Courifer Jr. irrumpió en el taller de su padre, trastornando el equilibrio del banco de carpintero y del aprendiz mudo que trabajaba afanosamente.

—Bueno, señor —exclamó su padre, mirándolo con disgusto—. Llegas muy tarde. ¿Por qué no fuiste pa´ la oficina esta mañana?

—¡Porque tengo dos meses enteros de vacaciones, señor! ¡Piénselo bien! Dos meses enteros sin nada que hacer más que disfrutar.

—Tomas —dijo su padre solemnemente, mirándolo por encima de sus gafas—, tienes que aprende’ a hacer cajones. Ahora tienes una buena oportunidad.

En voz baja: —¡Maldita sea si lo haré! En voz alta: —No, gracias, señor. Voy a aprender cómo hacer el amor y luego aprenderé a construirme una linda choza de barro.

—¿Y quién es esa moza con la que quieres casarte? —tronó su padre, ignorando por completo la última parte de la frase.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Tomas.

—Es una chica muy buena, señor, muy buena. Muy tranquila, gentil y dulce, y no habla demasiado.

—Ya veo. ¿Eso es todo?

—Oh, no. Sabe coser, limpiar y hacer un hogar acogedor. Y tiene mucho sentido común; será una buena madre.

—Sí, nada más que eso.

—Ha ido a la escuela por mucho tiempo. Lee buenos libros y escribe, oh, unas cartas tan bonitas —dijo Tomas, dándose una palmadita en el bolsillo del pecho con cariño.

—Ya veo. Supongo que sabe guisar.

—No lo sé, no lo creo, y no me importa mucho.

—¡¿Qué?! —rugió el anciano—. ¿Me estás diciendo que quieres casarte con una moza que no sabe guisar?

—¡Quiero casarme con ella porque la amo, señor!

—Eso tá bueno, pero en nuestro país, el corazón y la barriga siempre van junticos. En nuestro país, el hombre negro no quiere casarse con una moza que no sepa guisar. ¡Ese es el primer requisito! Tu propia madre sabe guisar.

Por eso no ha sido más que tu miserable esclava todos estos años, pensó el joven. Con el rostro muy serio, respondió:

—Las costumbres de nuestro país no son nada agradables, padre. No me gusta ver a una esposa esclavizándose en la cocina todo el tiempo para hacer una buena comida para su esposo, quien se sienta solo y se come lo mejor de todo, mientras que ella y los niños solo reciben las sobras. ¡No, gracias! Y, además, padre, usted siempre me dice que quiere que sea un señorito inglés. Por eso siempre trato de hablar un buen inglés con usted.

—Sí, eso ta bien, eso es muy bueno. Pero quiero que te parezca a un inglés. ¡No digo que debas copiá todita sus costumbres!

—Bueno, padre, por más que lo intente hasta que muera, nunca me pareceré a un inglés, y no sé si quiero hacerlo. Pero hay algunas costumbres inglesas que me gustan mucho. Me gusta la forma en que los hombres blancos tratan a sus esposas; me gusta su vida en el hogar; me gusta ver a la madre, el padre y la pequeña familia sentados juntos comiendo sus comidas.

—Ajá, ya veo —replicó su padre sarcásticamente—. ¿Y quién va a guisar entonces la comida? ¿Piensa que con tu cuatro libra al mes te dará pa’ pagá a una cocinera profesional?

—Oh, no digo eso, señor. Y estoy seguro de que si Accastasia no sabe cocinar ahora, lo aprenderá antes de que nos casemos. Pero lo que quiero que entienda es simplemente esto: que, independientemente que sepa cocinar o no, me casaré con ella de todos modos.

—¡Muy bien! —gritó su padre, con la ira reflejada en cada rasgo—, en vez de montar una choza de barro, mejor vete y levanta un loquero.

—Señor, gracias. Pero sé lo que hago y, por ahora, una choza de barro nos vendrá perfectamente.

—¡¿Una choza de barro?! —exclamó su padre horrorizado—. Has estao viviendo en una casa inglesa bien coqueta, con su escalera, su barandilla, alfombras gordas y muebles finos. ¿Y ahora te quieres largar a una choza de barro? ¡Desagradecido, me das vergüenza, eh!

—No, señor, no lo avergonzaré. Será una choza de barro limpia y espaciosa. Y además, será un dulce hogar, lo suficientemente grande para dos. Voy a pintar las paredes de verde pálido, como las habitaciones de la directora de la escuela de Keren.

—¿Y tú qué corno sabes cómo es el cuarto de esa tipa?

—Porque me ha enviado dos o tres veces a pagar sus cuotas escolares, así que he mirado esas paredes y me han gustado mucho.

—Ya veo. ¿Y qué más harás? —preguntó su padre irónicamente.

—Voy a encargar unas bonitas sillas de mimbre de las islas y algunos buenos trozos de linóleo para los suelos y luego…

—¿Y después qué?

—Llevaré a mi esposa a casa.

La objeción de Mr. Courifer crecía con cada momento. ¡Una choza de barro! Este hijo suyo… ¡la esperanza de su vida! ¡Un funcionario del gobierno! ¡Un aspirante a inglés! ¡Vivir en una choza de barro! Su disgusto no tenía límites.

—¡Desagraciao! —bramó—. Me vas a avergonzar. Vas a rebajar a tu pobre padre. Vas a rebajar tu posición en la oficina.

—Lo siento, señor —replicó el joven—. No quiero ofenderlo. Estoy agradecido por todo lo que ha hecho por mí. Pero me han aumentado el salario y quiero un hogar propio, lo cual, después de todo, es algo natural y… —continuó con firmeza, mirando a su padre directamente a los ojos—. Le diré de una vez, no necesita pedirme más trajes de Liverpool.

—¿Por qué no? —rugió su furioso padre, quitándose los lentes para evitar que se dañaran.

—Bueno, lamento afligirlo, padre, pero he estado tratando de vivir según sus estándares europeos todo este tiempo. Ahora voy a dejarlo de una vez por todas. Voy a volver al atuendo nativo del pueblo de mi madre, y la próxima vez que vaya a la capilla, será vestido como un wolof.

El siguiente domingo, el terrible impacto de ver a su hijo caminar por el pasillo de la iglesia con pantalones y la chaqueta suelta y brillante de un wolof de Gambia, escoltando a una joven novia color chocolate, también vestida con atuendo tradicional, dejó a Mista Courifer tan aturdido que su mente quedó completamente en blanco. No pudo recordar ni a Jonás ni a la ballena, ni su lengua pudo pronunciar una sola palabra. El servicio tuvo que convertirse en una reunión de oración.

Mister Courifer ya no es más el predicador local. Ahora solo hace ataúdes.


Fuente: Daughters of Africa: An International Anthology of Words and Writings by Women of African Descent from the Ancient Egyptian to the Present editada por Margaret Busby (1992).

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Sobre la autora

Adelaide Smith Casely Hayford (1868–1960) fue una feminista victoriana y educadora dedicada a promover la educación de las niñas en Sierra Leona. Nacida en Freetown en una próspera familia criolla, fue educada en Inglaterra y Alemania. Enseñó brevemente en Sierra Leona antes de casarse con el escritor ghanés Joseph Ephraim Casely Hayford, con quien tuvo una hija. Tras su divorcio en 1909, regresó a Sierra Leona en 1914 y se dedicó por completo a la educación.

Como presidenta de la YWCA y fundadora de la Escuela Vocacional para Niñas en Freetown, promovió la educación de las jóvenes africanas, creyendo que las prepararía para roles domésticos mientras fomentaba el orgullo racial. Recaudó fondos en EE. UU. y, más adelante, habló contra la explotación racial. Casely Hayford permaneció como directora de su escuela hasta jubilarse en 1940. Falleció en 1960, siendo recordada como educadora, escritora, viajera y defensora de la educación de las niñas africanas.

Sobre la traducción

Lo que podría resultar poco común en Occidente, donde las traducciones del inglés al español provienen del inglés americano o británico, es decir, de la variación de «prestigio», del «colonizador», del «hombre blanco», es en realidad una riquísima característica que tienen las literaturas africanas en lenguas eurófonas. Estas conjugan las lenguas del colonizador con la lengua criolla, el pidgin y distintas lenguas africanas.

Este es el caso de Adelaide Casely-Hayford, como también el de su hija ―Gladys Casely-Hayford (iniciadora de la literatura en la lengua criolla krio en Sierra Leona)― y de otros autores de África Occidental como Ken Saro-Wiwa, Chinua Achebe, Ayi Kwei Armah, Ousmane Sembène, Elnathan John, Wole Soyinka, entre otros, para quienes el uso de la lengua criolla representa una poderosa herramienta de expresión cultural, identidad y resistencia: (1) Afirma la identidad cultural y lingüística conectando a los autores con sus raíces, especialmente cuando este lenguaje es parte fundamental de su herencia y tradición. (2) Sirve de resistencia y subversión ya que en muchos casos, el criollo ha sido históricamente visto como un lenguaje «inferior» o no literario. (3) Refleja la realidad social y cultural de las personas que lo hablan. (4) Captura la riqueza de las tradiciones orales y de la importancia de la oralidad. (5) Su uso en la literatura refleja la intersección de lenguas y culturas que han dado forma a la identidad de muchas sociedades poscoloniales. (6) Conecta con el pueblo y las clases populares, y, (7) se emplea como herramienta de humor y crítica social.

Es por ello que el proceso de traducción se ha centrado por un lado en la traducción de textos y diálogos escritos de un inglés estandar (variación británica) al español como pueden ser los del narrador, los hijos de Mista Courifer y el jefe Tomas; y aquellos diálogos en la lengua krio o inglés criollo de Sierra Leona como son los del patriarca Mista Courifer. La estrategia que se aplicó para traducir del inglés criollo de Sierra Leona (krio) al español fue intentar hacer una equivalencia del inglés criollo a un español criollo o de un español con un registro coloquial. Para esto se recurrió a:

Elisión de la /d/ intervocálica: pecaora (pecadora), parecio (parecido) o agradecío (agradecido).

Utilización de diminutivos como ahorita o cortico.

Uso de la apócope (eliminación de un sonido o sílaba al final de una palabra): to’ (todo), pa’ (para).

Aspiración de la /d/ o /r/ final: uste’ (usted), traé (traer) aprende’ (aprender).

Otro desafío fue el trabajo con el léxico referente a ciertas palabras en krio que no tienen una equivalencia en un español criollo o coloquial. Esto se solucionó utilizando un registro arcaico, popular y/o rural como «tunda» (en vez de «paliza»), «guisar» («cocinar»), «moza» («señorita”) “barriga” (por “panza”).

No se ha utilizado la aspiración o desaparición de la /s/ final de ciertas palabras para no caer en la exageración y para que la lectura mantuviera una armonía. 

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