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Dos libros entre una gran obra

Agota Kristof: la precisión del desarraigo

Por Gera Ferreira Rodríguez / Miércoles 03 de diciembre de 2025
Agota Kristof: la precisión del desarraigo
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Compartimos la reseña de Da igual y ¿Dónde estás, Mathias?, libros de la escritora Agota Kristof (1935-2011). Gera Ferreira los lee en relación a otras partes ya consagradas de su obra y afirma: «estos textos parecen esquirlas filosas, expatriadas de un corpus mayor. Nada sobra, el texto mismo parece lo sobrante. En esa economía de recursos está el nervio de su extraña potencia».

La literatura de Agota Kristof (Hungría, 1935 - Suiza, 2011) no admite anestesia. Se entra en sus libros como a una sala fría, sin ventanas, donde no hay lugar para la condescendencia. Cada frase parece una línea de sutura, una incisión. Esa estética —seca, tajante— atraviesa toda su obra, en particular en dos libros: Da igual. Los veinticinco cuentos despiadados (2021 [2005]) y ¿Dónde estás, Mathías? (2005; 2022) editados por Alpha Decay y traducidos por Rubén Martín Giráldez. Se trata de compilaciones breves, pero sólidas, que permiten revisitar a una autora imprescindible de la segunda mitad del siglo XX europeo, y que comenzó a retraducirse desde la península (Libros del Asteroide también la editó) para luego desembocar en los lectores del Cono Sur. 

Kristof nació en Hungría, pero el exilio —político, lingüístico, emocional— la convirtió en una escritora periférica en más de un sentido. Huyó a Suiza tras la revolución fallida de 1956 y adoptó el francés como lengua de escritura, aunque siempre conservó una relación tensa con el idioma (al igual que Theodor Kallifatides con relación al griego y a Suecia). Kristof no escribía en su lengua materna, ni se sentía completamente parte de la cultura que la acogía. Ese desarraigo es, más que un dato biográfico, un núcleo estético: se respira en los silencios, en la forma en que sus personajes —casi siempre niños, exiliados o náufragos afectivos— se mueven por el mundo sin lenguaje ni red.

¿Dónde estás, Mathias? reúne dos textos. Uno le da nombre al libro y más que un relato lineal parece una salpicadura, una bofetada fantasmal a la que sigue una caricia. Esa caricia es recibida por un niño de trece años muy inteligente llamado Sandor, que no encuentra consuelo ni siquiera en los sueños. Y el libro trae luego una pieza teatral breve, «Line, el tiempo» (1978) que representa «la clarividencia testaruda, encantadora y quisquillosa de la infancia […] la nostalgia del ideal gemelar, el engaño de las palabras», como indica Marie-Thérèse Lathion en el postfacio.

Sonó un despertador.

Sandor se sentó en la cama, bostezó.

Y de repente recordó que su madre estaba muerta.

Salió al patio. Vio los gallos. La caja. Todo lo que quería ver.

La hierba, el pájaro, el sol.

Era su primer día en aquel lugar desconocido.

Fragmento de ¿Dónde estás, Mathias?

Ambos trabajos están atravesados por una misma sensación de pérdida, de orfandad. En el primero, un niño abandonado fantasea con ser castigado solo para obtener algo parecido al afecto. En el segundo, la infancia es el espacio de una violencia contenida, que flota en el aire, y en la que el tiempo se aquieta, expectante (como si Tzara anduviese rondando), enrareciendo la escena por un instante. Pero la prosa de Kristof, fiel a su estilo, evita cualquier sentimentalismo. Los vínculos familiares aparecen distorsionados, cuando no directamente rotos. Por momentos, hasta resulta exótico esa clase de nihilismo. Pero luego

Line.— Sí, eso es lo que pienso. ¿Por qué haces todo esto, Marc?

Marc.— ¿Todo esto?

Line.— Te vistes como un espantapájaros, te ruborizas cuando pasa ella, te comportas de manera estúpida.

Marc.— ¿Me espías?

Line.— No, te veo en los matorrales. Y no me gusta cuando no eres… como de costumbre.

Marc.— No lo puedes entender. Yo todo eso lo hago simplemente para que me quiera. [Es una chica que le gusta pero no es correspondido].

Line.— ¿Por qué es tan importante que te quiera?

Marc.— ¿A ti, pequeña Line, no te gustaría que alguien te quiera?

Line.— No lo sé. Creo que me la repampinfla un poco. Si me quieren, pues mejor, y si no me quieren, pues menos mejor.

Marc.— No se dice «menos mejor», se dice «peor».

Line.— Pues peor.

Marc.— Pero no te puede dar igual.

Line.— Evidentemente, para mí es más mejor…

Marc.— Prefiero…

Line.— Sí, prefiero que me quieran, pero como yo soy, tal cual.

Marc.— Tus padres…

Line.— Mis padres no tienen nada que ver. Mis padres no me quieren de ninguna manera. Pero el amor de mis padres no es mi porvenir.

Fragmento de «Line, el tiempo»

El segundo libro, Da igual. Los veinticinco cuentos despiadados, funciona como una suerte de catálogo de las obsesiones temáticas y formales de la autora: relatos ultrabreves, incisivos, escritos «a puño limpio» diría Quiroga, que no dejan espacio para el respiro. Hay niños asesinos, madres que desaparecen, hombres que enloquecen, mujeres que huyen. Todo lo estable se derrumba, está a un paso del absurdo. Es una literatura que expone a los lectores a una intensidad extrañamente afinada, como un acorde sostenido al borde del acople.

Hay un vínculo evidente entre estos libros y la célebre trilogía Claus y Lucas (2007), compuesta por El gran cuaderno (1986), La prueba (1988) y La tercera mentira (1991), en la que Kristof construyó su universo más reconocido. Allí se narra la historia de dos hermanos gemelos que sobreviven en un país ficticio asolado por la guerra, primero desde la brutalidad cotidiana de la infancia, luego desde la separación y la reconstrucción personal en el exilio, y finalmente desde la grieta y la identidad fragmentada.

Los relatos breves que componen Da igual y ¿Dónde estás, Mathias? no desarrollan una mitología paralela (si bien Kristof insiste, se obsesiona con el tópico gemelar) ―caso contrario al impacto conseguido por la trilogía, que permite ser leída como una alegoría del totalitarismo, de la crueldad como sistema o del exilio interior―, pero sí orbitan el mismo clima de devastación moral, en tono más desnudo, despojado se podría decir, y en este sentido no le soy justo. Si la trilogía ofrecía una progresión narrativa y cierta densidad novelística, estos textos parecen esquirlas filosas, expatriadas de un corpus mayor. Nada sobra, el texto mismo parece lo sobrante. En esa economía de recursos está el nervio de su extraña potencia.

Como ha escrito Andrea Martínez Baracs: «Kristof no mira el mundo con desdén, pero sí con una furia contenida. No quiere explicarlo, quiere mostrar su descomposición». De allí que su pesimismo no sea una pose, sino una constatación. En su mundo la literatura no salva (en la última época dejó claro esto de manera extraliteraria), pero al menos logró hacer visible su abismo interior. Por eso leer a Agota Kristof no es reconfortante, pero como todo lo malo, atravesarlo se vuelve indispensable.

La única cosa que puede darte miedo, que puede hacerte daño, es la vida, y ya la conoces.

Fragmento de «La gran rueda», Da igual



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