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Inteligencia del sueño

Poesía de las migajas

Por Santiago Cardozo / Viernes 03 de diciembre de 2021
Poesía de las migajas
«Within the dream», de Cynthia Chira (1981)

«Nuestros sueños velan por nosotros», afirmaba la psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle. El terreno de lo onírico no supone un mundo aparte sino una posibilidad de experimentación, de revelación del deseo, de liberación de la neurosis, hipótesis que la autora francesa defiende en Inteligencia del sueño, fantasmas, apariciones, inspiración, que Santiago Cardozo reseña y recomienda.


Sólo entonces me di cuenta de que mi cuerpo estaba
completamente aplastado. Con la muerte me desperté (final del primer sueño que
relata Theodor W. Adorno en sus
Sueños). 


 


«Tuve que escupir sobre los claveles, tuve que
escupir» era la frase que me repetía, internamente, como forma de conjurar su
fantasma, inapelable presencia que me oprimía hasta la asfixia. Cargué con esa
frase durante muchos años, especie de amuleto al que recurría en los momentos
de mayor debilidad, cuando él aprovechaba para hacérseme presente y recordarme,
con la misma precisión que en vida, la inutilidad de mi existencia.



Recuerdo una vez en la que, mientras me
afeitaba frente al espejo del baño, apareció a mi derecha, mirándome fijo a los
ojos, como si quisiera que, por un movimiento errático de la navaja que
manipulaba, me cortara el cuello. Podía ver ese sentimiento, podía sentir cómo
deseaba, desde lo profundo de mis recuerdos, el rápido desvío de la hoja
afilada hacia la yugular, esperando atentamente el brote repentino de la
sangre. Entonces me vi, no sé cómo, torciendo el trazo que estaba dibujando
sobre uno de los maxilares inferiores: algo impulsaba mi mano hacia abajo,
donde veía latir la vena que, unos segundos después, dejaría emanar su deseo a
borbotones.



«Escupí, escupieron; abrieron el féretro de par
en par y le orinaron encima» me decía a mí mismo, recordando lo que había
soñado sobre aquel hecho.



En el sueño, había un escribano cuya presencia
estaba estipulada en el testamento que había dejado mi padre y cuya tarea
primordial era tomar nota de todo lo que pasaba: usando un papel membrete,
certificaba el inventario de personas, galletitas al agua, cafés y pésames de
la sala velatoria, mientras la gente que llegaba no parecía sorprenderse por el
espectáculo escatológico que, de forma natural, se estaba montando. Varios de
los que habían sido sus amigos abrían una mesa de cármica plegable al lado del
cajón y de sendas mochilas extraían diversas botellas de whisky, que comenzaron
a tomar en honor al difunto, según anunciaba uno de ellos a viva voz, como para
dejar en claro que ese había sido, también, uno de los deseos de mi padre,
aunque no estuviera en el testamento. Yo, por mi parte, me desentendía de la
escena para escabullirme entre los asistentes y dirigirme, con miras a no
regresar, a mi casa, esa de la que, según una recordada conversación que tuve
con él meses antes de su muerte, no me pertenecía ni un clavo. Pero, después de
haberme lanzado a la cara ese histórico escupitajo —poco sofisticada forma, digamos,
de escupir para arriba—, ahora era él quien, frío y horizontal, había sido
puesto a presión en su nueva casita de madera, porque la hinchazón del cuerpo
era tal que no podía ser calzado en ella con la rutinaria sencillez que han
adquirido los empleados de la casa fúnebre.



Por fin, cuando anunciaron que el tiempo del
velatorio estaba concluyendo (este fue, concluir,
el verbo que usaron, casi como el desenlace o la desembocadura de una
argumentación), los dolientes principales, entre los que debería haberme
contado yo, recogieron sus buzos y camperas, sus mates y bufandas y, sin besos
al féretro ni repartija de rosas, abandonaron el local para seguir, como hacen
todos, con sus vidas cotidianas, generalmente triviales, anodinas. 



 

***



La consideración del sueño como un objeto de
reflexión sobre el que vale la pena detenerse no es una «cuestión freudiana»:
como siempre, la literatura ya se ha ocupado de los temas (grandes temas) que han
conmovido al homo sapiens. Sin
embargo, le debemos a Freud, según parece defender Anne Dufourmantelle, una
auténtica inteligencia del sueño. Esta es, si se quiere, la tesis central del
libro Inteligencia del sueño. Fantasmas,
apariciones, inspiración
, (Buenos Aires, Nocturna Editora, 2020).



El sueño contiene la cifra secreta de nuestros
deseos, esos que hacemos a un lado o ignoramos a fin de no tener que enfrentar
lo que nos ponen ahí adelante o nos escupen en la cara. Sin embargo, el sueño,
dice Dufourmantelle, repara, rememora, profetiza, escucha, pone en guardia,
aterroriza, apacigua, revela, libera y, sobre todo, permite olvidar. Entonces,
¿por qué esa ignorancia, ese desdén, esa indiferencia hacia el sueño? Porque es
demasiado revulsivo, porque nos obliga a asumir nuestra libertad, en la medida
en que «Habla de nosotros, [aunque] no está autorizado por nuestra conciencia,
ni nuestra atención, ni siquiera nuestro pensamiento».



El sueño, dice la autora, «bordea los
territorios del trauma»: no lo conjura ni lo alivia; solo lo toca, nos coloca
ante sus puertas, quiere que nos situemos como los héroes secretos de un
escenario que debemos construir como efecto de la asunción de una
responsabilidad: la que implica hacerse cargo de lo que el sueño tiene para
decirnos, eso que, escabullido, desplazado, dislocado, corrido de foco, el
sueño parecería tematizar. ¿Qué nombra «el nombre de la rosa» (Eco y ecos)? El
desplazamiento mismo del decir: el nombre de la rosa es, en efecto, «rosa»,
pero «rosa» no está en el lugar en que debería estar, en el lugar de «nombre»;
acá está, precisamente, «nombre», que no nombra el objeto que parecería estar
nombrando «el nombre de la rosa» y, a la vez, nombra la propia categoría
gramatical nombre (sustantivo) y el nombrar como necesidad, el vacío que opera
la reflexividad de la expresión en cuestión. Esta es, si se quiere, la lógica
del sueño: hablarnos de algo que no está ahí, a primera vista, en la superficie
de lo que dice; algo que está siempre en otro lugar, que se sitúa oblicuamente
respecto de lo que parece que vemos o queremos ver en aquello a lo que muy
modestamente tenemos acceso.



En nuestra relación con el trauma y con la
épica de nuestra constitución heroica, las «soluciones» que ofrece el sueño
para lidiar con los deseos que nos informan, pero que no vemos sino a condición
de opacar la vista, son descifrables en múltiples registros, como el efecto
esmerilado de desplazar incesantemente el ángulo de visión. Siempre hay, agrega
Dufourmantelle, en la senda de Freud, un punto ciego irreductible, un nudo que
no puede desatarse y que define la estructura misma del fenómeno onírico: se
trata, en suma, del ombligo del sueño.



En este sentido, lo fundamental del sueño, en
la tesis que sostiene Dufourmantelle, es que «Deja al desnudo los combates
larvados, la angustia perforadora, expone la hipocresía de los renunciamientos,
los compromisos temibles de la neurosis, desenmascara y vuelve en burla —o en
pesadilla— nuestras deserciones», lo que anticipa la caída del cuerpo en la
enfermedad de sí mismo. Sin juzgar, el sueño muestra, exhibe, escenifica;
luego, la responsabilidad del soñador consiste en formularse las preguntas
prohibidas, las preguntas que ha obviado u olvidado, las que desencajan,
molestan, perturban, las que nos devuelven una imagen indeseada de nosotros
mismos.



Construcción de imágenes, el sueño no es el
relato del sueño, lo que el soñador cuenta que soñó; las palabras que el sujeto
articula para narrar el sueño implican ya una red de necesidades tejida con y
entre los intersticios de las imágenes que aparecen, como contingencias, en el
sueño, sorteando la vigilancia de la moral de la vigilia. En el camino de un
breve recorrido histórico sobre los modos de entender el sueño (en este caso,
la parada es Descartes), una afirmación de Dufourmantelle llama especialmente la
atención, en virtud de la potencia teórica y filosófica por medio de la cual el
sueño se desborda de sí mismo: «No hay búsqueda de la verdad y de quiénes somos
sin pasar por la prueba del sueño». Los «facetados sutiles» del sueño implican
una lógica de funcionamiento en la que todo es importante, desde lo más nimio a
lo aparentemente más significativo, más abiertamente explícito: imposible
jerarquizar, imposible, incluso, clasificar, dice la autora.



¿Pero de qué verdad se habla? No de una verdad
empírica, positiva o positivista (llegado el caso, cognitiva o psicológica);
tampoco de una verdad en términos de la razón sobre la que se sostiene el cogito, al menos ese que ha resultado de
una lectura dualista de Descartes; se trata de la verdad del deseo y del
inconsciente, siempre inscripta en la estructura misma de la verdad del saber y
de la demandada identidad del sujeto, obtenida parcialmente mediante sucesivos
procesos de identificación; en suma, la verdad
del ser
, que es la misma verdad que pone en escena —dramatiza, digamos— el
arte.



Esta verdad, ciertamente, le debe su existencia
al sinsentido que anida en el corazón mismo del sentido, un sinsentido que, en
rigor, es la condición de posibilidad del sentido. Para Dufourmantelle, «El
sueño obliga a confrontarnos con el nonsense,
elaborando una puesta en escena con mosaicos de imágenes, de sonidos, de
significantes (o supuestos tales), donde flotan aquí y allí solo fugaces signos
para llamar la atención de nuestras jornadas y emociones pasadas», confrontación
que supone una particular relación del sujeto con la escucha del deseo. Es así
que «Las imágenes parciales, hasta con eclipses fulminantes, vivos, sedosos,
pero horripilantes o grotescos, que los fantasmas elaboran buscan captar eso
que el deseo tiene de incontrolable».  



En definitiva, el sueño, en la argamasa de los
materiales que lo componen, en el mosaico pluricromático que elabora, es una
anunciación que nos trae nuestra propia palabra como si ella nos llegara o
proviniera de otro o de un eso que
habla; es, pues, una voz éxtima, para
emplear un neologismo lacaniano, que solo podemos escuchar a condición de que
nos abramos al compromiso y a la responsabilidad que nos pide a cambio.



 

***



Vuelo sobre las calles de la ciudad, pero me
cuesta tomar altura y avanzar; planeo y me veo a mí mismo viéndome volar.
Experimento la angustia del desdoblamiento: siento que no volveré a unificarme.
Me despierto y alguien me llama por otro nombre.



Inteligencia
del sueño
es la respuesta que, con las migajas oníricas
de la «otra escena», Dufourmantelle construye como defensa del sueño ante los
embates de una sociedad que invita y ordena, una y otra vez, a saturar los
sueños con los objetos de la vigilia consumista y pornográfica.    



 

      

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