La experiencia del presente
«El siglo XIX latinoamericano es adictivo»: entrevista al colombiano Juan Cárdenas
Por Juan Camilo Rincón y Natalia Consuegra / Lunes 18 de diciembre de 2023
Juan Cárdenas. Foto: Cristóbal Manuel.
«¿No es Pedro Páramo un western?» se pregunta Juan Cárdenas al pensar ciertas obras literarias de nuestros países, ligadas al colonialismo y al barroco con un paisaje como «teatro del espíritu». Conversamos con el autor sobre su última novela, Peregrino transparente, sobre la pintura y otros asuntos que atraviesan su obra.
Juan Cárdenas se mueve en la literatura excavando entre bibliotecas y archivos, leyendo y releyendo acervos de diversas raigambres, recorriendo territorios, repensando las tradiciones hispánicas y echando mano de sus intuiciones históricas. Las imágenes que lo obsesionan reaparecen a veces como fantasmagoría y figuras «encantadas por el milagro de su ocultamiento». En otras ocasiones surgen como preguntas sobre las comunidades subalternas y los modos de enunciar sus memorias, sus discursos, su ser y hacer frente a la hegemonía colonial, oligárquica y capitalista de las repúblicas nacientes.
En su novela más reciente, Peregrino transparente (Periférica, 2023), Cárdenas edifica una historia en tres partes en la que pintores, cronistas, geógrafos, artesanos y botánicos del siglo XIX se mueven entre métodos «mitad azarosos, mitad académicos»; una abuela con un «ojo malo» es el germen de metáforas que batallan contra la literalidad; y otros cuantos personajes que son «pura invención y fantasía», inventan a su modo un país desde los imaginarios asociados a la idea de la república y los retratos deterministas «de un pueblo demasiado idéntico a sí mismo».
El escritor nacido en Popayán (Colombia, 1978) es autor de los libros de cuentos Carreras delictivas (publicado en Medellín en 2006 y reeditado en Madrid en 2008) y Volver a comer del árbol de la ciencia (Tusquets, 2018). También ha publicado las novelas Zumbido (451, 2010 y Periférica, 2017); Los estratos (Periférica, 2013), ganadora del VI Premio Otras Voces, Otros Ámbitos (España); Ornamento (Periférica, 2015); Tú y yo, una novelita rusa (Cajón de Sastre, 2015); El diablo de las provincias (Periférica, 2017), reconocida con el Premio de Narrativa José María Arguedas en 2019) y Elástico de sombra (Sexto Piso, 2019).
Además, Cárdenas integra las antologías de textos Madrid, con perdón, editada por Mercedes Cebrián (Caballo de Troya, 2012), y de cuentos Disculpe que no me levante (Demipage, 2014), Señales de ruta (Arango Editores, 2107), Puñalada Trapera (Rey Naranjo, 2018) y Jóvenes escritores latinoamericanos. Bogotá39 (Tragaluz, 2018).
¿Cómo desarrolló el proceso de investigación para llegar a Peregrino transparente y cómo convirtió los registros de documentos históricos, datos, etcétera, en estas narraciones?
Aunque pueda parecer un poco extraño, la novela no parte de un interés estrictamente histórico. De hecho, odio las novelas históricas y la idea misma de que se utilice la ficción para reconstruir una época me parece abominable. En realidad, el proyecto arranca desde un vínculo con discusiones que tienen lugar en el arte contemporáneo colombiano desde hace varias décadas, en el trabajo de artistas como José Alejandro Restrepo, Beatriz González o Carlos Castro, en que se reformula de muchas maneras una pregunta sobre el efecto de las representaciones y los imaginarios en la experiencia del presente. La imagen-trauma, digamos. En qué medida las pinturas, las fotos, las películas, las imágenes de la cultura popular funcionan como una especie de virus social que da forma a la ideología, a la sensibilidad colectiva. En 2017 fui el curador de una exposición sobre los 150 años de María, la novela de Jorge Isaacs. Hicimos la exposición en la Biblioteca Nacional (Bogotá) y ahí tuve contacto directo con documentos del siglo XIX que fueron un punto de partida para la investigación. Lo demás fue una mezcla de paciencia, azar y obsesión. El siglo XIX latinoamericano es adictivo. A ratos uno siente que allí está todo, absolutamente todo nuestro presente y nuestro futuro.
¿Cómo podríamos «leer» a la luz de hoy las acuarelas pintadas por la Comisión Corográfica (la exotización, la mirada orientalizada, la creación de lo turístico…)?
Creo que la novela se explaya lo suficiente sobre este asunto. El proyecto tiene que ver con construir un aparato que nos permita pensar esas imágenes en una clave ideológica actual. O sea, de qué manera somos pensados por las imágenes, cómo las ideas que creemos estar fabricando en realidad vienen determinadas por esos agregados sensibles que son las imágenes.
¿Qué encuentra usted de extraordinario de la Comisión Corográfica?
Lo que a mí me cautiva de la Comisión es que fue una de las primeras expediciones científicas realizadas por una república americana y en ese sentido hay algo utópico en todo el proyecto, tanto más si tenemos en cuenta el escaso aporte de América Latina a la ciencia en el último siglo y medio. Ese solo hecho ya me parece memorable y hermoso. Pero, a la vez, me interesan las contradicciones y las paradojas y la gran cantidad de complejos culturales que atraviesan el proyecto. Digamos que la Comisión tiene dentro tanto el germen de la utopía como el de la distopía. El aparato de dominación y el aparato de la emancipación, todo revuelto.
¿De qué manera la Comisión Corográfica incidió en su momento en la idea o en el imaginario de nación?
Estas son cuestiones para los historiadores. Yo no soy historiador. Soy novelista. No me compete responder algo así. Dicho esto, no me interesa pensar en términos de ficciones fundacionales de la nación, como captando las esencias del ser nacional. Un aburrimiento. Lo que sí me interesa es la cuestión más material de qué uso ideológico se les dio a las acuarelas de la Comisión, que básicamente fueron reducidas a cuadros de costumbres. La novela intenta sacar las acuarelas de esa camisa de fuerza para que veamos cuán complejo es el entramado estético y político en el que esas imágenes actuaron y siguen actuando.
Resultan muy interesantes las menciones permanentes al wéstern y particularmente al wéstern neogranadino. ¿Cómo describiría ese género (que usualmente consideramos característico de otros escenarios históricos y literarios)?
Me gustan mucho los wésterns. Una de mis películas favoritas de la vida es The Searchers, de John Ford. Pero también me interesan las derivas del género, que se fue deslizando desde la épica hacia una zona más crepuscular y contracultural, en las películas de Sam Peckinpah, Sergio Leone o incluso Alejandro Jodorowski. Pero luego, si uno lee a contrapelo, ¿no es Pedro Páramo un western? ¿No es Os Sertões de Euclides da Cunha un wéstern? ¿Y Una excursión a los indios ranqueles de Mancilla o Zama de Antonio di Benedetto o Doña Bárbara? Eso por no hablar de Aira, que tiene montones de novelitas que son wésterns como La liebre o Emma, la cautiva. Es un género muy americano, diría yo, muy ligado al colonialismo pero también al barroco porque tiende a crear una metonimia entre paisaje y teatro. Un barroco muy radical en el que el mundo se ha vuelto pura representación y las fronteras entre la naturaleza y el artificio han quedado abolidas. El paisaje siempre como paisaje mental, como teatro del espíritu. Pero al revés también: el cráneo humano, esa pequeña cámara obscura, como una monstruosidad biológica.
En la segunda parte de Peregrino transparente aparece de nuevo la acuarela como traducción de las visiones, y en la tercera parte un artista que es indultado para unirse a la Comisión Corográfica. ¿Qué representa para usted la pintura en ese intento de ser espejismo, de traducir o de documentar el mundo?
Llevo muchos años escribiendo sobre arte y sobre pintura, tanto en mis novelas como en textos críticos, de modo que me resulta difícil sintetizar aquí lo que significa para mí la pintura. De hecho, creo que si insisto tanto en escribir sobre ese asunto es porque no acabo de entenderlo. La pintura es misteriosa y tiendo a pensar que en ella conviven secretamente el arte, la religión y la ciencia.
¿Cómo decide con qué lenguaje y estructura construye cada historia?
No decido nada. Voy intuyendo, voy tratando de pegarme lo suficiente a las membranas exteriores de la historia y me voy amoldando.
Usted dice que, entre otras inquietudes, le interesa entender la historia como una biología. ¿Cómo desemboca su literatura en esas imágenes que lo obsesionan y que componen sus cuentos y novelas?
No lo sé con certeza. No me tomo muy en serio la liturgia de los procesos creativos. A mí en general me mueve un ánimo festivo y una propensión a la carcajada, pero a la vez miro el mundo como una especie de científico sin disciplina, quizá por influencia de mi madre, que es médico y me educó desde pequeño en la observación de los síntomas. Los fenómenos de la vida me producen un interés profundo, quiero saber cómo funcionan, luego me da ternura y luego me da risa y luego otra vez quiero desentrañar el misterio...
¿Con qué autores y escritoras dialoga su literatura? (por ahí aparecen Di Giorgio, Guimarães Rosa, Vico…).
No dialogo directamente con nadie. Siempre lo hago a través de una persona interpuesta. Por ejemplo, si quiero hablar con Goethe hablo de Averroes, si quiero hablar con León de Greiff me doy la vuelta para charlar con Blanca Varela. Si quiero hablar con Fanon hablo con Aira. Siempre pongo a alguien en medio para que me sirva de filtro, para refractar la luz.
¿Qué es lo difícil y, a la vez, esperanzador para la literatura latinoamericana en este momento?
El peor enemigo de la literatura latinoamericana en los últimos años es una cierta idea de éxito, cosa que por lo general pasa por romperla en el mercado anglosajón. A mí esa aspiración me parece banal y está generando una literatura francamente mediocre. No hay nada más deprimente ahora mismo que la mesa de novedades en una librería de Estados Unidos. Y no lo digo desde un lugar de resentimiento o porque no me hayan invitado a la fiesta (de hecho, sí me han invitado a la fiesta y por eso hablo con conocimiento de causa). Tampoco digo que si tuviste una buena recepción en el mercado anglo ya sos mal escritor. No. Lo que digo es que existe el peligro de escribir para complacer la sensibilidad, los gustos y las exigencias ideológicas de ese mercado. Lo esperanzador para mí siempre está en saber que en algún lugar ignorado de Guatemala, Arica o Pernambuco se está cultivando el siguiente César Vallejo, la siguiente Marosa di Giorgio, la siguiente Clarice Lispector.
¿Para usted cuál es la diferencia entre la industria del libro y la industria de la lectura?
La lectura es una actividad lenta, sujeta a otra temporalidad, a otros azares. La industria del libro, en cambio, depende de la lógica de la actualidad. Ya he dicho en otro lugar que los libros ahora vienen predigeridos y casi no hace falta leerlos. Basta con leer la contraportada para descubrir allí los ingredientes del éxito: un poquito de ecofeminismo, un poquito de monserga antirracista, un poquito de... Eso es básicamente la industria del libro. El cliente necesita saber lo que va a consumir y su prioridad son las etiquetas o los temas. Una persona que compra libros no es necesariamente un lector, pero toda la industria está montada alrededor de ese consumidor. A la industria no le interesa formar lectores.
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