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Vehículo de la memoria

«Los alemanes»: entrevista a Sergio del Molino

Por Juan Camilo Rincón y Natalia Consuegra / Viernes 11 de octubre de 2024
Portada de «Los alemanes» (izq.) y Sergio del Molino (der.)

«La memoria es una construcción constante; es el intento de dotar de sentido algo que no lo tiene, que es el pasado»: conversamos con el escritor español Sergio del Molino sobre Los alemanes, Premio Alfaguara de novela 2024. 

El narrador y ensayista español Sergio del Molino (1979) regresó a la novela bajo los reflectores de una trayectoria colmada de reconocimientos. Ganador en 2013 del Premio Ojo Crítico de RNE de narrativa y de la XXXV edición del Premio Tigre Juan por su novela La hora violeta, del Premio Espasa de Ensayo en 2018 por Lugares fuera de sitio y del Premio de Periodismo El Correo, además del Alfaguara, ambos en 2024, el periodista y narrador despliega una obra que, tanto en novela como en la no ficción, piensa y repiensa los asuntos más complejos de la historia reciente de su país y su continente.

«[...] todos los sábados de cementerio son los mismos en el recuerdo» dice Fede frente a un conjunto de sepulcros vacíos en el camposanto de Zaragoza. Así se conduele uno de los protagonistas de Los alemanes, la nueva novela de Sergio del Molino, con la que ganó el XXVII Premio Alfaguara de novela 2024. A través de Fede y su hermana Eva vamos conociendo los entresijos de una historia que nace tras el desembarco de dos vapores españoles en el puerto de Cádiz en mayo de 1916, con seiscientos veintisiete alemanes que se habían entregado a España en la frontera guineana, provenientes de una colonia en Camerún, a bordo.

Entre los recuerdos de la novela comprendemos cómo es posible contar la historia a través de ires y venires familiares, abriendo lugar a la muerte y la fantasmagoría como lugar de encuentro, sin ceremonias ni solemnidad, y con la ironía necesaria para novelar las vicisitudes más dolorosas: 

aunque nadie pasaba por allí, se retiró la lápida con la palabra FRIEDHOF para que el resto de las letras no golpeasen a un paseante despistado, a lo peor un corredor de esos que llevan pulseras para contar los pasos. Qué paradoja, […] levantarte a las seis de la mañana para correr unos kilómetros y soñar con una vida eterna y un cuerpo joven, y que te mate el rótulo en piedra de un cementerio de nazis medio abandonado. 

Así caminamos con Del Molino para conocer la historia de los Schuster, una familia venida de aquellos alemanes llegados a España en la primera mitad del siglo XX. Gabi, el travieso hermano fallecido que a nadie perdonó, retorna entre evocaciones cómicas y amorosas; Berta Klein, la amiga serena y sensata; Rapsoda, figurín y cronista mercenario que copia necrológicas de Wikipedia, entre varios, conforman esta una exquisita novela coral sobre culpas y redenciones.

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¿Sus ensayos narrativos se han colado en su trabajo novelado o, a la inversa, su experiencia narrativa y de ficción se cuela en la no ficción para alimentar estas producciones?

Todo cuenta, todo se mezcla y todo está contaminado… además yo busco que se contamine. Siempre hay un pozo de reflexión y de ensayo en mis obras más narrativas y en mis novelas, y hay una voluntad de narración en mis ensayos. Es una marca de la casa y es deliberado. Quizá incluso en Los alemanes en que, aunque primen la acción y lo que se cuenta, hay un discurso reflexivo ensayístico que está puesto en boca de muchos personajes con diálogos platónicos y diálogos que van manteniendo los personajes, que van impartiendo doctrina, pensando y reflexionando acerca de las cuestiones que se les van surgiendo con la novela.


¿Qué fue lo más sorprendente que encontró en esta investigación, en este ejercicio de recabar en las cuestiones históricas para llegar a la escritura de Los alemanes?

Cuando la descubrí me sorprendió todo, porque era totalmente desconocida; no sabía absolutamente nada de esta historia. Me sorprendió la historia decolonial de Alemania, poco conocida, porque más allá de la película La reina de África, en la que aparecen tangencialmente y al fondo los alemanes como los malos en la peripecia de Humphrey Bogart, es un territorio poco explorado; conocer su presencia en África y cómo se quedaron colgados en España fue sorprendente. Creo que contaba la historia de Europa desde una perspectiva totalmente insólita; de repente le daba un giro, un punto de vista muy marginal y muy lateral, que es la forma en la que a mí me gusta mirar la historia: que haya unos testigos o unos protagonistas que han pasado inadvertidos, a quienes nadie les han prestado atención, que a nadie les han parecido importantes, pero yo creo que su peripecia vital resume en buena medida la marcha de Europa y la configuración de lo que ha significado para el mundo.


En Los alemanes hay un peso enorme en los sustantivos y la manera como nombramos cada rol de la familia. En un momento uno de los personajes se dirige a su hermana sin llamarla por su nombre. ¿Cómo aborda esa cuestión de renombrar y abordar a través del lenguaje esas cuestiones familiares que a veces revelan las fisuras, las fracturas u otro significado de los vínculos? 

Para mí lo tiene todo, porque una historia que va sobre la identidad y la familia es una forjadora de identidad. Resulta que tu nombre cambia y muta mucho dentro de la familia; la forma en la que te conocen, cambia; en el entorno familiar es en el que más cambia. Tenemos nombres secretos para la familia; yo llamo a mi hijo con un apelativo cariñoso y su madre le llama con otro apelativo suyo propio. Es la forma de apropiarnos del amor y de expresarlo; es la forma en que se expresan también la distancia, el afecto, y eso me obsesiona mucho. Mi libro anterior, La hora violeta, un libro autobiográfico en el que cuento la enfermedad y la muerte de mi hijo, empieza con un aserto que dice que no voy a llamar niño al niño, sino que siempre voy a usar su nombre. Siempre referirte a él con su nombre para mí es importante, y aquí transgreden esa norma constantemente; siempre están buscando nombres. Incluso hay un momento en el que Fede reflexiona sobre los nombres que tiene en la familia, los nombres que le han dado; dice: «Mi padre querría que todos tuviéramos nombres alemanes y mi madre se opuso, y le tengo que agradecer que no nos haya puesto estos nombres alemanes». La forma de nombrar es importantísima para los personajes de esta familia porque creo que define las relaciones familiares, define nuestra identidad, define el rechazo. Mucha gente no soporta el nombre con el que le llaman en su familia; lo puede soportar pero lo restringe a la familia, y si le llaman así fuera de ese contexto, no lo aguanta. Creo que somos muy sensibles a esa forma del nombre.


¿Cómo fue el ejercicio novelado de contar hechos reales sin la exigencia del rigor histórico, atravesados por la ficción y mediante una familia, superponiendo capas de sentido?

Yo tenía claro que quería escribir una novela familiar. Hay cosas que podrían haber mutado; por ejemplo, podían no ser alemanes en algún momento, podían ser muchas cosas, pero que la historia se manifestaba a través de la familia, eso lo tenía clarísimo porque a mí me pirran las novelas familiares; me parece que es donde la novela alcanza la expresión más majestuosa del género. Cuando me dicen que es una novela histórica o una novela sobre historias, sobre hechos, yo no me reconozco en eso —cada cual puede verla como quiera, evidentemente— porque para mí es una novela puramente familiar y lo ha sido desde el principio. Estoy feliz de que no haya salido de los márgenes de la familia, que todo se reduzca a esta familia que está destruyéndose; asistimos a su descomposición última y al final, los últimos retazos que quedan, que son Eva y Fede, desbaratándose.


La novela tiene mucho humor pese a que la rondan la muerte, las rupturas y las fisuras familiares, los dolores...

Es algo totalmente natural en mí y no me perdonaría que no fuera así. Yo sentiría que he fracasado si el libro tuviera solemnidad y no respirara humor e ironía por algún sitio; es mi forma natural de estar en el mundo, de concebir la literatura y de concebir la vida. No entiendo ningún discurso, ninguna narración, sin humor. Se me haría muy cuesta arriba y creo que sería totalmente contrario a mí; sería incluso un síntoma neurológico. Si alguna vez escribo un libro en el que no haya humor tendrían que preocuparse porque me está pasando algo en la cabeza. Es totalmente natural y es algo que he ido he ido perfeccionando, trabajando y afinando con los años. Sin humor no hay nada que contar.


¿Cómo trabajó la memoria de hechos que usted no vivió y la memoria de esta familia? Al final, ¿cómo se relaciona con la memoria a través de la escritura? 

La literatura es el vehículo fundamental de la memoria, está hecha de la memoria, trabaja con recuerdos, con los restos del pasado que emergen siempre en el presente. Desde una perspectiva muy elemental, muy «memorialística», el pasado va perfilándose a poco a poco en la mirada de cada uno de los personajes. En este caso lo que importa es cómo ve el pasado cada uno de los personajes, su propio pasado y el pasado en general; cómo la memoria se ha ido convirtiendo en una cosa distinta según quién la recuerde y quién la evoque. Aquí lo que quería subrayar es la intersubjetividad de la memoria: no hay un relato unánime. El pasado es una invención y una reinvención constante. No hay un pasado ortodoxo, sancionado y bendecido, sino que hay muchos pasados que operan de forma distinta según como cada uno los sienta o los evoque, y la polifonía me ha permitido subrayar esa subjetividad del pasado. La memoria es una construcción constante; es el intento de dotar de sentido algo que no lo tiene, que es el pasado. 


¿Siempre pensó esa polifonía por capítulos (uno por Fede, uno por Eva) con una alternancia de voces?

Yo al principio quería escribir dos novelas en una, la de Eva y la de Fede, que contaran exactamente los mismos hechos, las mismas semanas de acción, pero cada una desde su perspectiva y que fueran diametralmente opuestas, que estuvieran confrontadas de arriba abajo, que el lector se desconcertase, y además que terminara toda la narración de Eva y empezara la de Fede. Mi idea era la de dos novelas como un espejo enfrentado y ellos peleados. Pero enseguida me di cuenta de que eso dejaba atrás muchas voces y que desdibujaba una presencia que se volvió muy importante desde el principio: Gabi. Para mí, él empieza siendo el mero detonante que une a los hermanos, pero enseguida, cuando empiezo a evocarlo, me doy cuenta de que tiene mucho recorrido, que puede funcionar como un fantasma catalizador. Para que la presencia de Gabi funcione tiene que ser invocado constantemente por varios personajes. No se puede perder esa invocación, con lo cual esta estructura de capítulos breves e intercalados se impuso en ese momento. Todo ocurrió en el mero proceso de escritura; la idea que tenía al principio era mucho más rústica, tosca. 


Usted habla precisamente de esa presencia fantasmal de Gabi; ¿cómo lee la fantasmagoría y la muerte después de escribir la novela? 

Me gustó mucho explorar el triunfo de la muerte y explorar la fatalidad de Berta, un personaje que se me fue imponiendo… y me fui contagiando un poco de su fatalidad. Al principio es un atributo que le di a ella exclusivamente, pero que ha acabado siendo mío; lo he convertido en una aspiración: me gustaría ser más como Berta. No lo soy; estoy muy lejos de ser tan estoico y tan bueno. Ella tiene todos los atributos de una heroína y me gustaría tener esa esa paz de espíritu, de aceptar las cosas que ella tiene. Eso lo he descubierto al escribir de esta novela.


Además de Berta, ¿con cuál personaje se divirtió más?

Me divertí mucho con Ziv, el malo, porque dibujar malos siempre es muy divertido y además puedes jugar mucho más con términos de trazo grueso, más caricaturesco. Él es un personaje más irreal; eso te permite ser más travieso y la escritura se hace mucho más placentera cuando te planteas personajes extremos en ese sentido. 


Usted afirma que todas las familias están compuestas por mitologías, y entonces nos hacía pensar en nuestras sociedades de hoy, en las que muchos siguen idealizando la institución familiar (o la familia como gran institución). ¿Cuál lee usted como el gran mito alrededor de la familia hoy?

Hay un mito de la familia como esta de Los alemanes: una que ellos no han elegido, una familia como instrumento de opresión y como institución que ahoga al individuo… Es que tradicionalmente sí que lo ha sido, porque su función para la cohesión del grupo tenía que ahogar el individuo. Hemos conseguido —y esa es una de las consecuencias de la revolución de mayo del 68— que la familia no sea una institución autoritaria que determina tu existencia, que si te expulsan de ella te expulsan del mundo y entonces tienes que hacer todo por someterte a ella. En las sociedades occidentales democráticas hace ya unas décadas dejó de ser de esa manera —aunque mucha gente sigue convencida de eso—. Hoy vivimos familias nucleares en las que se expresan los afectos de cada cual, con unas normas cambiantes en cada una, como una asociación libre de individuos. Ahora la familia es una comunidad de afectos. 

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