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Con Andrea Palet, de Laurel

«Si a alguien le gusta realmente la literatura no se guarda los hallazgos»: Andrea Palet, de Laurel

Por Pía Supervielle / Jueves 25 de agosto de 2022

La literatura puede ser entendida como un ejercicio desafiante, que incomoda. En entrevista con Pía Supervielle, la editora chilena Andrea Palet, de Laurel, reconstruye un camino intelectual de silenciosa devoción a los libros y reivindica el papel de la edición para intervenir en la cultura. Y también los libros que son fruto de trabajos de ensamble, por más provocadores que sean.

Andrea Palet sabe cómo ser una sombra, cuándo hacer silencio y cuáles son los momentos en que tiene que ser invisible. Ahí justamente, dice, está la gracia del trabajo del editor. En su decálogo Brevísimo manual para jóvenes editores, Andrea —chilena, 57 años, periodista, una de las editoras más destacadas y respetadas de Chile y la región— escribe lo siguiente: «Si eres editor es porque te gustan los libros, leerlos, tocarlos, rodearte de ellos, pensarlos, crearlos: bien, ésa y no otra ha de ser tu callada recompensa». 

Por estos días, Andrea celebra la edición del título número 50 de Laurel, la hermosa y preciada editorial independiente que lidera desde 2014. Allí —detrás de cada una de esas tapas, de esas páginas, de esas palabras, de esos procesos a veces muy largos y trabajosos— está la mirada, el olfato, la dedicación, el cuidado, el gusto exquisito y cada uno de los hallazgos de Andrea. Allí está su recompensa y, claro, la de los lectores. 

En estos años Laurel ha editado varios nombres relevantes de las letras latinoamericanas; en su catálogo están los uruguayos Inés Bortagaray, Juan José Morosoli y Fernanda Trías, los argentinos Sergio Bizzio, Juan Forn, María Gainza y Pedro Mairal y los chilenos Álvaro Bisama y Alejandra Costamagna. 

En 2017, contra todo pronóstico, Andrea sacó su primer y único libro; lo publicó Bastante, la editorial de dos amigas y antiguas alumnas que insistieron e insistieron hasta que Andrea finalmente dijo que sí. Leo y olvido es una recopilación de 40 columnas que se publicaron, sobre todo, en medios chilenos entre 1997 y 2013. En el prólogo, Alejandro Zambra escribió lo siguiente: «Pienso que hay que aplaudir de pie, hasta que duelan las palmas, como después de una obra de teatro pero con verdaderas ganas, su trabajo como editora; y sin embargo, tras zamparme en unas pocas horas sus columnas, fantaseo con un mundo paralelo donde, en vez de editar a los demás, Andrea se dedicara jornada completa a escribir cuentos, novelas, ensayos e inclasificables "libros-de-la-almohada"».  

Andrea —lo dice Zambra y tantos otros— escribe como los dioses; además es ingeniosa, para nada solemne, tiene un sentido del humor filoso y desfachatado, responde rápido los correos electrónicos, se ríe con ganas, es genuina y generosa. Su genialidad se puede leer en sus columnas de la revista Dossier de la Universidad Diego Portales y cotidianamente en su cuenta de Twitter @apalet.

Lo que sigue es, entonces, una síntesis de una charla en la que habla sobre sus gustos, sus lecturas y sus olvidos y, también, sobre Laurel y la industria editorial. 

Laurel nace en 2014 como una editorial part-time o de fin de semana. ¿Cómo llegaste a esa fórmula?

Trabajé muchísimos años en editoriales de ensayo, académicas, médicas. Después fui la editora de Ediciones B, antes de que la comprara Penguin Random House. Era una editorial súper comercial española, pero como Chile importaba tan poco económicamente nos dejaban hacer cualquier cosa. En esos años edité todo tipo de libros y encargaba unos proyectos muy ambiciosos. Lo que sucedió es que en 2014 unos amigos me salvaron porque yo no tengo energía emprendedora. Venía de una experiencia pequeña y trunca con una editorial propia. Entonces me vi obligada moralmente a no dejar abandonados a algunos autores que querían publicar sus libros allí. Si no me hacía cargo de sus textos iban a quedar perdidos para siempre. Y a mí me enseñaron a ser responsable, así que me asocié con un grupo de periodistas y nació Laurel. Ninguno era muy joven y todos teníamos nuestros trabajos estables. Laurel no es mi segundo trabajo, es mi cuarto trabajo, pero le dedico muchísimo amor y muchísimo tiempo. Lo bueno de ser freelance es que puedo invertir lo que gano en mis otros trabajos acá, en Laurel. Ahora Laurel cambió su estructura y somos mi hermano y yo y nos asociamos con una librería online.  

¿Qué sucedía en Chile en la segunda década del siglo XXI como para encontrarle un sentido a una editorial independiente y con las particularidades que tiene Laurel? 

Pasaba algo que es muy poco glamoroso de decir y es lo siguiente: las políticas públicas de apoyo al libro empezaron a dar sus frutos. Cuando empecé a trabajar no existía el concepto de editorial independiente. De pronto estas editoriales comenzaron a aparecer y con ellas nació un pequeño circuito; ahí pensé: «Puedo hacer algo parecido». Hay varias cosas que no hago nada bien, pero hay una que sé que hago muy bien: editar. Y eso le dio confianza a algunas personas. Entonces es como una ola, los primeros libros salen bien y así es más sencillo que lleguen los siguientes. Y es lo que sé hacer, me picarían las manos si no tengo qué editar. 

¿Te acordás cómo fue el proceso de edición del primer libro que publicó Laurel?

Me acuerdo de todos los procesos. Por estos días está en imprenta el libro que va a ser el número 50 y me acuerdo de los 49 anteriores. Los dos primeros fueron una herencia de la editorial anterior. Ese primer año también publicamos dos argentinos: Pedro Mairal con un libro de crónicas y Sonia Cristoff. El libro de Pedro era de columnas, columnas que estaban todas en internet, pero él me dejó publicarlas con una intención determinada. Le dije: «Las voy a combinar de esta manera». Me gusta pensar que lo que entra no va a ser igual a lo que sale. También publicamos un libro de citas de cine, otro de cuentos. Tirábamos para todos lados, íbamos probando sin tener nada demasiado claro. Apareció muy tempranamente el nombre de María Gainza, su libro El nervio óptico me lo recomendó Juan Forn. Se fue corriendo un poco la voz de que en Laurel los autores se sienten cuidados.  

Cuando empezaste a pensar en el catálogo de Laurel, ¿sabías que querías poner la mirada en las letras latinoamericanas?

Primero empezó por una cuestión económica. Publicar autores que escriben en castellano no requiere traducción. Pero me di cuenta de que —yo que soy una lectora muy frecuente— nunca había leído bien a los autores latinoamericanos. Viví mis años de juventud en España y en esa época me los salteé por completo; eran los 90 y siento que estábamos aburridos del boom. Estuve 30 años sin leer autores de acá. Me gustaría que a la gente no le suceda lo mismo que a mí. Quiero que nadie sea tan snob de saltearse a los latinoamericanos y lea solo Anagrama. Hay muchas editoriales —muy buenas— en nuestros países que fueron fundadas por poetas, escritores o gente que estudió Letras. Entonces publican muchos libros que son diarios de escritores, cartas de escritores, ensayos literarios y eso funciona súper bien. Yo no quería hacer eso; primero, porque soy periodista y no sé tanto de esos asuntos. Y segundo, porque quería hacer libros para la gente que me rodea, gente muy lectora, pero que son psicólogas, abogados, arquitectos y que no sabe quién es quién si no se les dan algunas pistas. Y esas pistas, que antes estaban en la crítica literaria de la prensa, ya prácticamente no existen. Esa gente de la que hablo leía a Martin Amis, leía Anagrama. Está buenísimo, pero también es importante que la gente sepa quién es (Mario) Levrero o (Juan José) Morosoli. A eso me refiero cuando digo que no hay por qué salir de Latinoamérica. Y todo eso empezó a despertar, creo, con la llegada de la lista Bogotá 39 en 2007. Ese encuentro hizo que los autores se conocieran, se recomendaran, se volvieran a encontrar en ferias, festivales. Y ahora son ellos mismos los que te dicen: «Hay una escritora buenísima». La que me habló por primera vez de Inés Bortagaray fue mi amiga Alejandra Costamagna. Esas conexiones para mí son muy importantes. Me resulta mucho este circuito de buena onda en el que autores y editores latinoamericanos nos hacemos recomendaciones. Si a alguien le gusta realmente la literatura no se guarda los hallazgos. 

Laurel trabaja también con una agencia literaria instalada en Barcelona. ¿Qué rol juegan los agentes en la industria editorial hoy?

Lo que sucede ahora en castellano es lo que sucedió hace 50 años en el mundo anglosajón. Los agentes están empezando a tener muchísimo poder, poder bien entendido porque a ellos les interesa defender a sus autores. Ellos han sido muy importantes en esta tendencia que le conviene a todo el mundo que es que el mismo libro salga en muchos países y en distintas editoriales. Ese escenario es mucho mejor que el que conocíamos hasta 2010: si un autor publicaba con una editorial española grande, su libro difícilmente saliera a otros países. Entonces, ahora, por un interés profesional que es el de tener más contratos por parte de los agentes, hay más ediciones del mismo libro. Para Laurel es muy lindo que haya alguien en España preocupándose porque nuestras novelas se vendan. Son actores relativamente nuevos en el ecosistema editorial y creo que hacen bien en ordenar un poco la casa y ayudar a que no todo sea tan informal para escritores y editores. Hay otro aspecto de los agentes que es muy obvio, pero también muy relevante, y es que cooperan a la hora de potenciar modas y tendencias. Y es chistoso porque es muy fácil darse cuenta cuando empiezan a aparecer frases, categorías y términos que se repiten. 

Si pudieras seleccionar un par de libros que representen el espíritu de Laurel, ¿cuáles serían?

Esa es la pregunta más cabrona de todas, lo bueno es que no me preguntaste cuáles son mis favoritos sino los más representativos. Por supuesto que no son los más vendidos. Para mí hay tres tipos de libros que representan Laurel. Están los que son la primera obra de alguien. Hay 12 libros de nuestro catálogo que son el primer libro de un escritor. Me fascina trabajar con esos libros. También están los latinoamericanos que no son súper famosos. Por último están esas novelas que son inclasificables, aunque no me gusta nada esa categoría porque yo no los encuentro raros. Ediciones como Alfabetos desesperados que es un frankenstein, es un libro largo de fragmentos —muy pocos son de la autora— que están perfectamente hilados. Tengo varios libros editados que son ese tipo de trabajos de ensamble. Y dentro de esta categoría están los que la gente piensa que están mal editados porque sus páginas tienen hoyos como El museo de la bruma, de Galo Ghigliotto o Muertes imaginarias, de Roberto Castillo, el cual en un capítulo es una crónica, otro una entrevista y así. Es literatura con un poco más de esfuerzo, no es vanguardia, pero tiene un poco más de dificultad; la gente se pregunta: «¿Qué estoy leyendo?». Mi mensaje siempre es: «Dejate llevar. La literatura no está para dejarte tranquilo. Todo lo contrario, está para molestarte un poco».  

Fuera del trabajo, ¿qué libros estás leyendo y qué libros te esperan?

Aunque no lo creas, el último libro que terminé es Si las cosas fuesen como son, de la uruguaya Gabriela Escobar; quedé muy impresionada con su trabajo. En Chile lo publicó Overol. También terminé hace poco Madame Chrysanthème, de Pierre Loti. Siempre viví bajo la influencia de El País y del crítico hombre, entonces tenía esa ilusión de que tenía que leer a Loti y que iba a ser buenísimo. Pues no. Es horriblemente malo. No solo es increíblemente racista —que podría entenderse por la época—, además es cursi y malísimo. Es muy increíble cómo hay mitos que se mantienen y eso sucede por el cliché que se repite a través del periodista que le copia al anterior. Así durante décadas. Y el tercero que terminé hace poco es El consentimiento, de Vanessa Springora y también lo encontré muy malo.  

¿Y en ese caso lo abandonás?

No, porque me gusta hablar con propiedad. 

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