Poesía norteamericana
[Traducĕre #9] Marie Howe por Salvador Biedma
Por Salvador Biedma / Martes 27 de diciembre de 2022
Salvador Biedma y Marie Howe (no, no es el mismo perro).
La metafísica más pura y dolorosa realidad. Salvador Biedma recupera un bonus track de la poeta estadounidense Marie Howe (1950) y lo presenta en nuestra última entrega de Traducĕre de 2022. Poemas directos como dardos y desgarradores como solo la vida puede llegar a serlo.
La entrada
No tenía idea de que la entrada que atravesaría
para ingresar finalmente en este mundo
iba a ser el espacio que formó el cuerpo de mi hermano. Él era
un poco más alto que yo: un hombre joven,
pero crecido, él mismo para entonces,
listo a los veintiocho años, tras doblar todas las sábanas,
enjuagar todos los vasos que llegaría a enjuagar bajo la fría
agua corriente.
Esto es lo que estuviste esperando, solía decirme.
Y yo decía: ¿Qué?
Y él contestaba: Esto, mientras sostenía mi sándwich de queso y mostaza.
Y yo decía: ¿Qué?
Y él contestaba: Esto, mientras parecía mirar alrededor.
Practicar
Quiero escribir un poema de amor para las chicas que besé en séptimo grado,
una canción para lo que hicimos sobre el piso del sótano
de la casa de los padres de alguien, un himno para lo que no dijimos, pero pensamos:
Eso se siente bien o Me gusta eso, cuando aprendimos cómo abrirnos las bocas mutuamente
cómo mover nuestras lenguas para hacer que alguien gima. Lo llamamos practicar y
una era el chico y nos pusimos en parejas —tal vez seis u ocho chicas— y apagamos
las luces y nos besamos y nos besamos hasta que estuvimos drogadas de besos y levantamos nuestros
camisones o dejamos caer los lazos y Ahora vos sé el chico:
piso de concreto, bolsa de dormir o sillón, sala de juegos, salón de juego, la habitación del tren, el lavadero.
El sótano de Linda era como un barco con reservados y ojos de buey
en vez de ventanas. El padre de Gloria tenía una barra escaleras abajo con banquetas que giraban,
con alfombras de felpa. Besamos cada una la garganta de la otra.
Chupamos los pechos de la otra y nos dejamos marcas y nunca hablamos de eso escaleras arriba
afuera, a la luz del sol, ni una vez. Lo hicimos y eso era
practicar y dormimos, despatarradas, con las piernas todavía trabadas o cruzadas, una mano todavía perdida
en el pelo de alguien... y crecimos y difícilmente mencionáramos con quién
fue en verdad el primer beso: una chica como nosotras, todavía pegoteada con la crema humectante que habíamos
compartido en el baño. Quiero escribir una canción
para aquel silencio espeso en la oscuridad y el primer puro estremecimiento de deseo inequívoco,
justo antes de que nos obligáramos a frenar.
Después de la película
Mi amigo Michael y yo caminamos a nuestras casas discutiendo sobre la película.
Él dice que cree que una persona puede amar a alguien
y, aun así, ser capaz de asesinar a esa persona.
Digo: No, eso no es amor. Es fijación.
Michael dice: No, es amor. Podés amar a alguien, que después llegue un día
que te veas forzado a pensar «es él o yo»,
pienses «yo» y lo mates.
Digo: Entonces, ya no es amor.
Michael dice: Sin embargo, era amor hasta entonces.
Digo: Tal vez nos referimos a cosas distintas con la misma palabra.
Michael dice: Los humanos son complicados, el amor puede existir incluso en el corazón asesino.
Digo que tal vez lo que él llama amor sea deseo.
El amor no es un sentimiento, digo. Y Michael pregunta: ¿Qué es, entonces?
Caminamos por la Calle 16 Oeste —es una noche clara y sin nubes— y escucho mi voz
repitiendo lo que solía decirle a mi marido: El amor es acción, solía decirle.
Simone Weil dice que cuando amás de verdad sos capaz de mirar a alguien a quien querés comerte y no comerlo.
Janis Joplin dice: Tomá otro pedacito de mi corazón, cariño, ahora.
Meister Eckhardt dice que en tanto amemos imágenes estamos condenados a vivir en el purgatorio.
Michael y yo paramos en la esquina de la Sexta Avenida para darnos las buenas noches.
No puedo tomar toda la bebida de mandarina que acabo de comprarme...
una y otra vez me llevo la lata fría a la boca y chupo esa cosa por
el agujero que dejó la tapita.
¿Qué vas a hacer mañana?, pregunta Michael.
Sin embargo, creo que me está diciendo «Sos demasiado estricta. Sos una monja».
Después pienso: ¿Amo a Michael lo suficiente como para dejar que piense esas cosas de mí aun si no las está pensando?
Sobre Manhattan, la luna mengua y el cielo se vuelve más claro y más frío.
Aunque los días, después del solsticio, empezaron a alargarse,
los dos sabemos que el invierno apenas comenzó.
El cuerpo de mi madre
Bendice el cuerpo de mi madre, la canción primera de su corazón
latiendo y su respiración, su voz, que pude escuchar tenue,
creciendo en intensidad. Desde adentro de su cuerpo escuché casi todas las palabras que decía.
Dentro de esa chica manejé hasta el negocio ida y vuelta, sus pies apretaban
los pedales del coche azul, su voz, primera entrada en las frías mañanas de sol,
la lluvia, la luz de la luna, la caída de la nieve, los perros...
Sus riñones fallaron, el útero en el que alguna vez viví ya no está.
Su cuerpo joven y asombrado me empujó hacia abajo por ese largo pasillo
y mi cuerpo la lastimó, lo sé: 24 años de edad. Tengo edad suficiente
para ser la madre de esa chica, para alisarle el pelo, mirar dentro de sus ojos exultantes y asustados,
sus sábanas manchadas con chocolate, su corazón que fallaba constantemente.
Es una chica, debe haber dicho alguien. Ella debe haberme besado
con su boca, primer dolor, primer aire
y enseguida yo estaba tomando de ella, primer alimento, estaba comiendo a mi madre,
desplomada ella en su silla de ruedas, uno de mis hermanos la empujaba,
a través del pasto nevado, sus ojos fijos, su rostro apartado.
Bendice este cuerpo que ella hizo, mis largas piernas, sus brazos y dedos largos,
nuestra voz que en mi garganta está hablándote ahora.
***
The gate
I had no idea that the gate I would step through
to finally enter this world
would be the space my brother's body made. He was
a little taller than me: a young man
but grown, himself by then,
done at twenty-eight, having folded every sheet,
rinsed every glass he would ever rinse under the cold
and running water.
This is what you have been waiting for, he used to say to me.
And I'd say, What?
And he'd say, This–holding up my cheese and mustard sandwich.
And I'd say, What?
And he'd say, This, sort of looking around.
Practicing
I want to write a love poem for the girls I kissed in seventh grade,
a song for what we did on the floor in the basement
of somebody’s parents’ house, a hymn for what we didn’t say but thought:
That feels good or I like that, when we learned how to open each other’s mouths
how to move our tongues to make somebody moan. We called it practicing, and
one was the boy, and we paired off–maybe six or eight girls–and turned out
the lights and kissed and kissed until we were stoned on kisses, and lifted our
nightgowns or let the straps drop, and, Now you be the boy:
concrete floor, sleeping bag or couch, playroom, game room, train room, laundry.
Linda’s basement was like a boat with booths and portholes
instead of windows. Gloria’s father had a bar downstairs with stools that spun,
plush carpeting. We kissed each other’s throats.
We sucked each other’s breasts, and we left marks, and never spoke of it upstairs
outdoors, in daylight, not once. We did it, and it was
practicing, and slept, sprawled so our legs still locked or crossed, a hand still lost
in someone’s hair . . . and we grew up and hardly mentioned who
the first kiss really was–a girl like us, still sticky with moisturizer we’d
shared in the bathroom. I want to write a song
for that thick silence in the dark, and the first pure thrill of unreluctant desire,
just before we’d made ourselves stop.
After the movie
My friend Michael and I are walking home arguing about the movie.
He says that he believes a person can love someone
and still be able to murder that person.
I say, No, that's not love. That's attachment.
Michael says, No, that's love. You can love someone, then come to a day
when you're forced to think "it's him or me"
think "me" and kill him.
I say, Then it's not love anymore.
Michael says, It was love up to then though.
I say, Maybe we mean different things by the same word.
Michael says, Humans are complicated: love can exist even in the murderous heart.
I say that what he might mean by love is desire.
Love is not a feeling, I say. And Michael says, Then what is it?
We're walking along West 16th Street–a clear unclouded night–and I hear my voice
repeating what I used to say to my husband: Love is action, I used to say to him.
Simone Weil says that when you really love you are able to look at someone you want to eat and not eat them.
Janis Joplin says, take another little piece of my heart now baby.
Meister Eckhardt says that as long as we love images we are doomed to live in purgatory.
Michael and I stand on the corner of 6th Avenue saying goodnight.
I can't drink enough of the tangerine spritzer I've just bought–
again and again I bring the cold can to my mouth and suck the stuff from
the hole the flip top made.
What are you doing tomorrow? Michael says.
But what I think he's saying is "You are too strict. You are a nun."
Then I think, Do I love Michael enough to allow him to think these things of me even if he's not thinking them?
Above Manhattan, the moon wanes, and the sky turns clearer and colder.
Although the days, after the solstice, have started to lengthen,
we both know the winter has only begun.
My mother’s body
Bless my mother’s body, the first song of her beating
heart and her breathing, her voice, which I could dimly hear,
grew louder. From inside her body I heard almost every word she said.
Within that girl I drove to the store and back, her feet pressing
the pedals of the blue car, her voice, first gate to the cold sunny mornings,
rain, moonlight, snow fall, dogs . . .
Her kidneys failed, the womb where I once lived is gone.
Her young astonished body pushed me down that long corridor,
and my body hurt her, I know that–24 years old. I’m old enough
to be that girl’s mother, to smooth her hair, to look into her exultant frightened eyes,
her bedsheets stained with chocolate, her heart in constant failure.
It’s a girl, someone must have said. She must have kissed me
with her mouth, first grief, first air,
and soon I was drinking her, first food, I was eating my mother,
slumped in her wheelchair, one of my brothers pushing it,
across the snowy lawn, her eyes fixed, her face averted.
Bless this body she made, my long legs, her long arms and fingers,
our voice in my throat speaking to you now.
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SOBRE LA AUTORA
Marie Howe nació en Rochester (Nueva York, Estados Unidos) en 1950. Su primer libro, The Good Thief (El buen ladrón), fue elegido por Margaret Atwood en 1988 para aparecer como parte de The National Poetry Series. En 1994, Howe armó con Michael Klein In the Company of my Solitude (En compañía de mi soledad), una antología de testimonios y ensayos relacionados con el sida. En 1998 se editó What the Living Do (Lo que hacen los que viven), su segundo libro de poemas, al que le siguieron The Kingdom of Ordinary Time (El reino del tiempo ordinario) en 2008 y Magdalene (Magdalena) en 2017. Fue poeta laureada del estado de Nueva York entre 2012 y 2014, entre muchas distinciones importantes que ha recibido. Se dedica a la docencia universitaria.
SOBRE LA TRADUCCIÓN
En 2021 Postales Japonesas editó en Argentina El buen ladrón, el primer libro de Marie Howe, que había sido elegido a fines de los 80 por Margaret Atwood para que se publicara como parte de The National Poetry Series. En un momento pensé que quizá se podía sumar en la traducción una suerte de «bonus track», una selección de poemas de sus otros tres libros. Howe publicó sólo cuatro libros de poesía, con una diferencia casi exacta de una década entre uno y otro. Lo señalo y lo valoro en una época en que, creo, hay cierta ansiedad por sacar libros. Llegué a una segunda o tercera versión en castellano de algunos poemas para el supuesto «bonus track», pero al final abandoné la idea. De ahí están tomados, después de revisar y corregir muchas veces, estos textos.
Una de las grandes dificultades de traducir a Howe (y a muchos poetas estadounidenses de las últimas décadas) pasa por encontrar un tono adecuado, que mantenga correspondencia con los poemas originales. Que suene fluido, no artificioso, tampoco excesivamente «coloquial» –para decirlo de algún modo–, con cierta simpleza que permita detenerse en espacios cotidianos a los que les cabe un valor trascendente a través del primer beso, de una charla sobre el amor, de la bendición del cuerpo de una embarazada, de una conversación reiterada en la cocina con un hermano que murió a los 28 años a causa del sida. Un tono que a la vez pueda abrirse a la abstracción, a determinados juegos simbólicos y al lirismo sin que eso suponga un salto o un cambio.
Al hablar de ciertos poemas o de ciertos libros, uno siente que lo mejor es callarse rápido, correrse del medio, decirle al otro en tono amistoso «no sirve nada de lo que diga, vos leé los poemas, ahí está la cosa». Entonces, hago lo mejor que podría hacer, lo que conviene a quien traduce: me vuelvo invisible.
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