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poéticas

Acerca de los modelos poéticos

Por Roberto Appratto / Lunes 27 de noviembre de 2017
«Terra», de Décio Pignatari
Roberto Appratto sigue reflexionando sobre el arte de la poética y esta vez propone pensar acerca de los modelos poéticos. ¿Cuáles son? ¿Qué poetas son nuestros maestros a través de la lectura de sus obras? ¿Podemos ser nosotros mismo modelos poéticos para nuestros escritos?

Leer una novela es comparar modelos, cambiar modelos, no comparar ni cambiar «ideas» o conceptos.

(A ilusao da contigûidade, Décio Pignatari, revista Através, San Pablo, 1977, traducción mía.)

Empiezo por el epígrafe: Décio Pignatari, uno de los poetas concretos brasileños, habla en ese artículo de «modelos» de lectura, y se refiere a la lectura de novelas. Nada impide trasladar ese razonamiento, que opone modelos a ideas o conceptos y sitúa a los primeros en el eje de la similaridad y a los segundos en el de la contigüidad, a la lectura de poesía. Quedémonos con una paráfrasis: leer es comparar modelos. Y desde ahí, establecer semejanzas y diferencias entre los distintos textos que ofician de modelos, tanto para la lectura como para la escritura, que puede seguir a la lectura, que puede hacerla activa, a manera de reserva cultural que todo poeta pone en ejercicio en el momento de escribir. Si leer es comparar modelos, escribir es encontrar semejanzas entre la propia escritura y los modelos a los cuales ha decidido aproximarse, como un ícono (en la propuesta de Décio, tomada a su vez de una de las tantas clasificaciones de signos de Charles Sanders Peirce) de lo que desea para su escritura poética. El ícono es la representación inmediata de una semejanza, no una copia, ni una argumentación, ni un símbolo.

Si escribir implica tener modelos, la escritura se moldea a la luz de procedimientos y actitudes que se leen (y se eligen) en ellos. El que escribe poesía tiene como modelos a Lezama Lima, a Nicanor Parra, a T. S. Eliot, a Idea Vilariño, a Benedetti, a Juan Luis Martínez, a Neruda, a Zurita, a Ezra Pound, a Octavio Paz, a Allen Ginsberg, a Leopoldo Panero, no por lo que dicen, sino por lo que hacen. Uno escribe pensando en esos y en otros como modelos formales de su deseo, en un acto permanente de actualización de lecturas. Esa noción de modelo actuante se afina, se expande, se orienta en distintas direcciones de acuerdo con lo que uno mismo va haciendo; el poeta modifica, si puede, su respuesta a la presión cultural de esos modelos, a su condición de indiscutibles o de prestigiosos. Pero lo fundamental es que esos modelos son usados de manera más o menos consciente, y que su uso está determinado por el gusto, por un modo de concebir la poesía que se conecta de inmediato con uno, con esa parte de uno que sale para escribir poesía. Cada vez que lee, y que se lee a sí mismo, un poeta compara modelos entre sí y con su práctica, que no puede evitar ser también una teoría de la poesía. De ahí deriva la exigencia constante de escribir mejor, de acercarse, aunque sea un poco, a Wallace, a Stevens o a Pessoa. Si no hay eso, no hay poesía.

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