Mundos propios y compartidos
Día de la Niñez y la lectura
Por Escaramuza / Martes 13 de agosto de 2024
El escritor Roald Dahl en Amsterdam, 1988, les lee a varias niñas y niños. Rob Bogaerts/Anefo via Nationaal Archief.
La lectura compartida posee la virtud de ofrecer el amor por la letra escrita y, ojalá, formar futuros lectores. Sin embargo, sabemos que es un vínculo de ida y vuelta. Hablamos con Natalia Zito, Valentina Ronqui, Ana Elisa Ribeiro, Manuel Soriano, Horacio Cavallo, y Julia Ortiz sobre el cambio en nuestra noción de lectura cuando leemos para la infancia.
Para empezar, hubo dos preguntas: ¿cambió tu noción de la lectura al leerle a hijas, hijos, sobrinas, sobrinos o cualquier representante de la infancia? ¿Guardás alguna anécdota preciosa a este respecto? Lo que sigue son varias experiencias en torno a la lectura compartida y el impacto en la noción de leer propia.
Natalia Zito, escritora y psicoanalista (Argentina)
Apareció un placer por la lectura en voz alta que antes no tenía, un gusto por la entonación y el sonido de las palabras, incluso por la dramatización de diversos personajes. En algunos casos, diría que se instaló alguna asociación inédita en mí, entre lectura y juego, que antes de tener hijos y leerles cada noche, no conocía. La ceremonia de la lectura cada noche fue también la forma en la que aprendieron a dormir cada uno en su cuarto, la forma de transmitir que leer es esa forma fascinante de irse al propio mundo.
Más que una anécdota, es algo que muestra, no mi gusto por la lectura y la literatura, sino mi total fanatismo y su consecuente falta de criterio. Cuando mi hijo mayor tenía seis años, durante las noches de varios meses, le leí El viejo y el mar, de Hemingway. Y, para mi sorpresa, no solo mantenía la atención sino que por momentos hacia comentarios críticos, cosa que en lugar de ayudarme a pensar que quizá no era una historia para un niño tan chico, renovaba mi ímpetu de lectura. Recuerdo también mi voz quebrada, mi forma de fracasar al disimular el llanto, en alguna escena cerca del final. Recuerdo mi escena, no la de la novela.
Valentina Ronqui, maestra, doctora en psicología e integrante del Laboratorio de Lectura
Como soy maestra, mi experiencia al leerle a niños siempre fue a mis alumnos, de primero a sexto. Siempre leí mucho, elegí autores que me divertían, que me habían leído en la infancia. Leía en momentos como la vuelta del recreo, o cuando nos estábamos por ir, momentos en que era necesario cortar las tareas tediosas, tener una pausa de disfrute y descanso. No sé si cambió mi concepción de la lectura, pero sí que fue algo que me salió naturalmente porque a mí me leían mucho de chica. Elegí especialmente libros como Pateando lunas, y ahí fui redescubriendo las historias que había leído en la infancia. Era un momento muy placentero. Les leía un capítulo por día y se mantenían enganchados queriendo saber lo que iba apasar. Aunque a veces eran niños que tenían buena fluidez lectora, yo les leía para que fuera descanso. Descubrí que me gustaba hacer las voces, los personajes, interpretar ese texto para ellos.
Como anécdota, ocurre que hay alumnos que ya no están en la escuela, pero que me recuerdan por los libros que les leía. El año pasado, la madre de una niña que está en cuarto de liceo me escribió contando que su hija fue a la biblioteca y sacó Las aventuras de Súper Pocha, de Helen Velando, pues le hacía abordar a cuando estaba en tercero de escuela y yo le leía. También me pasó de un profesor de Historia con el que trabajábamos en un centro. Una vez hizo una cajita de preguntas en Instagram preguntando qué libros habían leído en la infancia. Un alumno mío mencionó La niebla, Tan azul y Pequeña ala, que Valentina le había leído esa trilogía y era lo que más recordaba. En general, en la escuela los libros se usan para algo. Pero yo en estos casos no los usaba para algo específico. Me lo pedían, lo disfrutábamos y lo recuerdan muchos años después.
Horacio Cavallo, escritor
Lo que provocó, en realidad, esa lectura para otros, fue volver a la lectura compartida. No sé desde cuándo tenemos esa cosa de que escuchamos historias inventadas (no leídas) o las leemos con los ojos, como decía la maestra, pero leer para otros no sé por qué tiene algo escondido que no termino de entender. Como si se viera mal. Sin embargo, una vez escuché que en Cuba los más letrados son los que armaban habanos porque tienen gente leyéndoles todo el día mientras trabajan. A veces distrae la voz del otro. A veces seduce, ayuda al texto. Igual entre leerle un cuento a un niño o inventarle uno, sigo prefiriendo lo último.
Ana Elisa Ribeiro, editora, escritora y académica (Brasil)
Siempre le leí a mi hijo cuando tenía seis, siete años. Había muchos libros en casa que me regalaban amigos editores o que yo obtenía por evaluaciones que tenía que hacer. Mi hijo interactuaba con los libros, reaccionaba, comentaba y yo le releía algunos de sus preferidos. Recuerdo que él no sabía leer, pero los memorizaba. Se acordaba del texto que estaba en cada página, era capaz de contar la historia como la si estuviera leyendo. Cuando la historia se acababa de una manera medio abierta, él creaba otras partes, continuidades, no se terminaba y era gracioso. Le gustaban libros con misterio, con un poco de miedo, había uno de brujas que le gustaba. Otro de una mula sin cabeza y otros bichos medio misteriosos. Con eso, recreamos varias historias. En el momento de dormir, pasábamos tiempo juntos. No sé si mi noción de lectura cambió, pero yo sabía que tenía que hacer eso para estimular la imaginación y el lenguaje en él. No fue suficiente para formar una persona con hábito de lectura, pues hoy tiene veinte años y lee poca literatura. Consume materiales que lee en el celular, como manga, y yo no tengo esa afinidad. No se ve lo que lee, no veo la tapa, los colores: el equipamiento escamotea lo que lee por detrás de la pantalla. Sé que es un lector de ese género. Tiene algunos libros que pidió, pero el tipo de lectura que hace es de otra manera. Hace poco me pidió una edición buena de Dante, pues quería leer el Infierno. Se la regalé, en una buena traducción, y le pregunté por qué quería leerlo. Me dijo que lo referían en un juego online. Lee también relatos de crímenes. Hoy tengo un sobrino de seis años, le regalo libros y espero que sus padres puedan hacer esa mediación.
Manuel Soriano, escritor y editor
Por las noches le leo a mi hija y ella me lee a mí. No es tan ejemplar como parece. Tiene ocho años y dice que no se puede dormir sin un murmullo de fondo. Ella lee primero, estamos terminando el primero de Harry Potter. Me acuesto en el piso con un peluche de almohada. Me gusta escuchar su voz y comprobar que sabe el sonido de cada palabra. Después de un par de páginas dice que me toca a mí.
Cuando me toca a mí, le leo lo que sea que esté leyendo en ese momento. Ahora es Ciencias ocultas, de Mike Wilson. Se la presento como la novela más aburrida del mundo, y entonces ella gira y cierra los ojos y se pone en actitud de dormir. Leo a Wilson en voz alta. No le había podido entrar a este libro hasta que lo empecé a leer de esta manera. No me interesan sus intrigas, pero cada cosa que describe tiene una precisión asombrosa, y yo puedo reproducir esa maravilla con mi voz en medio de la noche. Mi hija ya se durmió, pero sigo leyendo un buen rato.
¿Qué le quedará a ella de todo esto que le leo entresueños? Me pregunto si no le estoy depositando información directo en el subconsciente, una serie de mensajes que ella desconoce y que guiarán su vida desde las tinieblas. Quizá exagero. Por las dudas omito o apago el sonido de algunas palabras: mierda, funeral, bisiesto, divorcio, siamés, semen.
Hace un tiempo le pregunté si recordaba algo del cuento que le había leído la noche anterior. Era uno de Amy Hempel. «Solo me acuerdo de que había un perro», me dijo.
Julia Ortiz, editora y escritora
Lo que pasa es que no es la misma lectura, cuando le leés a alguien más aquello que era una práctiva privada se vuelve algo público, y toma un cierta dimensión espectacular. La niña es una audiencia que hay que cautivar. Entonces también al leer se edita, cambiando una palabra ahí, un énfasis allá. Mientras se puede claro, porque después los niños reclaman la fidelidad a la letra escrita, al menos en mi experiencia.
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