Francisco «Paco» Espínola
El arte de escribir poco y de hablar mucho
Por Hugo Fontana / Lunes 12 de julio de 2021
Foto: Anáforas
«¡Que hereden mis admiraciones!» se proponía Francisco Espínola, escritor, pensador y conductor del programa de televisión Francisco Espínola nos acerca a los clásicos, cancelado en 1967. Hugo Fontana, en un paseo por la literatura rioplatense, nos anima a recordar la figura de este autor cuya admiración y curiosidad fueron motor cultural.
A más de cincuenta años, aún no se borra de mi memoria una imagen extraña y cautivante que entrando en la adolescencia presencié más de una vez. Eran los primeros tiempos de Canal 5, el canal oficial, en el que se emitían programas hoy absolutamente impensables para una grilla plagada de concursos de dudosas destrezas, engaños y mal gusto. Teatro de grandes autores nacionales e internacionales adaptado a la pantalla, ciclos de cine en los que se podían ver desde muestras del neorrealismo italiano (directores como Luchino Visconti, Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Federico Fellini entre otros) y de la nouvelle vague (François Truffaut, Jean-Luc Godard, Alain Resnais, Éric Rohmer), algunos filmes realizados durante la Primavera de Praga (La tienda de la calle mayor, Trenes rigurosamente vigilados, Los amores de una rubia) y hasta numerosos títulos de Ingmar Bergman, estaban al alcance de un público vasto y curioso. Pero la imagen que no me ha abandonado es la de un señor de rostro caballuno, lentes ligeramente circulares, obligado traje y corbata, que hablaba de Cervantes, de otros autores clásicos y de sus obras maestras mientras armaba un tabaquito frente a cámaras, lo ensalivaba, lo encendía, y cada tanto chistaba, supongo yo, a los funcionarios de piso exigiéndoles silencio.
Su nombre no me era del todo desconocido, porque ya en la escuela casi todos los fines de curso me tocaba interpretar alguno de los personajes (secundarios, por suerte) de un libro para niños que las maestras se empeñaban en adaptar para despedirnos hasta el año siguiente. El libro en cuestión, Saltoncito, lo había escrito Francisco «Paco» Espínola, quien de forma honoraria conducía el programa Francisco Espínola nos acerca a los clásicos, que se emitía tres veces por semana, y en el que comentaba pasajes de las inagotables aventuras del Quijote y de otros personajes no menos importantes y valerosos. Pero aquellos no eran años buenos para el país y el gobierno presidido por Jorge Pacheco Areco decidió levantar el ciclo (¡demasiada cultura, habrase visto!). Su última aparición tuvo lugar el 29 de setiembre de 1967, y Paco, tras haber hablado de Virgilio, de Rilke, de Rodin, se despidió con estas frases:
Viejo ya, después de haber vivido intensamente —como pocos en el Uruguay contemporáneo—, de haber sufrido tanto, estudiado tanto, pensado tanto, amado tanto, contra viento y marea, perdonado tanto; viejo ya, me impiden hoy el seguir satisfaciendo una aspiración, la más acariciada, que voy a revelarles con palabras ajenas, otra vez, del viejo titán de la cultura moderna, de Augusto Rodin: «¡Que al menos mi esfuerzo no se pierda para los demás! ¡Que hereden... que hereden mis admiraciones!» [...] Y nada más. ¡Adiós, adiós, mis amigos!
Espínola había nacido en San José en octubre de 1901, en el seno de una familia de honda raigambre blanca (su padre había peleado en las guerras civiles de 1897 y 1904), y a pesar de su filiación ingresó a la masonería en la Logia Dupla Alianza, de su ciudad natal, a comienzos de 1928. En enero de 1935, junto a un grupo de desharrapados amigos y correligionarios, se unió a una suerte de rebelión que quiso enfrentar el golpe de Estado que el Dr. Gabriel Terra había dado en marzo de 1933. La acción en la que Paco intervino ocurrió en Paso Morlán, sobre el arroyo Colla, en el departamento de Colonia, y poco le costó a las fuerzas gubernamentales acabar con la desorganizada montonera —contaban, por dar un ejemplo, con más combatientes que armas—, dejando varios muertos en el campo de batalla y unos cuantos hombres encarcelados en la Isla de Flores, entre ellos el propio Espínola.
Para ese entonces él ya había publicado tres libros: los cuentos de Raza ciega (1926), el ya mencionado Saltoncito (1930) y la novela Sombras sobre la tierra (1933), y a esas escasas obras le seguiría un puñadito de cuentos, ensayos y una novela que no llegó a terminar, Don Juan, el Zorro, fragmentos de la cual se publicaron en 1984, más de diez años después de su muerte, ocurrida en junio de 1973. «Hay quien sostiene —no sin razón aparente— que buena parte de la mejor obra de Espínola es la que contó y jamás escribió», sostuvo alguna vez Enrique Estrázulas. «Artífice del diálogo y de la inventiva, todo aquel que lo conoció pudo disfrutar de sus calidades de narrador natural, de su fenomenal dominio de la palabra. Paco iba dejando sus relatos en cafés, en casas de amigos, en aulas azoradas, en audiciones y en calles.» Y así se lo recordará para siempre: un hombre tan habilidoso para contar en voz alta y tan avaro para escribir en silencio, lo que no obstante, al igual que pasó con unos pocos elegidos —pienso en Juan Rulfo— le alcanzó para permanecer imborrable durante décadas.
«En mis primeros años, lo veía caminar por las calles de Punta Carretas», recordaba Estrázulas. «Llevaba un sombrero negro y aludo que lo hacía algo sombrío, las manos hacia atrás y un cigarro negro casi siempre apagado en la boca. Ese hombre pasaba todos los días. Yo no sabía quién era. A veces se perdía en la costa, bordeando la farola. Parecía atónito en el paisaje, observador de todo cuanto le rodeaba.» Ese hombre fue el autor de algunos de los mejores cuentos escritos en Uruguay, entre ellos, obviamente, «¡Qué lástima!» y «Rodríguez», y quien en Sombras sobre la tierra supo acercar la literatura nacional a la frontera urbana del bajo, con sus seres desvalidos aunque siempre esperanzados. La crítica mucho ha escrito sobre las características y los aciertos de sus títulos. No era la intención de esta nota agregar una sola palabra a todo ello, sino apenas rememorar una imagen intacta, de allá lejos y hace mucho tiempo.
Rodríguez:
Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.
A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
—¿Va para aquellos lados, mozo? —le llegó con melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
—¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro, y de golpe, quedó cual la del cordero.
—Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer? Decía Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
—Alégrate, alégrate mucho, Rodríguez —seguía el ofertante mientras en el mejor de los mundos, se atusaba sin tocarse la cara, una guía del bigote. —Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
—Mirá, vos no precisás más que abrir la boca…
—¡Pucha que tiene poderes, usted! —fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.
A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala, Sin abandonar el trote se puso a liar.
Entonces, en brusca resolución el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
—¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, fijate en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche.
Seguro de que, ahora sí, había pasmado a Rodríguez y no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:
—¡Mirá!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, le fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
—¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
—¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
—Esas son pruebas —murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.
Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.
—¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?
Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.
—¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! —se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.
Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
—Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡Por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
—¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.
—¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito —hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo— seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.[1]
[1] Espínola, F. «Rodríguez», Raza ciega y otros cuentos. Montevideo: Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1967, pp. 169-173.
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