Lápiz sobre la página
El lector de subrayados
Por Martín Bentancor / Viernes 12 de abril de 2024
Intervenciones de Nabokov sobre «Mansfield Park», de Jane Austen.
En este texto, el escritor Martín Bentancor evoca los albores de su condición de subrayador serial de libros, a partir de la práctica sostenida de un amigo lector.
Conocí a mi amigo Daniel Da Silveira en el año 2001, en la entonces flamante sede de la Facultad de Ciencias de la Comunicación en el Buceo, un edificio lleno de esquinas, con salones iluminados por una luz blanca cenital, hospitalaria. Da Silveira dictaba Historia del Cine (asignatura optativa de Cuarto Año) los sábados de mañana, en uno de los salones de la planta baja, y como todas sus clases incluían la proyección de una película, el espacio se diferenciaba del resto por el aspecto penumbroso, catacúmbico, y el silencio que emanaba hacia el patio interno, de continuo surcado por voces y ruidos. Prácticamente no intercambiamos palabra durante el curso, al margen de algún comentario puntual sobre ciertos términos técnicos que aparecen en El tragaluz del infinito, de Noël Burch, libro guía del programa. Fue algunos meses después, en la escalera que conectaba el primer piso con la planta baja (yo subía y él bajaba o yo bajaba y él subía) cuando nos cruzamos y conversamos fugazmente sobre Jim Thompson. Ahora que lo pienso con más detenimiento, es probable que aquel día de la escalera él subiera y yo bajara, porque Da Silveira llevaba colgada sobre el hombro la bicicleta y me dijo que tenía que irse de inmediato porque su hijo lo esperaba para almorzar, pero que podíamos seguir la conversación otro sábado en su casa, que anotara la dirección, que la comida siempre era la porción justa para los dos comensales residentes pero que había un McDonald's enfrente por si tenía mucha hambre.
Evoco ahora el viaje en ómnibus desde la parada frente al Montevideo Shopping hasta 21 de setiembre y Ellauri, el edificio gris sobre Ellauri, el timbre del apartamento con el cartel descolorido al lado, la larga espera en la entrada hasta que Da Silveira apareció desde el fondo del pasillo, la subida por el recoveco de la escalera, el recibidor en penumbras atiborrado de libros, el olor a gatos y a incienso, la sala rodeada por más libros y los dos sillones enfrentados al final, mientras afuera, a través del cortinado, la tarde se trocaba de un amarillo intenso a un sepia descolorido sobre la vegetación del patio interno, con el ruido del tránsito de Punta Carretas alcanzándonos en sordina. Hablamos —más bien habló Da Silveira— de muchas cosas, en un discurso arborescente y engañosamente deshilvanado, que nunca perdía de vista el nudo principal, aunque las bifurcaciones, notas al pie, asteriscos, grampas de memoria y eventuales iluminaciones parecían querer desmontarlo todo dos por tres. Las penumbras crecientes de la tarde que caía y la cabeza rapada a cero de Da Silveira me hicieron pensar en un coronel Kurtz especialmente verborrágico, sin la obesidad ni los tics de Brando pero con el mismo dominio de la escena. En medio de aquel monólogo, dos por tres se me permitía introducir algún monosílabo, cuando no una frase de cuatro o cinco palabras. En un momento de la tarde hablamos —más bien habló Da Silveira— sobre Nabokov, cuyos libros El ojo, La verdadera vida de Sebastian Knight y Rey Dama Valet yo había comprado poco tiempo atrás en la librería Beltrame-Regina. Da Silveira se puso de pie y buscó un rato en uno de los estantes cercanos para mostrarme su ejemplar de Cámara oscura (el primer título en español con el que apareció la novela Risa en la oscuridad), la edición de Cosas transparentes de la editorial Versal y otros tesoros que solo podían despertar la codicia de un lector prácticamente virginal de Vladimir Vladimorovich. Me dijo que me llevara el libro que quisiera pero que, en tren de recomendar, sería mejor que leyera Opiniones contundentes, el volumen de entrevistas publicado por Taurus.
Cuando salí hacia la parada ya era de noche y un frío intenso, que se colaba por entre la campera bajo la forma de estocadas finísimas, subía desde la rambla cercana. En el viaje en ómnibus hasta la Terminal de Río Branco para tomarme el interdepartamental que me regresaría a casa, saqué el ejemplar de Nabokov para ojearlo. Tiempo después compré dos copias de la misma edición de segunda mano (le regalé una a alguien) y también la versión aumentada que publicó Anagrama en la colección Argumentos, y a lo largo de los años he releído las entrevistas varias veces, pero Opiniones contundentes será siempre para mí aquel ejemplar de Taurus que me prestó Da Silveira. Ya tendría tiempo de deslumbrarme con los acerados dardos nabokovianos que atraviesan el libro, empezando por la famosa frase inicial («Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño»), así como constatar, por confesión del propio autor, que todas las respuestas a las preguntas de los entrevistadores fueron puntillosamente escritas de antemano, que no se trataba de salidas originales, pensadas y emitidas en el momento, y que Nabokov remitía las contestaciones con el expreso pedido de que no se alterara ni una coma. Pero no es eso lo que recuerdo ahora ni lo que me interesa escribir acá. Lo que me llamó la atención de aquel ejemplar prestado por Da Silveira fue la variedad de subrayados que atravesaban el libro. Había subrayados con grafo azul, tinta negra y fibras verdes y naranjas. Algunos pasajes, además del subrayado de un lápiz o una lapicera también estaban pintados con fibra, lo que delataba el encantamiento ante el texto en cuestión de dos lectores diferentes o del mismo lector en lecturas distanciadas. El trazado de la mayoría de los subrayados era tan perfecto que parecía hecho con una regla, aunque los bloques pintados por las fibras a veces se extendían demasiado sobre los márgenes, como si la mano, presa del ímpetu o el frenesí del hallazgo, no hubiese logrado detener a tiempo la iluminación. En ocasiones el subrayado era de una única palabra (como el vocablo «ninfolepsia» en la página 75), en otras se trataba de una sola oración desprendida del párrafo mayor que la contenía (como «Mirada objetivamente, nunca he visto una mente insana más lúcida, más señera, mejor equilibrada que la mía», en la página 114, doblemente marcada con tinta negra y fibra verde), y en otros casos, un corchete sobre la izquierda del párrafo, apuntalado por dos asteriscos, establecía un llamado de atención sobre todo el conjunto, como en el largo pasaje de la página 121 que comienza con la oración «Los clisés y las convenciones se multiplican con notable rapidez».
En sucesivas visitas a la biblioteca de Da Silveira descubrí que los subrayados conformaban un complejísimo sistema que regía, más que el agrupamiento por autores, temas o editoriales, la propia disposición de los centenares de libros que ocupaban los estantes. Al igual que su ejemplar de Opiniones contundentes, la mayoría de los volúmenes tenía diversos tipos de subrayados e, incluso, subrayados dentro de subrayados, porque si en una primera lectura la mano había marcado determinado pasaje, una segunda incursión hecha con otro lápiz mecánico o lapicera se había detenido en un fragmento del primer subrayado, como si la idea, la imagen, la figura o el vocablo a destacar por segunda vez se deslizara de la totalidad que lo contenía hasta convertirse en una única pieza de sentido. Un tercer subrayado, o quizás hubiese sido el primero o tal vez el segundo, le había agregado al pasaje destacado un comentario en el margen o un signo de exclamación, o un asterisco, o una doble flecha o un «bobada» escrito con una rabiosa mayúscula y que en su destellante concreción parecía negar el hechizo o la fuerza del primer subrayado.
Cerraré esta evocación del lector de subrayados con el recuerdo de una tarde en que caminábamos con Da Silveira por Buenos Aires, rumbo a un evento literario en el que yo debía perorar sobre alguna de esas generalidades de las que siempre hablamos los escritores. En una librería de segunda mano sobre la avenida Corrientes, Da Silveira compró por chirolas un ejemplar de Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, publicado por la editorial española Edisven en 1969, con el lomo algo ajado, la parte superior derecha de la tapa bastante deteriorada y completamente subrayado por el prolijo trazo de lápiz de un anónimo subrayador. Antes de llegar a nuestro destino, paramos en el local que Juanjo, un amigo anticuario, tenía en aquel tiempo sobre los fondos de una galería comercial, con el propósito de tomar un café y conversar un rato. En medio de la charla, Da Silveira fue hasta una papelería cercana, compró una goma de buen tamaño, se acomodó en el mostrador de Juanjo y comenzó a borrar con extremo cuidado los subrayados del Berlin Alexanderplatz. Al rato partí hacia el evento literario y, aunque Da Silveira me dijo que en breve me alcanzaba, cuando regresé al local dos horas y media más tarde, lo encontré terminando de borrar las líneas trazadas en el libro. Exhibió entonces el ejemplar sin rastros de lápiz, a la espera de sus propios y sucesivos subrayados.
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