El arte de la discreción
La difícil tarea de no ser nadie
Por Santiago Cardozo / Lunes 25 de febrero de 2019
En tiempos de sobreexposición en redes sociales y otros medios, Santiago Cardozo nos propone la lectura de La discreción o el arte de desaparecer de Pierre Zaoui, filósofo francés para quien la discreción se constituye como una forma de resistencia a partir de la contemplación del otro, desde la distancia, y sin la posibilidad de intervenir ni dar lugar a la apariencia.
La discreción es, hoy día, algo difícil de lograr, un bien que escasea, cuya ausencia puede constituir uno de los signos de los tiempos que corren, en los que se quiere figurar, en los que se quiere «aparecer en la foto» de la historia, digamos, aunque sea una historia muy en minúscula. De hecho, la discreción parece ser contraria al deseo de apariencia que vemos, por ejemplo, en las redes sociales y en revistas de dudoso prestigio social (pero, se sabe, no solo en ellas).
Según explica Zaoui en La discreción o el arte de desaparecer (arpa editores, 2017), la discreción tiene que ver con el tiempo, específicamente con una especie de puesta entre paréntesis de la larga duración para abrir algo así como un paréntesis breve o efímero desde el cual se contempla el tiempo de otro, se lo ve transcurrir desde las sombras: el tiempo y el otro son dos «elementos» constitutivos de la discreción, que se reinterpretan en la mirada del discreto. Y así, entonces, ocurre esa suerte de epifanía de la discreción: uno se advierte contemplando, a la distancia requerida, el uso del tiempo del otro, y el tiempo propio se suspende en su valor de uso, en su utilidad mercantil, volviéndose un fin en sí mismo. Hay un otro, pues, que está haciendo cosas y yo, distanciado, me hago invisible, y desde la invisibilidad observo cómo ese otro dispone su vida alrededor de ese pequeño fragmento de tiempo.
En este sentido, la discreción posee una dimensión inherentemente política, no difícil de advertir, en la medida en que «no se trata solo de una cuestión quizá un poco anticuada de tacto, de atención al otro, de respeto por los convencionalismos, sino de una cuestión de resistencia a un nuevo orden establecido: el que pretende identificar el ser con el aparecer y el valor con la visibilidad»; y sobre todo, es un «aprender a abandonar la orden de presentarse a sí mismo y de la vigilancia generalizada», porque «es entrar en una cierta forma de disidencia», porque «toda resistencia seria y modesta siempre comenzó por la aceptación de una cierta clandestinidad, es decir, por el arte de andar pegado a la pared para no hacerse notar, el arte de la discreción».
Pero la cosa no queda por acá: la discreción está cerca de la muerte, por un lado, puesto que podemos experimentar, al menos por unos segundos, cómo el otro vive sin nosotros, o cómo nosotros nos situamos detrás del telón de la vida cotidiana y observamos lo que en ella sucede sin tener la menor posibilidad de intervenir y, por otro lado, puesto que asumir la discreción implica también asumir, contra todo ego, que el mundo nos trasciende y que, sin aspavientos de ninguna clase, vamos lentamente hacia la muerte (recordamos aquí el Dasein heideggeriano). Suprema enseñanza, pues: el mundo puede prescindir de nosotros sin problema alguno.
Entonces, ¿asumir una vida discreta no implica, en la misma medida, asumir la muerte como un avatar de la vida, aunque, precisamente por ello, adopta la discreción un «valor político» relativo a un compromiso con el otro y con el mañana que ya no nos tenga entre sus habitantes, a una ética de relacionamiento con el prójimo? En este sentido, Zaoui sostiene que «la discreción no puede reducirse simplemente a un tema de buena conducta o de justa reserva privada, ni a una alegría reservada a las almas públicas, que de cuando en cuando tendrían el derecho a “alegrarse” del (re)descubrimiento de que los otros existen».
Tal vez la discreción, sugiere Zaoui, sea inmemorial, porque, dice el filósofo francés, está inscripta en la naturaleza animal: pasar desapercibido es un recurso de supervivencia, tanto para escapar de los depredadores como para conseguir la comida. Paradójicamente, en la misma proporción, la vida natural (y podemos agregar nosotros: también la «artificial») es llamativa: colores, ruidos, gestos ampulosos para aparearse o para repeler al enemigo, griteríos mediáticos para hacerse notar y cobrar algunos mangos, videos caseros para contar, no sin alguna lágrima de patetismo, el último dolor de estómago que nos aqueja, etc. Pero esta tesis se abandona enseguida, desde el momento en que se asume la existencia de una dimensión moral de la discreción (la discreción llega a identificarse con la moral misma), por lo que tiene que ver con las conductas de los hombres entre los hombres, con la conducta social.
Después de realizar un breve recorrido por la filosofía de los clásicos griegos (Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, Epicteto, y hasta Diógenes como el «antidiscreto» por parresiasta); introduciendo una y otra vez palabras de Nietzsche para iluminar las cosas; procurando hacer, en fin, una pequeña genealogía de la discreción, que pasa por el trabajo de Norbert Elias La sociedad cortesana y algunos textos de Baudelaire, de Kafka y de Lévi-Strauss, Pierre Zaoui llega al punto crucial de su libro: la discreción como una invención monoteísta, particularmente del judaísmo y del cristianismo. Como sea, un fondo religioso resuena en la experiencia de la discreción, que no permite la confusión instrumental, del tipo de soy discreto porque oculto ciertos planes o secretos macabros, soy discreto porque me avergüenzo en público, soy discreto porque tejo pacientes estrategias de seducción.
Tres son los puntos de referencia que toma Zaoui para hacer derivar la discreción del pensamiento religioso monoteísta: Santo Tomás, con la idea de humildad en tanto que reconocimiento de lo que hay de divinidad en el otro; Isaac Luria y su teoría del tsimtsum, es decir, la idea de que la creación divina proviene de un acto de contracción, de retiro, de lo que Zaoui extrae su modelo de discreción, y el Maestro Eckhart, con las nociones de desprendimiento y de dejar-ser, en las que cuenta un despojamiento radical de nuestras «pertenencias».
Antes de las conclusiones, La discreción o el arte de desaparecer propone un capítulo sobre de la modernidad política de la discreción, sobre su secularización, partiendo de la base de que se ha vuelto una experiencia de y en la ciudad. Para que tal cosa ocurriera, dice Zaoui apelando al Baudelaire leído por Benjamin, tiene que haber aparecido la metrópoli moderna: «La ciudad es la condición de la discreción, porque en los pueblos o las pequeñas ciudades todo lo que está escondido siempre se sabe; y en los desiertos estamos simplemente en soledad y la cuestión de la discreción no se plantea». También hace falta la aparición de la masa, de las multitudes, en el interior de las cuales la experiencia de recogimiento de la discreción adopta un carácter eminentemente político. La tercera dimensión de la discreción es, gran asunto contemporáneo, saber no ser nadie allí donde se nos pide, e incluso se nos obliga a, ser alguien. La cuarta dimensión, de naturaleza baudelairiana, es el vagabundeo, el anónimo y ocioso fluir de un yo que se mueve como las mercancías, pero lo hace por fuera de la propia lógica mercantil, porque no produce, porque no posee valor. Finalmente, la quinta dimensión de la discreción es la preservación de algo de heroísmo, o mejor, la creencia en un héroe en el corazón de una vida cuya experiencia generalizada es la desheroización de la vida.
Obra interesante, en cierto modo urgente, La discreción o el arte de desaparecer escapa a las lecturas facilistas, «de autoayuda”, recetarias, tras una escritura que se presenta como simple, límpida, lineal, pero que exige una atención con cierto distanciamiento del mundanal ruido».
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