NARRATIVA URUGUAYA
La dimensión Levrero #1
Por Matías Núñez / Jueves 02 de noviembre de 2017
Foto: Eduardo Abel Giménez
Mario Levrero quiso ser cineasta, pero en Uruguay, ya se sabe… Como alternativa a esta vocación frustrada desarrolló una escritura que emula la sucesión frenética de los fotogramas sobre una pantalla, un bombardeo de imágenes que no es otra cosa que la proyección de su universo inconsciente. Para Karl Gustav Jung, autor de referencia para Levrero en los asuntos de la mente, proyectar supone la liberación de la energía psíquica reprimida, la manifestación de la sombra que nos habita.
La trilogía «involuntaria» de Levrero (y aquí lo involuntario remite más a lo inconsciente que a la casualidad), compuesta por las novelas La ciudad, El lugar y París, conforma un entramado laberíntico capaz de hipnotizar al lector a base de escenas oníricas —en las que palpita la violencia del deseo sexual, el anhelo de libertad y ascenso espiritual que supone poder volar o simplemente la ansiedad por no poder encontrar la salida de un edificio o por esperar a alguien que no llegará jamás— que son el combustible de una trampa narrativa diseñada para retener al lector en sus redes y ya no soltarlo, ni siquiera al finalizar la lectura, dejándolo perdido en una dimensión desplazada de la realidad. Y es inevitable recomendar aquí la novela Desplazamientos, en la que las habitaciones y los personajes que habitan la casa que recorre el protagonista se multiplican y mutan de acuerdo a los movimientos de pleamar y bajamar que sufre su mundo psíquico, en el que emerge y se oculta de forma inquietante «la sombra del padre».
Pero Levrero no solo se inscribió en la tradición kafkiana con estos libros poderosos e intensos, también produjo una serie de obras atípicas para el acartonado contexto cultural uruguayo y pretendidamente comprometido de su época. Lo hizo experimentando y sacando de sus límites géneros populares como la ciencia ficción, la novela policial o el cómic. Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, La banda del ciempiés, Fauna y Dejen todo en mis manos dan cuenta de una reescritura de estos géneros en la que la lógica racionalista de Sherlock Holmes da lugar a la resolución de los misterios a partir de la parapsicología (por cierto, Levrero escribió un Manual de parapsicología que sirve, y mucho, para dilucidar el entramado de sus libros); o donde las naves espaciales y las pistolas láser son desplazadas por la capacidad de transformar la realidad a partir de la proliferación de galaxias que habitan el yo y donde el humor, tan desprovisto de potencial intelectual para la mayoría de sus coetáneos, da el tono de lo que se quiere decir y solo puede ser dicho a través de la risa. Quizá el clímax y la combinación perfecta de identidad estética quede sintetizado en El alma de Gardel. Un novelún.
Para los que prefieran adentrarse a pasos lentos —pero jamás seguros— en el mundo de Mario Levrero, sus libros de cuentos La máquina de pensar en Gladys, El portero y el otro, Todo el tiempo o Los carros de fuego son una muestra general de su obra porque en ellos conviven estilos y experimentos de diferentes épocas escriturales ya que, afortunadamente, Levrero tiene una obra cuantiosa en títulos pero no estaba aquejado del mal de «publicar por publicar», por lo que «cajoneaba» varias de sus obras hasta que encontrara la modulación exacta de lo que allí se gestaba. En este sentido, los enlaces de la molécula levreriana, de esta obra atomizada (con todo el potencial de liberar energía nuclear) fueron representados con absoluta lucidez por Martín Cristal en un esquema que da cuenta de la unidad de una obra multiforme y que supone un rompedero de cabeza para los críticos literarios adictos a las líneas temporales… lineales.
Otro conjunto de textos que puede ser aunado bajo el impulso de un proyecto común son Diario de un canalla, El discurso vacío, La novela luminosa y Burdeos, 1972 (de hecho, también se puede considerar «Apuntes bonaerenses» como un intertexto de Diario de un canalla). El giro subjetivo de las letras posmodernas, donde «las escrituras del yo» hacen de lo cotidiano y los sueños el material del asunto literario, es en Levrero una vuelta más en el vórtice de su escritura, erigida en la exploración de la personalidad, la familia, el oficio de escritor y, sobre todo, el espíritu.
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