Ser y no tener raíces
La ficción como último bastión de la empatía: entrevista a Muriel Barbery
Por Juan Camilo Rincón y Natalia Consuegra / Miércoles 25 de setiembre de 2024
Foto: Boyan Topaloff
«Cuando estamos sumergidos en una novela sentimos la vida de una forma inédita y única; nos experimentamos a través de emociones empáticas y de formas de pensar que no son nuestras»: con la excusa de la publicación de su útimo libro, Una hora de fervor (2023), conversamos con la escritora francesa Muriel Barbery.
Muriel Barbery nació en Casablanca en 1969. Vivió toda su vida en Francia y un par de años en Japón. Esta filósofa y novelista deslumbró al mundo en 2006 con La elegancia del erizo, que en su momento vendió más de un millón de ejemplares y fue luego adaptada al cine con guion de su autora y de la directora Mona Achache. Tras su estreno en 2009, con una recaudación de más de once millones de euros y varios premios en su haber, El erizo le mostró al mundo la potencia narrativa de Barbery. Hoy nos complace con Una hora de fervor, un libro de plácida y sosegada prosa con Japón como telón de fondo.
En su afectuoso ensayo Las rosas de Orwell (2022) la escritora estadounidense Rebecca Solnit dice que las flores «simbolizan la complejidad de los seres humanos, la irreductibilidad de los deseos y el carácter a menudo sutil y huidizo de lo que nos sustenta». Las flores como imagen y objeto poderoso, paisaje en miniatura salpicado de símbolos, una pura forma.
A causa de su amor por la materia y la inteligencia de las formas, Haru Ueno, el protagonista de Una hora de fervor (Trad. Isabel González-Gallarza. Seix Barral, 2023) decide convertirse en marchante de arte. Trabaja en Kioto, donde comparte días y noches con su amigo Keisuke Shibata, quien le hace comprender que es peregrino y exiliado que vagabundea por su propia vida. Una noche la tragedia se infiltra a través de Maud, una mujer francesa que es «incendio líquido». Una hija extranjera es producto de esa pasión corta, y a Haru se le prohíbe conocer a la niña. La historia vital continúa, buscando en su propia cultura raíces nuevas, dejándose estremecer por el mundo de afuera, escindido y ajeno. En el medio, el arte, las obras de té y un territorio en el que se venera la belleza y se cree en el espíritu.
La primera línea del libro dice: «A la hora de morir, Haru Ueno miraba una flor y pensaba: Todo gira en torno a una flor». ¿Qué significan las flores para usted y por qué son tan importantes para la historia? Esto, pensando en que son cosas que a veces soslayamos, ignoramos o no vemos en toda su belleza.
Las flores no siempre han significado lo mismo para mí. Siempre me han gustado, pero el hecho de haber vivido en Japón me hizo pensar que son muy importantes. Después viví en los Países Bajos y, como sabrás, a ellos también les gustan muchos las flores. Creo que la razón por la que resignifiqué mi relación con las flores fue, de nuevo, por mi vida en Japón porque, si uno lo piensa, la flor es la perfecta intersección entre el arte y la naturaleza. Es lo que la naturaleza produce, lo más inmediatamente artístico. Cuando ves un jardín japonés y cómo se ponen en escena estas flores que tienen esa esencia de ser la encarnación de la belleza que el hombre, influenciado por la naturaleza, puede crear, puedes entender mi pasión por ellas.
También es conmovedora la simplicidad de los objetos y sus formas, esenciales para Haru. Nos hizo recordar a Gaston Bachelard cuando dice que «esos objetos que no merecen ser mirados y menos todavía pintados, llegan a ser tan interesantes, tan bellos a su manera, que uno no puede apartar los ojos de ellos, puesto que existen y merecen existir».
No vemos los objetos porque la mayoría de veces no tenemos tiempo. No les prestamos atención y es un privilegio el que tenemos los escritores de poder tomarnos ese tiempo para observar y describir los objetos. Siempre me han gustado los objetos, los ambientes, la naturaleza, porque me encanta ver la belleza; es una obsesión antigua. Siempre he estado interesada en la belleza de las cosas más simples. Cuando era niña vivía en el campo y disfrutaba con locura la belleza de la naturaleza y de las cosas simples, porque mis padres tenían una vida simple, pero creo que la influencia principal fue el zen mientras viví en Japón. Hay un libro hermoso que escribió Okakura Kakuzō en 1906, en inglés, El libro del té, para explicarles su país y la cultura japonesa a la gente occidental. Ahí explica el arte del té a través de la ceremonia, que se hace con atención a lo que nunca vemos, a lo que siempre desatendemos o pasamos por alto, y a la sensación que eso nos trae: la pureza, la lentitud, el comprender profundamente la empatía entre todas las cosas, poder ver que no somos el centro del universo. Todo en mi escritura ha sido muy influenciado por eso.
Es obvio que en este libro hay una gran influencia de su vida en Kioto, y uno siente un registro de la escritura que es diferente a lo que se crea de este lado.
En cierto sentido, mi escritura cambió; me encanta que hayan visto esa sutileza... Pero no todo es influencia de la literatura japonesa, pues he leído muy pocos autores de ese país. Hay algo en esa ficción que me deja… apartada. Sin embargo, la estética japonesa, vivir allí, sentirme profundamente atraída por su cultura, con certeza ha modificado mi estilo. Además, soy francesa, y al principio uno quiere usar todo su idioma ―que es tan hermoso como el español―. Hay tantos idiomas tan hermosos, con tantos registros diferentes, con tanta historia. Cuando era joven quería usar todo el repertorio de mi idioma, pero ahora ―y creo que esta es la lección, no de la literatura japonesa, sino de Japón en sí mismo― quiero menos. Estoy absolutamente segura de que menos es más. Pienso que para poder ir más y más profundo, que es lo que quiero y lo que estoy tratando de hacer, debo hacerlo más sobrio, más preciso, más simple ―no simplificado, sino simple―. Esa es probablemente la lección de Japón.
Otro asunto que atraviesa la novela es la muerte, siempre unida al amor, a las relaciones afectivas, a la vida, y sabemos que las culturas orientales tienen una concepción diferente de ella. ¿Sus nociones sobre estos asuntos cambiaron a través de la escritura de este libro?
Siempre, a través de la escritura de un libro, he experimentado una modificación de mi percepción… si no, no vale la pena dárselo al editor. Para mí la ficción es la forma de domesticar las cosas que son todos los misterios, todos los temores, todos los grandes hechos de nuestras vidas.
[Muriel Barbery (foto Boyan Topaloff)].
Usted afirma que cuando escribe sus personajes, ellos y ellas le enseñan cosas sobre usted misma. ¿Cuál fue el personaje más desafiante en su construcción?
Es muy difícil para mí decidirlo... Diría que Haru, porque soy una mujer francesa y él es un hombre japonés. Por supuesto que no fue fácil, pero sí lo más gratificante, porque escribimos ficción para convertirnos en alguien más, y leer o escribir ficción es una forma de salir de nosotros mismos. Él me encanta.
En algún punto Haru busca nuevas raíces. ¿Le ocurrió algo similar a usted en su tiempo en Kioto?
No, porque tenemos historias muy diferentes. Haru es un hombre muy aterrizado; él sabe de dónde viene y nunca dejó la ciudad. La historia de mi familia es la historia de ser y no tener raíces. Tal vez esa es la razón por la que lo amo tanto, porque está tan arraigado.
Sabemos que usted cultiva un jardín de frutas y vegetales, ha eliminado los plásticos de su vida y Una hora de fervor también es, indudablemente, una novela sobre la naturaleza.
… en un momento tan dramático para la naturaleza…
¿Cómo ve lo que la literatura nos está contando hoy al respecto?
Yo me pregunto cada día sobre el poder y las fuerzas de la literatura, pero no estoy segura. Estamos avanzando tan rápido hacia la guerra que no sé qué nos puede salvar, honestamente. Creo que la ficción no se trata de mensajes; nunca pones mensajes en una novela. Si lo haces, es una mala novela. Pero sí se trata de comprender. Cuando estamos sumergidos en una novela sentimos la vida de una forma inédita y única; nos experimentamos a través de emociones empáticas y de formas de pensar que no son nuestras. Tal vez la ficción sea el último bastión de la empatía.
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