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Memorias de Gilbert Scott-Heron

La revolución que viene en camino

Por Federico Medina / Miércoles 01 de setiembre de 2021

Cantautor, compositor, escritor, poeta de la contracultura y siempre activista por los derechos de las personas racializadas, Gilbert Scott-Heron comenzó a escribir sobre Stevie Wonder en un proyecto que se extendió hasta configurar sus propias memorias. A través de la lectura de Con las horas cantadas (Kultrum, 2020) Federico Medina nos zambulle en los recuerdos de este «cronista de la injusticia». 

Gilbert Scott-Heron solo quería que todo el mundo conociera de verdad, con las dimensiones correctas, y desde su privilegiada y cercana perspectiva, el increíble, único y especial talento de su colega y amigo Stevie Wonder. Compartieron muchos momentos juntos, pero hubo uno en particular en la vida de Gil Scott a partir del cual la pura admiración artística quedó de lado ante la experiencia de compartir un mismo escenario y charlar en camarines de simple cotidianidad humana, junto a ese sujeto de trenzas y sonrisa brillante con poderes extrasensoriales: la gira para la promoción del álbum Hotter than July de Stevie Wonder en 1980. Para esa época el paquete de la fama de la superestrella de los setenta ya venía con críticas y malos augurios y Gilbert, que había estado ahí, supo, como otras veces, que era su deber alumbrar y enseñar como cronista de la injusticia.


En uno de los mejores momentos de estas memorias póstumas Gilbert cuenta cómo Stevie era capaz de saber exactamente cuando él pasaba a su lado, aunque lo hiciera en puntas de pie y sin respirar. Este retrato de su amigo no es anecdótico ni funcional a otra historia, es propio de un guion cinematográfico con cientos de apuntes como los de Martin Scorsese y ferozmente cercano como los personajes tallados en los libros de Faulkner o en los puertos de Hemingway. Y esto es lo más importante del asunto. 

He aquí, también, en estas trescientas y pico de páginas, el ejercicio de un excepcional escritor contando su historia de vida desde un lugar luminoso y entusiasta, como un forastero recién llegado al pueblo, con una valija llena de fábulas en las que todo resulta atractivo al principio, las cosas se complican en el desarrollo de la trama  —solo a los fines del entretenimiento— y el final puede resultar mágico, natural, con una habilidad narrativa que hasta las muertes, las tragedias y las injusticias bajan por un terciopelo perfumado del que debe estar hecho el cielo donde habita el espíritu de este bandido brillante.

Sucede que Gilbert comenzó a escribir relatos breves a los cinco años y en su adolescencia descubrió la poesía; ya antes, incluso, su curiosidad y sus genes le permitieron tomar nota de cada aspecto percibido por sus sentidos. Luego viene su historia más célebre, la de un músico de vanguardia admirado por los mejores, venerado por varias generaciones y hecho monumento por su originalidad, su valentía y su modo, a contrapelo, de subir escalones, bastante antes de convertirse en cenizas.


En estas memorias, que a comienzos de los noventa comenzaron a tomar una forma más o menos definida  hasta convertirse en proyecto de libro, se puede adivinar el plan del artista, el hábil uso de su mente y sus pocas pertenencias para abrirse camino hacia un lugar muy específico. Mucho antes de saber de qué se trataba la música, el arte y la parafernalia que a veces las acompañan.

Gilbert se firmó su propio diploma de un doctorado en desconcierto, fue un ilusionista, una especie de científico de la existencia que, por añadidura, dominaba las artes del entretenimiento y que una vez, para simple ejemplo, pausó sus estudios universitarios —lo que significó un cimbronazo incomprensible para su esforzada familia—. Se puso a escribir una novela (El Buitre) con una vieja máquina Royal: sentado en una silla de lona, en las húmedas instalaciones de una tintorería, luego de convencer al rector de la Universidad de Lincoln de que su plan tenía completo sentido y que, por tanto, debía apoyarlo con esa licencia especialísima.

Gil Scott quería ser como otros hombres negros, pero no cualquiera. Había conocido las ideas de Langston Hughes, Melvin Tolson, Ron Welburn, y luego Martin Luther King. Tenía que estudiar mucho para estar a esas alturas. Deseaba ser escritor y sabía que el mundo a su alrededor, en su presente y en su futuro, necesitaba más y mejores activistas afroamericanos. Sus grandes discos de soul y jazz contagioso son casi una trampa para su único fin: despertar cabezas dormidas y transmitir su mensaje humanista y descarado a como diera lugar.


Como el de Stevie, otros notables retratos nos acercan a su ADN. De su tío Buddy —gran, gran personaje— aprendió sobre el estoicismo, el verdadero, sin una gota de poesía, o ella en su máxima y cruda expresión. Me tienta spoilear más sobre Buddy y si este objeto libro no fuera además tan lindo, le arrancaría esa página para una pizarra inspiradora y para postearla aquí, en el medio de esta reseña.

De su madre, Bobbie, heredó la inteligencia puesta en práctica en el medio de la realidad cuando se presenta más compleja y sin ninguna opción facilitadora. De su abuela Hamilton, «su energética ética protestante». Queda claro casi desde el principio del libro que Gil Scott escuchó demasiadas conversaciones de adultos y prestó atención, recibió consejos antes que retos, o las dos cosas al mismo tiempo, a falta de dinero y recursos en los que descansarse. Luego, más independiente de su lazo sanguíneo, lo veremos metido días enteros en una biblioteca donde claramente se recibió de pillo, y así, con ese software maquinando, aprovechó cada recoveco del destino, para  tratar de convencer a transeúntes y copetudos con un gran manejo de la retórica y un conocimiento profundo de las ilusiones y limitaciones que puede crear la mente humana, una sociedad o un solo sujeto con mucho poder.

Con las horas contadas resulta atrapante y vivo, por mérito de un gran escritor y tal vez también porque su protagonista siempre quiso ir un poco más allá. El lector podrá, hasta desordenadamente, meterse en capítulos de una serie con un personaje entrañable que va rumbo al abismo, pero no tendrá que preocuparse por darle la mano en el último segundo.

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