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Un texto descabezado

Leé «Las cabezas voladoras», de Ariel Dilon

Por Ariel Dilon / Lunes 30 de enero de 2023
Ilustración de Bernhardt. Interior de «El inventor de dioses y otros apócrifos chinos» (Dilon, 2008).

Un cuento del escritor y traductor argentino Ariel Dilon (1964) sobre ciertos seres humanos cuyas cabezas saben volarse las noches claras (cuando sueñan con pájaros, nubes u otros objetos del aire, que conste). Y sobre las peripecias que eso acarrea. Leé este texto, publicado en España en 2008 como parte de El inventor de dioses y otros apócrifos chinos, y preparate para el taller imperdible que va a dictar Dilon entre febrero y marzo. 

Los leao tienen cabezas capaces de volarse en ciertas ocasiones: se forma entonces alrededor del cuello una línea roja circular, delgada como un filamento de seda o de cáñamo. En cuanto este signo se hace visible, la mujer y los hijos deben velar junto al padre y esposo. De otra forma la cabeza desaparece por la noche, para no regresar hasta la madrugada.

Ma Tuan Lin, «Los Leao de cabezas voladoras», de la suma monumental Wen-bien-tong-kao.


Ya en tiempos del reino de Wu se dio el caso de un general llamado Yang Dao, prefecto de Chieng, que tenía a su servicio una mujer cuya cabeza, por las noches, tras caer su dueña en el sueño pesado de los siervos, se echaba a volar por sí sola. La cabeza solía salir y volver a entrar en la casa por cualquier ventana, gatera o chimenea, utilizando sus orejas a manera de alas, pero jamás se ausentaba por más de una noche: antes del amanecer, la discreta criada se hallaba lista para emprender otra vez las tareas extenuantes del servicio doméstico. Por lo que parece, esta mujer, nativa de la región de Pam Qu, era una leao. El general Yang la había traído consigo, de regreso de una de sus muchas campañas militares: había pagado su peso en sal. Alertado del fenómeno por otro de sus sirvientes, el dueño de casa y algunos hombres de su guardia irrumpieron una noche en el aposento destinado a las tres ayudantes de la cocina. Pudieron ver entonces sobre uno de los jergones un cuerpo sin cabeza. El pecho armonioso subía y bajaba al compás de una respiración casi imperceptible y serena.

Al alba, la cabeza regresó volando y fue a acoplarse con el cuerpo durmiente de la muchacha: enseguida las dos partes quedaron perfectamente soldadas por la garganta, como antes. La joven cerró los ojos y volvió a dormirse, apenas con un suspiro. Un gesto del general detuvo a sus hombres que, queriendo sin duda demostrar gran celo en el cumplimiento de los deberes de su función, se disponían a zamarrearla para sacarla del sueño y exigirle, es de suponerse, una explicación. Por algún motivo aquel sueño apacible le inspiraba al severo militar un respeto reverente, acaso un rapto de secreta superstición. Más tarde esa misma mañana mandó llamar a la criada a su presencia y la interrogó sobre las costumbres, visiblemente ligeras, de su cabeza. La muchacha pareció desconcertada, y declaró no saber a qué se refería, a medias amparándose en las perplejas diferencias entre su propia lengua y la hablada en la región de Chieng. Luego de que preguntara si ya podía volver a sus tareas, el general la dispensó.

Por la tarde, más perturbado por los presagios que pudiera implicar el vuelo de aquella extraña ave nocturna, a la que había visto retornar por sí misma a posarse en la larga y delgada rama del cuello más delicado, que por la memoria de sus propias matanzas pasadas, y a despecho del apego que, para su propia sorpresa, debía reconocer que había llegado a cobrarle —¿quizás a causa de la exótica belleza y del natural afable y distraído de aquella sirvienta extranjera?—, el general decidió despedirla, no sin antes hacerse servir por ella, una última vez, el té.

Pensaba que no tendría sentido castigarla. Volar, con cuerpo o sin él, no era un delito tipificado en las leyes del Imperio, ni en las ordenanzas de la provincia de Chieng. En cuanto a la mentira, no consideró aquel curtido hombre de mando que esa variedad tan ínfima y banal del desacato mereciese un escarmiento. Apartó de su mente, con inusual repugnancia, la imagen de la piel blanca de aquella muchacha recibiendo azotes. Por otra parte —se dijo—, la decapitación no sería para ella nada nuevo. Mejor dejarla ir, y que el asunto quedara consignado al olvido, o a la leyenda.


Tiempo después, no obstante, llegó a pensar que no había nada de monstruoso en aquel fenómeno del aire, pues le llegaron noticias de otros leao cuyas cabezas mostraban, algunas noches, una análoga condición volátil, por lo demás inofensiva: un comerciante de sedas que se dirigía al sur y que en otros tiempos había viajado por la región de Pam fue acogido cierta vez en casa del general. Este hombre le contó que en una oportunidad había visto alzarse en el cielo, en una sola noche, «una verdadera constelación de cabezas». Había sabido más tarde que se trataba del consejo de ancianos de la pequeña aldea en la que había hecho un alto en su camino, consejo que iba a reunirse, en noches de luna llena, sobre el promontorio de roca que dominaba el bosque, lejos de toda curiosidad impertinente: de esta manera evitaban a sus viejos cuerpos achacosos el incordio de los escarpados caminos, así como al peligro de exponerse a los vientos fríos e implacables del Norte.

Al oír este relato, el general comprendió su error. Lamentó haberse desprendido de aquella sirvienta, cuyas sutiles cualidades no desmerecía el hecho de que descabezara cada noche algún sueño, quizá desvergonzadamente elevado.

Sin embargo, gracias a la intempestiva decisión de su señor, la pequeña leao se abriría camino en la vida. Lanzada a la vida de los caminos y por el concurso de una serie de circunstancias que no corresponde referir aquí, la joven, que no era tímida, sino que sabía callar cuando su intuición le decía que era lo más conveniente, llegó con el tiempo a convertirse en una notable actriz, famosa por sus imitaciones de toda clase de pájaros, en particular de búhos, úlulas y lechuzas. Fue la gran atracción del teatro otoñal de Tai Qiang, y se hizo conocer bajo el apropiado nombre de Xiang Xiu.


Una aventura análoga le fue narrada al sabio Ya Ring Lao, quien la recoge en su Libro de los días y las noches, por un noble viajero, el ingenioso Sem Li de larga memoria, quien como se sabe vivió algún tiempo entre los leao de las montañas de Pam Qu.

Cierta noche en que el cielo se hallaba particularmente claro, y no habiendo podido conciliar el sueño que perturbaban graves cavilaciones sobre lo efímero y lo duradero, Sem Li abrió el mamparo de su habitación para contemplar la luna llena sobre los bosques. En eso estaba cuando vio pasar por encima de los árboles altos y frondosos un objeto del tamaño y la forma aproximada de un tibor de porcelana mediano, en cuya decoración, en sobrerrelieve, no tardó en reconocer los inconfundibles rasgos del dueño de la casa donde tan generosamente se le había brindado aposento y compañía. Aunque muy pronto se perdió en la oscuridad, aquel búcaro presentaba la misma gran nariz, como de pájaro, los mismos espesos bigotes que parecían alas, el cabello igualmente recogido en una larga trenza: de haber creído que tal cosa era posible, habría pensado que la cabeza de Cham Yi se había echado a volar. Oyó luego unas voces que cuchicheaban, con entonaciones de alarma, por el sendero que conducía a la floresta. Eran la esposa y los hijos de su buen anfitrión, seguidos de los sirvientes que corrían, detrás de unas linternas de papel, invocando el nombre de su señor: «¡Cham Yi, Cham Yi!», repetían con angustia. No alzaban demasiado la voz, sin duda creyendo a su huésped dormido, o acaso para no alertar al resto de la aldea (por este detalle dedujo Sem Li que aquel desprendimiento de cabeza no debía de ser visto con ojos del todo indulgentes por el resto de la vecindad).

Sem Li salió de su habitación y caminó en puntillas por el corredor de la casa a oscuras. Al pasar por delante de la habitación del señor de Cham y de su esposa Xue-Xue, vio que la puerta estaba abierta. Se asomó atrevidamente al interior, y a la luz de la luna que entraba por el mamparo pudo ver el cuerpo del bueno de Yi, que yacía respirando plácidamente sobre su lecho. La cabeza no estaba en su sitio. Sin embargo, no discernía Sem Li señales de violencia alguna, por lo que tuvo que concluir que aquella cabeza, de por sí tan festiva y ocurrente, debía haberse separado del resto de la gentil persona de su anfitrión por propia voluntad y sin que el cuerpo dormido ofreciese resistencia.

Luego salió al sendero, decidido a colaborar con la familia y los sirvientes en la difícil repesca. Al parecer, la trenza terminó por engancharse providencialmente en la rama más alta de un álamo, de donde consiguieron bajarla no sin dificultades y peligros, armados de linternas, de ganchos y de una fuerte red. Reía, la cabeza del achispado Cham Yi, a expensas de uno de sus sirvientes, del que se burlaba por la escasa habilidad que el anciano había demostrado para la caza de mariposas. Este, habituado sin duda al humor picante de su señor, le dio la razón con cumplida condescendencia. Mientras aquella extraña procesión proseguía su camino de vuelta a la casa, el semblante divertido y rotundo, cabeza del hogar, que había sido envuelto en sedas y llevado en brazos de su devota esposa, iba profiriendo piropos desvergonzados dirigidos a esta. Le aseguró que lo mejor de volar era aterrizar entre sus senos, pero que debía reconocer que su hermosura resultaba tan radiante miraba desde lo alto —igual que la luna en un estanque, abundó— como vista desde abajo de su hanfu. La casi etérea Xue-Xue sonreía ruborizada.

Por la mañana, recuperada la sobriedad, el sueño y el suelo, el señor de Cham, de nuevo de una sola pieza, tranquilizó a su huésped explicando que esta discrepancia, pacífica no obstante, entre las fuerzas del cielo y de la tierra que tenía lugar en su propio cuerpo sólo le ocurrían en noches claras, y únicamente cuando soñaba con pájaros, nubes u otros objetos del aire. «Desde luego», agregó, «algún vasito de baijú de más bebido durante la cena puede hacer que uno pierda más fácilmente la cabeza».


El sagaz Sem Li, que gustaba de retribuir con consejos o conocimientos recogidos en otros confines del Imperio la hospitalidad recibida en sus viajes, ideó para el señor de Cham un artilugio que podía instalarse en la cabecera de su lecho, y que consistía en un carretel de hilo de seda cuyo cabo debía anudarse firmemente a la trenza que aquel bondadoso leao llevaba detrás de la nuca. En caso de que la cabeza, en mitad de la noche, se alzara de modo inesperado, el carretel, montado en un soporte de madera, giraría suavemente: tan pronto como el cordón se hubiese desenrollado por completo, el vuelo de aquel pájaro redondo se detendría a distancia prudencial de la casa dormida. Al mismo tiempo, por obra de un melodioso ingenio, el movimiento del carretel haría sonar una campanilla. Alertados por su sonido, la mujer de Cham y los suyos no tenían más que tomar el carretel entre sus manos y hacerlo girar tranquilamente en dirección inversa, hasta pescar de regreso la díscola cabeza del jefe del hogar. De manera análoga, un niño recupera la cometa que el Señor de los Vientos, descomedido, le ha querido arrebatar para arrastrarla hacia el océano de las cosas que nunca regresan.

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