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Leé un adelanto de «Foucault anonimato», de Érik Bordeleau (Canadá)
Por Érik Bordeleau / Viernes 02 de marzo de 2018
Érik Bordeleau es investigador en el SenseLab, un laboratorio para el pensamiento en movimiento con sede en Montreal, Canadá. Ha escrito profusamente sobre filosofía, cine y arte, y se ha interesado por la filosofía posheideggeriana y el giro especulativo en el pensamiento contemporáneo. Es miembro de varios colectivos, entre ellos Entrepreneurs du commun y Épopée, un grupo de acción en cine que ha realizado los films Rupture (2014) e Insurgence (2013) —sobre la huelga estudiantil en Québec—. Foucault anonymat apareció por primera vez en 2012 y este año ve la luz su traducción al español de la mano de la editorial Cactus.
I
EL ARTE DE VIVIR
CONSISTE EN MATAR A LA PSICOLOGÍA
No cabe duda de que todavía hay personas que viven su vida personal; dicen: «Ayer estuvimos en casa de fulano o de mengano», o bien: «Hoy vamos a hacer esto o aquello», y comienzan a gozar en eso, aunque no tenga todavía contenido ni significado. Aman todo lo que tocan sus dedos, y son personas privadas tan exclusivamente como es posible serlo; el mundo se hace privado en cuanto se toma contacto con ellas, y brilla como un arco iris. Quizá son muy felices, pero esa clase de personas les parecen absurdas a las otras, aunque todavía no se haya conseguido saber por qué.
Robert Musil
El hombre sin atributos
La relación entre resistencia política y anonimato está, hoy más que nunca, a la orden del día. Una de sus formas de expresión privilegiada en estos últimos tiempos es aquella del justiciero enmascarado que actúa en nombre del bien común y de las minorías oprimidas. Pensemos, por ejemplo, en el movimiento zapatista y el Subcomandante Marcos, quien, oculto bajo su célebre pasamontañas, puede decirse «gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, asiático en Europa, chicano en San Ysidro, anarquista en España, palestino en Israel, […] una mujer sola en el metro a las diez de la noche, un campesino sin tierra, un miembro de una pandilla de barrio […]», y a partir de esta posición ubicua declarar que todo aquel que lucha por la justicia social es un zapatista. «Nosotros somos ustedes», afirman ellos; y por razones tanto oscuras como poéticas, solemos creerles de buen grado.
Una tentativa similar de hacer suya la potencia desmultiplicadora del anonimato opera en Anonymous, una constelación de geometría variable de individuos y grupos (cualquiera puede actuar en «su» nombre) que lucha principalmente por la defensa de la libertad de expresión y cuyas primeras proezas se remontan al 2006. Es a ellos, probablemente, a quienes debemos el uso hoy emblemático de la máscara de Guy Fawkes en las manifestaciones vinculadas al movimiento Occupy. Conspirador inglés de finales del siglo XVI, Fawkes inspiró el cómic V de Vendetta (Alan Moore), que fue llevado a la pantalla en 2006 y obtuvo un gran éxito comercial. En el film, un héroe solitario que parece sacado de la época shakespeariana lleva a cabo una gue-rra de guerrillas personal contra un gobierno fascista en un mundo distópico. Por lo que sé, fue durante el otoño de 2006 en Barcelona que por primera vez un movimiento social retomó V de Vendetta para sí. Al grito de «¡No tendrás casa en tu puta vida!», el movimiento denominado «V de Vivienda» coordinó una serie de acciones directas (entre ellas la ocupación de un IKEA) y al menos dos manifestaciones que reunieron a varios miles de individuos.
El lema de Anonymous evoca inequívocamente el imaginario vengador y justiciero de V de Vendetta: «Somos Anónimos. Somos Legión. No olvidamos. No perdonamos. ¡Espérennos!». Anonymous pretende de este modo ser la expresión de una fuerza de represalias virtualmente infinita, algo así como el lado oscuro y vengador de una multitud anónima y, por esa misma razón, innumerable. El carácter amenazante de la promesa de justicia retributiva encarnada por Anonymous es reforzada por la referencia a la parábola bíblica del endemoniado de Gerasa. En esta parábola, Jesús se encuentra con un hombre poseído a quien pregunta su nombre con el fin de poder exorcizarlo. El hombre endemoniado responde: «Me llamo Legión, porque somos muchos». En el segundo tomo de su trilogía sobre el Imperio, titulada Multitud, Hardt y Negri vuelven sobre esta parábola y se interrogan sobre la amenaza que constituye la idea de un número indefinido para cualquier principio de orden:
¿Por qué se llama «Legión» el endemoniado? ¿Quizá porque es dueño de una gran fuerza destructiva? ¿Porque la multitud encerrada dentro de él es capaz de actuar como un solo hombre? A lo mejor, la amenaza real de esa multitud de demonios es de un orden más metafísico: como es al mismo tiempo singular y plural, destruye la propia distinción numérica. Recordemos el gran esfuerzo realizado por los teólogos para demostrar que no existen muchos dioses sino solo uno. […] En el orden político quizá queda más clara la amenaza: desde la antigüedad, el pensamiento político se ha fundado en las distinciones entre el uno, los pocos y los muchos. [La multitud demoníaca ignora todas estas distinciones numéricas. Ella es a la vez una y múltiple]. El número indefinido de la multitud amenaza todos esos principios de orden.
La mayoría de ataques atribuidos a Anonymous consisten en acciones llevadas a cabo en Internet. El 24 de diciembre de 2011, por ejemplo, la base de datos informática de Stratfor Global Intelligence, una agencia de inteligencia especializada en análisis geopolíticos y en ocasiones apodada «The Shadow CIA» («La CIA en la sombra»), fue pirateada por hackers aparentemente vinculados al grupo Anonymous y que actuaban en el marco de la operación AntiSec o «Anti Security», puesta en marcha a principios de año por el grupo Lulz Security o LulzSec. A Stratfor le fueron robados más de 90.000 números de tarjetas de crédito, así como la lista, hasta entonces secreta, de sus clientes, entre los cuales figuran organismos como el Pentágono, fuerzas de policía, bancos, universidades y muchas grandes empresas. Como un regalo de Navidad, los Robin Hood del ciberespacio desembolsaron luego un millón de dólares a diversas obras benéficas. Para demostrar su buena fe, se encargaron de publicar las capturas de pantalla de las transacciones efectuadas.
Esta primera forma de relación entre anonimato y resistencia política, concerniente a acciones subversivas concertadas y más o menos puntuales, es quizá la que de manera más espontánea se nos viene a la mente. A este anonimato de primer grado o estratégico, a través del cual se trata, en suma, de disimular la identidad a fin de maximizar la eficacia de una intervención, de escapar a eventuales persecuciones judiciales o de evitar exponerse en condiciones consideradas desfavorables, se añade un segundo, de un tipo más profundo y difícil de asir. Él duplica ocasionalmente el primero, pero no se limita a este, y se refiere al modo de presencia en el mundo de aquel que lo experimenta. Un elemento singular del ataque AntiSec del 24 de diciembre lleva a pensar que sus autores son sensibles a esta dimensión experiencial de la relación entre anonimato y resistencia política: en la página web desfigurada de Stratfor, además de haber divulgado los datos personales del director de tecnología de la agencia, los hackers publicaron el texto completo de L’insurrection qui vient, un ensayo político redactado por el Comité invisible y publicado en 2007 por ediciones La fabrique y en 2009, en inglés y en español, por ediciones Semiotext(e) y Melusina respectivamente. El libro, que se volvió célebre a raíz del caso Tarnac y de la delirante reseña que Glenn Beck hizo sobre aquel en la emisión de Fox News5, ha ejercido una influencia considerable en todo el mundo y ha encontrado eco en medios sumamente diversos6. Varios movimientos recientes de ocupación estudiantil en Estados Unidos y otros lugares del mundo (pienso, entre otros, en aquellos de la universidad de Berkeley y la New School for Social Research en 2009) claramente llevan su marca.
La elección de publicar ese texto y no otro es, por lo tanto, todo menos anodina. Más allá de su llamado al bloqueo y a la desviación de los flujos económicos (el ataque del 24 de diciembre es un ejemplo de esto), el interés principal de La insurrección que viene reside precisamente en su tentativa de articular los dos modos de relación entre anonimato y resistencia política que acá nos interesan. En primer lugar, en el plano de la organización colectiva, el texto invita a «rehuir la visibilidad» a fin de «convertir el anonimato en posición ofensiva» con miras a una libertad de acción máxima. Sin embargo, y no sin humor, en medio de estas consideraciones estratégicas se cuela un comentario dirigido a aquellos que temen que semajante práctica del anonimato menoscabe su necesidad de reconocimiento personal: «Solo ver la cara de quienes son alguien en esta sociedad puede ayudar a comprender la alegría de no ser nadie»7. Que la expresión «ser alguien» aparezca en cursivas resulta significativo: remite a un desarrollo teórico que se da desde las primeras páginas y que cuestiona cierta idea de la libertad tal y como es expresada de manera ejemplar en el slogan de Reebok, I am what I am (nombre de una campaña lanzada en 2005 que se volvió «actitud de marca» el año siguiente). Que esta fórmula haya servido originalmente para expresar el imperativo de anonimato exigido por el dios del libro del Éxodo no es la menor de las ironías. Si antaño ella pretendía advertirnos sobre las fuerzas performativas del lenguaje («No pronunciarás el nombre de Dios en vano», reza el tercer mandamiento), el sentido de esta fórmula se ha invertido completamente y actúa en nuestros días como una orden espectacular a movilizarse en cuanto individuo en el mercado de los placeres de la existencia. Para una buena parte de nuestros contemporáneos, I am what I am aún suena como la expresión de una promesa de libertad y de disfrute absolutos. La fórmula anuncia la afirmación sin compromiso de nuestra individualidad y la celebración de la diversidad. Ella susurra: «Nadie debería poder decirles cómo comportarse; ustedes deberían poder expresarse como mejor les parezca». La promoción corporativa de la libertad no parece tan mal asunto después de todo… Ahora bien, el verdadero sentido de esta expresión se halla en otra parte. De una manera sutil e insidiosa, ella ordena, imperiosa: «¡Exponte!», todos los días, en todo momento. Porque después de todo, «lo que aparece es bueno, [y] lo bueno es lo que aparece»8, ¿no es así?
De hecho, el sentido profundo de «Soy lo que soy» se ilumina cuando se reformula de la siguiente manera: «Solo soy yo». Esta nueva formulación actualiza la impotencia difusa que yace en lo que solo parece ser, a primera vista, la expresión gloriosa de una afirmación soberana de sí misma. «Soy lo que soy» expresa así la miseria inconfesada de ese individuo privado y en déficit de pertenencia que puebla las franjas horarias finamente recortadas del tercer mundo global afectivo.
Desde esta perspectiva, mi libertad termina allí donde empieza la de los demás, como lo sugiere el célebre refrán liberal. Por el contrario, La insurrección que viene se inscribe en la línea de Bakunin y otros anarquistas, para quienes «la libertad de los demás extiende la mía hasta el infinito». La práctica del anonimato promovida por La insurrección que viene consiste, entonces, tanto en garantizar una libertad de acción máxima en el plano de la acción colectiva (anonimato estratégico) como en adoptar un modo de existencia que desconfía de la idea metafísica de una libertad entendida como pura capacidad de desvinculación (anonimato experiencial). Esta concepción del anonimato busca intensificar políticamente el ser-en-el-mundo. «Necesito devenir anónima. Para estar presente. / Cuanto más anónima soy, más estoy presente». Es una práctica del anonimato de este orden la que atraviesa y anima la obra y la vida de Michel Foucault.
En el marco de este ensayo, la palabra «anonimato» debe entenderse en un sentido amplio y literal que desborda el uso habitual: ese en el que se diría que una encomienda es anónima, queriendo significar con ello que no se conoce el remitente. Se trata más bien, para retomar un pasaje de la célebre Carta sobre el humanismo de Heidegger –filósofo que ejerció una influencia decisiva sobre el trabajo de Foucault, como él mismo reconoció tardíamente–, de poner en evidencia el complejo de experiencias y de apuestas encaminadas a «existir en lo inómine» y a saber reconocer «tanto la tentación de la publicidad como la impotencia de lo privado». ¡No obstante, para Foucault, existir en lo inómine no se traduce ciertamente en un recogimiento pastoral con el objetivo de volverse «pastor del Ser»! Más cercano en esto al espíritu de aventura nietzscheano, la experiencia del anonimato corresponde para Foucault a una tentativa, incesantemente renovada y que se expresa sobre diversos planos –del más personal y anecdótico al más conceptual–, de desprenderse de sí mismo con el fin de pensar y percibir de otra manera. Ese gusto por la exploración libre y salvaje es el que busca resaltar David Macey desde las primeras páginas de la biografía que le dedicó, en la que evoca un Foucault que «gozaba del anonimato proporcionado por saunas y casas de baños, donde “uno deja de ser prisionero de su rostro, su pasado, su identidad”»; y es la misma inclinación por la despersonalización la que evoca su buen amigo Paul Veyne cuando resalta la importancia del uso de las drogas para Foucault, en particular del LSD. Una tarde, nos dice Veyne, Foucault le contó su recuerdo de juventud más preciado para una eventual placa conmemorativa que habría querido que Veyne redactara en su honor. Ese recuerdo tiene que ver con el consumo de drogas: siendo niño, «él tomaba toda clase [de drogas] que robaba a su padre cirujano, “para ver qué efecto producían en su mente”». Estos ensayos precoces de intoxicación voluntaria, a juicio del propio Foucault, no dejaron de tener influencia sobre su vocación de investigador y pensador, y uno puede imaginar hasta qué punto su crítica radical de las filosofías del cogito fue tributaria de ellos. Asimismo, en el corazón de la práctica de la escritura, el problema que se plantea para él no es tanto el de hacerse un nombre, como se entiende normalmente, o el de librarse de la indistinción de la muchedumbre, sino el de «conquistar el anonimato» y así «alojar la voz propia en ese gran murmullo anónimo de los discursos actuales». Esta extraña ambición, que a los ojos de muchos parecerá contraintuitiva, culmina para él en una estética de la existencia, e incluso en una ética: «El arte de vivir consiste en matar a la psicología, en crear, consigo mismo y con los otros, individualidades, seres, relaciones, cualidades que no tienen nombre. Si uno no puede llegar a hacer esto en su propia vida, ella no merece ser vivida». Resueltamente, apasionadamente, Foucault buscó durante toda su vida hacerse un alma anónima.
La relación fundamental entre resistencia política y anonimato en la obra de Foucault ha permanecido hasta ahora relativamente inexplorada, en particular en el contexto de su recepción norteamericana. Difícil de explicar por qué. Sin embargo, cabe suponer que la celebración de la «diferencia» y el triunfo de la política identitaria (queer theory, etc.) contribuyeron al ocultamiento de esta dimensión esencial de su obra. En la serie de discusiones críticas mantenidas con Hubert Dreyfus y Paul Rabinow en Berkeley y París a comienzos de los años ochenta, Foucault afirma que el punto de partida de su investigación de las relaciones de poder se encuentra en las formas de resistencia a este. En otras palabras, antes que analizar el poder desde el punto de vista de su lógica interna, se trata de concebirlo como un campo donde se enfrentan diferentes fuerzas. Foucault observa que si el siglo XIX y una parte del XX se caracterizaron por las luchas contra la explotación, en lo sucesivo son las luchas contra las sujeciones identitarias las que prevalecen. Explica:
Son luchas que cuestionan el estatus del individuo: por una parte, sostienen el derecho a ser diferentes y subrayan todo lo que hace a los individuos verdaderamente individuales. Por otra parte, atacan todo lo que puede aislar al individuo, hacerlo romper sus lazos con los otros, dividir la vida comunitaria, obligar al individuo a recogerse en sí mismo y atarlo a su propia identidad de un modo constrictivo.
Estas luchas no están exactamente a favor o en contra del «individuo», más bien están contra el «gobierno de la individualización» (El subrayado es mío).
En términos generales, la recepción norteamericana de Foucault ha insistido sobre todo en el derecho a la diferencia, dejando de lado la crítica del apego a la identidad. En un contexto liberal y multiculturalista, se comprende fácilmente por qué este aspecto de su pensamiento es el que con más frecuencia fue integrado a la crítica política en detrimento de la cuestión del anonimato. A partir de los años ochenta, las identidades minoritarias se impusieron progresivamente como referente privilegiado de la French Theory y se convirtieron en el caballo de batalla de una gran fracción de la izquierda norteamericana. Si el pensamiento foucaultiano aparece como una figura de autoridad, es en la medida en que revela las relaciones entre poder y producción de subjetividad, y amplía así el alcance de la resistencia contra las diferentes formas de dominación, entendidas como vectores de homogeneización. Pero las insuficiencias de esta concepción de la diferencia identitaria como forma de resistencia, amputada de la crítica de aquello que amenaza la vida en común, son cada día más evidentes. La identidad minoritaria se ha convertido en un componente clave del «nuevo espíritu del capitalismo», para retomar el título de la obra de Luc Boltanski y Ève Chiapello publicada en 1999. Como explica François Cusset, «la diferencia sobre todo terminó por autorizar una segmentación más fina del mercado, una extensión del capital a las esferas de la afinidad furtiva y de la intimidad clandestina, de la pequeña o de la invisible diferencia. Aun cuando debía invertir las fuerzas uniformizantes del capitalismo occidental, “la diferencia… se transformó, mientras tanto, en la principal herramienta de gestión del biopoder”».
El carácter de la resistencia en Foucault es complejo y ha sido objeto de numerosas discusiones. En el corazón de algunas de ellas se encuentra la cuestión del nihilismo. El pensamiento de Foucault es a menudo desacreditado por su efecto desmovilizante: sus descripciones pesimistas de un poder omnipresente anularían las posibilidades y esperanzas de resistencia. Para los marxistas, su insistencia en la dimensión del micropoder y, más precisamente, su hipótesis de una estricta continuidad entre resistencia y poder, no autoriza-rían la elaboración de una política antagonista efectiva. El enfoque foucaultiano carecería de «radicalidad». Para los liberales, su negativa a enunciar formalmente un horizonte de emancipación, o, en otras palabras, su manera tan característica de no revelar los valores positivos que definen implícitamente su posición, lo condenaría al «izquierdismo infantil» según Michael Walzer, a una «coquetería radical complaciente» según Richard Rorty y, para Charles Taylor, a análisis «terriblemente parciales» que ningún marco normativo parece capaz de atenuar. Se notará la cuota de horror o al menos de repulsión expresada por el lingüista y pensador anarcosindicalista Noam Chomsky cuando afirma nunca haber «conocido a nadie que fuera tan totalmente amoral». El nihilismo de Foucault y la pretendida neutralidad de las sugestivas descripciones del poder que lleva a cabo, por más encaprichadas que estén con el «carácter implícito de las grandes estrategias anónimas» que nos dominan, harían poco más que contribuir a espesar, a los ojos de estos autores, la «niebla [teórica] que emana de París». Lo que se plantea a través de estas diferentes críticas del concepto de resistencia en el pensamiento foucaultiano es el problema del lugar propio de la resistencia. Foucault era perfectamente consciente de ello. Para él, no hay «más allá» del poder; no hay afuera ni excepción. Esta total inmersión lo obliga a «agarrarse» por doquier con el poder –aparece en este verbo un cuerpo a cuerpo en que se pone en juego nuestra propia consistencia, nuestra compostura–. Esta relación de proximidad, esta nueva intimidad con el poder que se perfila en las descripciones de Foucault tal vez guarde cierta afinidad con la sabiduría mafiosa de los Corleone: «Mantengo cerca a mis amigos, pero aún más cerca a mis enemigos». En la vida y obra de Foucault, la resistencia corresponde a una puesta en tensión que desgarra la interioridad privada.
Dreyfus y Rabinow comprendieron muy bien que la cuestión de la resistencia en Foucault es indiscernible de su «ascético rechazo […] a ir más allá de sus demostraciones concretas». Con mucho tacto, ellos le preguntarán si, a pesar de todo, existe «una forma de [volver la] resistencia positiva». Foucault responderá subrayando que «necesitamos una conciencia histórica de nuestra circunstancia actual». Como bien ha indicado Habermas, Foucault tiene «el presente como blanco». Es un pensador radicalmente in situ –en situación–. Foucault explica a continuación que el hecho de tomar las diferentes formas de resistencia como punto de partida para sus investigaciones lo lleva no a desarrollar una teoría del poder, sino a poner de relieve las prácticas de libertad. A partir de estas dos indicaciones más bien sumarias pero aun así completamente determinantes para comprender el pensamiento foucaultiano, desarrollaré la siguiente hipótesis: en la medida en que nuestra época está dominada, según Foucault, por un gobierno por individualización que amenaza y empobrece nuestra experiencia de lo común, ¿no habría que buscar el punto de partida de sus análisis de los modos de subjetivación, si es que estos están efectivamente anclados en prácticas de resistencia, en cierta forma de experiencia de lo impersonal y del anonimato? Si ese es el caso, el desafío que plantea hoy en día la obra de Foucault no será tanto el de remediar una presunta insuficiencia en su concepción de la resistencia, sino el de pensar, en su ambivalencia constitutiva, la idea de que escribir «para perder el rostro» nos permite escuchar mejor «el estruendo de la batalla».
Vemos de inmediato la paradoja a la que esta hipótesis conduce: ¿puede la experiencia del anonimato realmente ofrecer un lugar positivo de resistencia? ¿No hay algo paradójico, o por lo menos profundamente contraintuitivo, en querer presentarla como potencial de resistencia? El deseo de anonimato está asociado naturalmente a aquel de desvanecerse, de desaparecer; la muerte nunca está lejos. ¿Qué afirmación política constructiva podría emerger en estas condiciones? Encontramos un tratamiento artístico ejemplar de la ambivalencia que atraviesa la cuestión del anonimato en el magnífico álbum Kid A (2000) de Radiohead; esta se expresa de la manera más cruda en la famosa pieza «How to Disappear Completely?». El álbum conceptual toma la forma de un recorrido personal, aquel de «Kid A», el niño anónimo. Kid A evoca el sentimiento creciente de aislamiento y disyunción existencial en un mundo frío y desencantado («Ice age is coming, ice age is coming», repite la canción «Idioteque») que deviene cada vez más insoportable, lo que conduce a un deseo de desaparecer, de no estar en ningún lu-gar. El álbum aparece como una crítica visceral de la privatización de la existencia engendrada por el capitalismo neoliberal. En efecto, allí donde Ok Computer (1997), el álbum precedente del grupo, describía el exterior para así hablar de un mundo cada vez más condicionado por los dispositivos técnicos y sus efectos anestésicos (pensemos por ejemplo en la robótica «Fitter Happier»), Kid A representa una inmersión libre en la sensación de claustrofobia que caracteriza la vida capturada en los dispositivos técnicos, y que constituye una de las tonalidades afectivas dominantes de nuestra época. Cabe notar que en algún momento del proceso creativo el álbum debía llamarse No logo, en referencia al célebre ensayo de Naomi Klein que algunos miembros del grupo leían en aquella época. El título que finalmente fue utilizado, Kid A, conserva la relación con el anonimato que sugiere la expresión «no logo». Se referiría a un hipotético primer bebé clonado.
La denuncia de la ausencia de un espacio de resistencia claramente identificado en la obra de Foucault no proviene solamente de sus críticos liberales. También se expresa, de manera por lo demás amistosa y bastante estimulante, en una autora como Judith Butler. Butler lee a Foucault bajo la óptica de una teoría de la performance identitaria: la identidad, sexual o cualquier otra, aparece como el objeto de una creencia constantemente reiterada a través de actos de discurso cuyo carácter performativo constituye simultáneamente su eficacia y posibilidad de subversión. En ese sentido, Butler hablará de «performatividad tácita del poder» e, inversamente, de la posibilidad de una contestación política que autorice una reformulación inédita del sujeto. En eso consiste su proyecto general de una resignificación activa de los términos de la modernidad a fin de forzarlos a incorporar «aquellos que habían sido tradicionalmente excluidos». La performatividad del lenguaje se presenta así como la piedra angular de un sistema conceptual resueltamente antiesencialista que formaliza un espacio de resistencia en el corazón del proceso de formación de subjetividades.
La exposición performativa pretende ser un distanciamiento crítico: ella apunta a la explicitación. Su potencia de emancipación reside en un esfuerzo de deconstrucción que exhibe las diferencias individuales siempre en riesgo, según parece, de verse sepultadas en lo implícito del poder. Con todo, este modo de pensamiento de la emancipación, hegemónico en el campo de los cultural studies y de la política identitaria, no me parece muy adecuado al momento de abordar las apuestas relativas al ser-en-común. Al querer exponer demasiado la afirmación de un derecho a la diferencia, la idea de resistencia performativa nos hace perder de vista los problemas del apego a la identidad y del gobierno por individualización tal como los diagnosticó Foucault. La lectura de la obra de Foucault en clave performativa lleva a Butler a identificar una aporía en la concepción foucaultiana del vínculo entre resistencia, sujeción e interioridad. Pero me parece que, por esa vía, ella presta poca atención a la manera misma en que Foucault nos acerca, con sus cuidadosas descripciones de las formas de nuestras sujeciones en el umbral del decir y el hacer, a las experiencias de desprendimiento [déprise] y desubjetivación que se abren a nuevos modos de estar-juntos.
En Rey Chow, una de las principales figuras de la crítica antiorientalista en el campo de los cultural studies, encontramos otra agradable lectura de Foucault a la que el complejo anonimato se le escapa por poco. En The Protestant Ethnic and the Spirit of Capitalism, Chow denuncia, forjando la expresión «mimetismo coercitivo», la orden implícita de autorrepresentación como sujeto étnico que pesa sobre los miembros de las minorías visibles en las sociedades occidentales contemporáneas. Su demostración cita un largo pasaje de La voluntad de saber que presenta al hombre occidental como un animal confesional obligado a decir la verdad sobre sí mismo. La referencia a Foucault es adecuada; pero al atenerse exclusivamente a la dimensión representacional de la cuestión de la relación con el otro, o, dicho de otro modo, al leer a Foucault solo bajo la perspectiva de una crítica de las representaciones interculturales, Chow nunca llega a abordar las experiencias de anonimato que supone todo movimiento de desprendimiento [déprise] de la identidad.
Michel de Certeau ofrece una pista de reflexión que me parece más pertinente que aquellas de Butler y Chow a la hora de intentar pensar el papel central de la relación entre resistencia y anonimato en la obra de Foucault. Afirma que Foucault, por su gran arte de la narración, «practica el no lugar». Practicar el no lugar: ¿se trataría aquí de esa experiencia del anonimato que subyace a toda la obra de Foucault? Esta fórmula no deja de resonar con aquella, ya consagrada, de Marc Augé: «En el anonimato del no lugar es donde se experimenta solitariamente la comunidad de los destinos humanos». Pensar la cuestión del anonimato sería, por lo tanto, pensar las formas de producción de lo común o, como subraya Foucault, hacer frente a todo lo que «escinde la vida comunitaria, constriñe al individuo a replegarse sobre sí mismo y lo ata a su propia identidad». A su vez, ese reparto de lo sensible y esa producción de lo común corresponderían de entrada a un problema narrativo, un desafío [enjeu] enunciativo, un arte de decir respecto del cual la experiencia del anonimato juega un papel crucial.
«La clave de la actitud política personal de un filósofo –sostiene Foucault en 1984, algunos meses antes de su muerte– no debe buscarse en sus ideas, como si se pudiera deducir a partir de ellas, sino en su filosofía como vida, en su vida filosófica, en su ethos». Plantear la cuestión de la relación entre experiencia del anonimato y resistencia política en la obra de Foucault es aproximarse a ese punto en que la teoría y la práctica, la vida y el pensamiento de un autor devienen indiscernibles. Al igual que aquellos personajes conceptuales que dramatizan los conceptos en Deleuze y Guattari, Foucault se revela como figura ejemplar de una experiencia ofensiva del anonimato: un Foucault crítico radical de la interioridad privada y productor de ficciones aptas para interrumpir el servicio identitario neoliberal y desprendernos de las identidades asignadas. Ahora solo me resta dibujar esta figura.