Narrativa contemporánea
Leé un avance de «Carnada», de Eugenia Ladra
Por Eugenia Ladra / Miércoles 31 de julio de 2024
Portada de «Carnada», ilustración: María Luque; y Eugenia Ladra, foto: Carolina Acosta.
En Paso Chico los dueños de las calles son el barro y los perros. Marga nació hace trece años y nunca fue más allá del río. El pueblo es una trampa en la que un buen día cae Recio, aparecido abajo del sauce a la hora de la siesta. Empezá a leer Carnada, la primera novela de Eugenia Ladra (Criatura Editora, 2024), que llega en breve a librerías.
Y eso es solo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.
Juan Rulfo
1
Eran cinco, pero se movían como una sola maraña de piernas, brazos y ojos volteados. Atravesaban la cantina embistiendo las paredes rancias de La Paraíso, llenas de grasa y restos de lombrices, a ver si así podían salir, perseguir la luz que se colaba por los buracos de la chapa, despabilarse con el aire nuevo que le sigue a la noche pesada. Cuando el embrollo logró pasar por la puerta y separarse, enderezaron los cuerpos y pisaron la calle. Recién ahí, sosegados, como crecidos del suelo que los sostenía, repararon en la mansedumbre de aquello que los rodeaba: la tierra quebrada, el cielo luminoso, el horizonte divisor.
Para ese entonces se habían hecho las cuatro y poco, ese rato en que ya está claro, pero las motos todavía no suenan; en que los celulares sin señal, muertos de batería, ni siquiera vibran; en que los niños están dentro de sus camas, con las bocas medioabiertas y las panzas que suben y bajan lento; en que lo único que se siente son las ranas croando en las casas de puerta abierta, guarecidas entre la humedad del porlan.
Los hombres, apenas asomados del sucucho, empezaron a caminar. Salieron los cinco alineados, ocupando toda la calle, hablando de lo que iban a pescar al día siguiente, de quién sacaría el ejemplar más grande y de cómo los del récord Guinness caerían al pueblo, y atrás, pegados, llegarían los informativos de la capital con sus cámaras, sus micrófonos y sus trajes, haciendo entrevistas que nadie vería, porque claro, la señal de las noticias está lejos de Paso Chico y sus antenas de alambre ensortijado.
Pero en medio de la charla, callaron. Un aullido, bien cerca y bien agudo, los dejó estaqueados en la tierra, de oídos afilados, esperando la repetición que no demoró: el sonido se sobrepuso al coro de ranas, a la orilla rompiendo, a los bichos entreverados por las primeras luces.
Ruido a perro, eso era lo que escuchaban.
Y no es que les importara mucho, no es cosa nueva que alguien ande aburrido, meta un animal en una bolsa y le dé hasta que deje de chillar, la mayoría de ellos alguna vez lo habían hecho. Lo que en verdad los había dejado turbados era no saber quién: quién andaba revirado a esas horas en que todo era calma, el pueblo dormía y sus cuerpos eran los únicos amanecidos.
Apuraron el paso, dieron vuelta la esquina y rodearon lo de Sandra y ese jardín que insiste en cuidar, aunque parezca un cementerio, y ahí nomás se figuró la escena delante de sus ojos. Marga, con un pie bien agarrado del suelo y con el otro dele que te dele, pateaba empecinada. En medio del polvo que levantaba el traqueteo, los hombres la miraban sin entender, pero más que nada era Recio el que no podía imaginar por qué su novia se afirmaba en el mismo lugar, quebraba costillas y espinazo, y hacía ir y venir el cuerpo sobre la tierra.
Recién cuando el animal se aquietó y las cabezas que se habían asomado por las ventanas volvieron a la cama, Marga levantó la mirada. Cuatro de ellos siguieron viaje. Pasaron por al lado del perro y de la gurisa y del aire cargado que había entre medio, saludaron torciendo la cabeza y desaparecieron callados. Nomás quedó Recio, hipnotizado por el bulto en la calle y la figura de Marga a contraluz, esa mañana rara en que se le mezclaban los ecos de la cantina con la imagen de la gurisa que era su novia: cara medrosa, ojos enormes y redondos, el pecho purohueso repleto de picaduras, las manos largas y finas, con anillos de lata en todos los dedos, brillando.
2
Fue una tarde a comienzos del verano. El calor había empezado a aflojar y Paso Chico, de a poco, dejaba de ser ese terreno vacío que se volvía después del almuerzo, cuando el sol pegaba de punta y ni los bichos se animaban a asomarse de sus guaridas. La gente se levantó de la siesta, dejó salir el vaho de las casas y se acercó al tumulto que se había armado, un poco a chusmear qué pasaba y otro poco a tomar el fresco que empezaba a bajar, a ver si así se oreaban los cuerpos embotados y se les evaporaba tanta humedad.
Ahí fue que lo vieron por primera vez: debajo del sauce, acostado en el pasto, la cabeza sobre el tronco, la mancha de nacimiento partiendo la frente, el cuerpo abandonado al sueño, el pecho desnudo subiendo, después bajando.
No tuvo que pasar mucho rato hasta que se le acercaron a tirarle alguna cosa de comer. Desde arriba llovieron pedazos de pan, galletas y unos buenos trozos de queso transpirado que se devoró como si fuera un animal, apenas mirando lo que se metía en la boca, tragando lo más rápido que podía, primero para saciarse él, pero después, y sobre todo, a ver si así alimentaba al nudo de lombrices que le nadaba en la panza ahuecada.
Fue recién después de haber comido que se le escuchó la voz.
Recio. Eso fue lo único que dijo.
Siguió un silencio profundo, de esos que se asientan en el aire cuando no se sabe qué decir. Entonces, intentó de nuevo. Como si su voz áspera recién se estuviera acostumbrando a hablar, como si tuviera un desierto en el pecho, dijo, más fuerte: Recio.
La gente empezó a susurrar por lo bajo, pero el disimulo no duró mucho, enseguida largaron una risa atropella por el bautizo raro, por cómo alguien, vaya a saber quién, había decidido ponerle al gurí ese nombre de viejo avinagrado en vez de uno más normalito. Estuvieron rato así y cuando por fin se les serenaron las bocas y volvieron a mirar a Recio, lo vieron acojonado por la burla al punto que no respondió más nada: ni de dónde venía, ni qué hacía por ahí, ni cómo había llegado a encontrar el pueblo, cosa difícil cuando solo hay un cartel minúsculo y escrito a mano que da la bienvenida al pozo.
Siempre prontas para ingeniar alguna cosa que les ocupara la cabeza, las veteranas del pueblo no tuvieron más remedio que inventarse un par de cuentos sobre el gurí nuevo. Empezaron a decir que Recio, al que le calculaban unos dieciocho años, se había apersonado por las calles vacías, todo sigiloso, igualito a los gatos cuando achatan el cuerpo para cazar una presa. Decían que lo habían visto relojear las casas que en plena siesta quedaban con las puertas arrimadas, viendo cuál era la mejor para mandarse con la excusa de picotear algo y no caerse redondo del desmayo y, de pasocañazo, llevarse un par de cositas que pudiera revender en el puerto. Se piensan que no, pero a esos ejemplares ya los conocemos, vienen una vez cada tanto, todos pobrecitos, con caritas de yo no fui, de tengo hambre, de por favor, señora, ayúdeme, y así como están, medio escuálidos y con aires de buenagente, arrasan con los ranchos, se llevan los celulares, las radios, alguna tele chicuela que les quepa entre los brazos y se devuelven a sus casas bien cargaditos, con la panza llena y los dedos embadurnados de manosear de pasada a alguna gurisa dormida.
Los pescadores decían que lo habían visto llegar a la hora de la siesta, sí, pero por el agua, en una canoíta maltrecha que se había empezado a inundar de lo roñosa que estaba, y que lo había obligado a bajarse cuando se le apareció a la vista Paso Chico. Que se había quedado por la orilla nomás, dentro del agua, refrescándose la mollera cada tanto, aliviando el calor que se le había acumulado en el cuerpo, y que después, chorreando río, había enfilado para el pueblo a ver con qué se encontraba. Nada de mandarse a alguna casa, nada de hacerse dueño de lo ajeno, nada de andar de toquetón, señoras.
Cuando bajó la noche y los mosquitos se pusieron tan bravos que no había forma de andar afuera, el pueblo se metió en las casas sin acordarse mucho de Recio, que al rato de haber llegado quedó camuflado entre el resto de los varoncitos de Paso Chico, todos más o menos iguales con sus bermudas gastadas, sus moretones estampados en el cuerpo y esas gotas de sudor que les bajan desde las patillas hasta bien entrados los cuellos. Cuestión que el gurí quedó solo, en esa misma placita y bajo ese mismo sauce en el que se había instalado, con los ojos abiertos como un búho, esperando que el tiempo pasara rápido y la madrugada no se le hiciera tan densa, cosa medio imposible cuando se está en un lugar nuevo y la noche baja sin remedio.
Pero esa fue la última vez que Recio durmió a la intemperie. Al día siguiente, la gente del pueblo se organizó y armó algo parecido a un plan que, por más que salió improvisado y sin experiencia previa, no tuvo fallas. El sistema de Recio iba a ser el mismo que el sistema de la virgencita. Todos los viernes, la figura de la patrona que se había construido en el pueblo rotaba de casa y pasaba siete jornadas en el hogar de turno, procurando el rezo diario, sin falta, al levantarse y al irse a dormir. Ahora que el gurí había llegado a Paso Chico y no tenía dónde caer, iba a ser el encargado de llevar a la milagrosa de una casa a otra, y él, ya que estaba, se quedaría esos siete días ahí, como si el pago por tener la bendición de la patrona fuera recibirlo y ponerle un plato de comida delante.
En su segundo día en el pueblo, Recio se plegó a la gira de la virgen. Anduvo por las calles de Paso Chico abrazado a la patrona y con la mochila al hombro hasta dar con la primera de todas las casas que serían su casa. Tuvo suerte. Después de la cena, le tocó dormir en un sillón donde pudo estirar el cuerpo y descansar de todo lo que había hecho en el día: meterse al río, callejear y cumplir con los mandados que medio pueblo le había encargado, solo por tener una excusa para hablarle y achicar tanta curiosidad.
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