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Novedad editorial

Leé un avance de «Destrucciones», de Circe Maia

Por Circe Maia / Jueves 11 de abril de 2024
Circe Maia (detalle de foto de Gabriel Read) y portada de «Destrucciones». Criatura, 2024.

«Cuando el instante presente desaparece, y pasa, de ser algo real y sólido y vivo a ser un fantasma habitando la memoria. (Y a veces, ni siquiera allí)»: empezá a leer Destrucciones, de Circe Maia, con intervenciones fotográficas de Caro Ocampo. Esta conmovedora novedad de Criatura Editora llega a librerías en breve. 

Los objetos cotidianos se hacen añicos, la palabra se construye sobre las ruinas, se va colando entre los golpes de hacha sobre un tronco joven, con el viento que anda entre los vestidos, en el roce de los brazaletes, en frases pegadas a la música que suena en un comedor invisible. Este pequeño libro está hecho de paisajes imposibles, fantasmales, de manchas de humedad que crecen en la memoria, de árboles y lagos y mitos. De una potencia poética que llega a doler. Léase con precaución.

La intervención de imágenes distorsionadas con agua que propone Caro Ocampo dan cuenta del desborde de las palabras de Circe, que rebasan los límites de su propia experiencia y generan una memoria compartida. Así, la artista busca en su álbum familiar una relación plástica con estos fragmentos espectrales, en los que una inundación irrefrenable actúa sobre el recuerdo: «lo conserva al mismo tiempo; lo envuelve, lo protege y lo oculta para siempre de nosotros»

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Mundos

Una experiencia muy lejana: a los tres años de edad un niño comienza a tirar sus juguetes —una diminuta vajilla de loza— a través de los barrotes de su balcón. Las pequeñas tazas, platos y vasos se estrellan en la calle, rompiéndose. La vecinita de enfrente, de más o menos su misma edad, grita: ¡Más!, ¡más!, mientras el mutuo entusiasmo crece. Como ya no hay juguetes que arrojar, corre el pequeño a la cocina y sigue arrojando platos y tazas a la calle. El episodio es contado como algo muy divertido, como sin duda fue; la reacción de la madre o la reprimenda paterna no aparecen en el recuerdo, si es que existieron.

***

Dos niños van por un camino, al atardecer —se trata también de un niño y una niña. El niño, sin ningún propósito definido, golpea, al pasar, la puerta de una choza, de un cortijo, y sigue caminando. Las consecuencias terribles de ese pequeño suceso no se hacen esperar. La acción ha sido vista por algunos, comentada por otros, en voz baja primero, indignada después. Los niños comprenden, angustiados, que va a comenzar una persecución puesto que han cometido una ofensa gravísima, sin darse cuenta, y cuyas consecuencias serán, sin duda, funestas, aunque nada ha ocurrido todavía. Dos mundos contrapuestos aparecen aquí, verdaderos ambos.

***

Dos universos enteros e impenetrables; el de la alegre destrucción, ajena al bien y al mal y el sombrío sistema del castigo y la culpa, siempre desproporcionados, siempre incomprensibles.

Nota: El primer relato pertenece a Goethe, el segundo, a Kafka.



Destrucciones I

La primera observación es sobre la extraordinaria facilidad de la destrucción, la desproporción monstruosa entre el efecto y la causa. La causa puede ser pequeñísima —un menos o un más de un gesto, de un movimiento, un grado más de temperatura o de presión— y todo vuela por el aire.

Hace un momento tenía en la mano una taza de café, de loza común, con un dibujo de flores celestes en el borde. He hecho un movimiento torpe y la taza ya salta al suelo, mientras la otra mano hace un gesto inútil. La loza estalla en pedazos contra el piso y el aire se sacude en ondas imprevisibles un momento antes: el ruido tan especial —seco, duro— de la rotura. Este ruido podría interrumpir por sí solo la más compleja cadena de razonamientos (que no la había, pero supongamos que la hubiera); podría alterar la expresión de un sentimiento (tampoco es el caso), pero de cualquier manera conmueve extrañamente.

Al recoger los pedacitos se piensa absurdamente en la posibilidad —el solo pensamiento eriza— de poder volver atrás un minuto, (¡Solo un minuto! ruega in- fantilmente una voz por detrás de la razón) y corregir entonces el falso movimiento, la brusquedad del gesto que provocó el pequeño accidente. Cronos ni se molesta, naturalmente, en escuchar el ruego.

Mientras se retiran los pedazos se piensa en el complejo proceso industrial que les dio su realidad de hace un instante. No sabemos bien cómo se fabrica la loza, pero es un proceso difícil, que exige muchas condiciones. Es totalmente impensable que cualquiera se ponga, en cualquier momento a hacer, de la nada, una tacita blanca con flores celestes. Y sin embargo es muy pensable que cualquiera, en un gesto de ira o de descuido —como en este caso— la condene, sin apelación, al basurero.

Sus compañeras están guardadas en un mueble del comedor reposando en la indiferencia de lo inerte. Parece que por el hecho de ser cosas su ignorancia fuera a la vez más inocente y más feroz. Que las cosas ignoren olímpicamente todo lo que ocurre a su alrededor nos parece muy propio de ellas y sin embargo los niños no las ven así; sienten la familiaridad de ciertos objetos y el distante desdén de otros. Sienten que hay muebles introvertidos, con todas sus puertas siempre cerradas y otros expresivos, sociables, cuyas puertas cierran mal y cuyos cajones se abren continuamente. De mayores, perdemos estas vivencias. Ahora han vuelto, en cierto modo. El hecho es que la rotura de la tacita sigue doliendo, fuera de toda proporción.

A nadie se le ocurriría inventarles un paraíso a las cosas y no sería, sin embargo, inimaginable. Allí irían los objetos buenos, como las copas, los platos, las cucharas, y serían reparados y estarían para siempre, nuevos y brillantes, sin herrumbre y sin polvo, con aristas resplandecientes.



Destrucciones II

De un sueño profundo se sale bruscamente —un ruido inesperado, un llamado— y toda la realidad que nos rodea aparece tan de golpe que asusta; son demasiados estímulos que nos solicitan a la vez, especialmente visuales y sonoros: golpe de una puerta, luz sobre metal, ruido de la calle, densidad de seres espesos y súbitos.

Frente a ellos estamos como desarmados por unos segundos. Una alarma general corre por el organismo hasta que reconoce su lugar y su tiempo, su modo y su qué. Se integran luego los dos polos del ser y así es ahora, por ejemplo, mano que escribe, hoja, pensamiento, y un entorno de rumores y luces mantenido a raya, en segundo plano. El momento del despertar es como una creación violenta y global, como la gran explosión que dio origen al universo, según los astrónomos.

Busquemos ahora con cuidado el revés de esta trama: ¿es que no ocurren a nuestro alrededor, silenciosamente, asombrosas destrucciones? Cuando el instante presente desaparece, y pasa, de ser algo real y sólido y vivo a ser un fantasma habitando la memoria. (Y a veces, ni siquiera allí).

La luz alumbra un vaso sobre la mesa. No. Ya no. Es necesario decir ahora «alumbraba», porque la luz, en un gesto silencioso, pasa ahora a tocar el borde de un mueble. El pasaje de una forma verbal a otra indica ese hundimiento continuo del presente en el pasado, una especie de desrealización, a la que no damos, sin embargo, ninguna importancia. Solamente cuando el instante sumergido alcanza cierta lejanía —o mejor diríamos cierta profundidad, ya que lo vemos como un hundimiento—, recién ahí surge la conciencia de su pérdida.

Una jovencita confesaba, riéndose de sí misma, que le costaba trabajo imaginarse el tiempo juvenil de sus abuelos, no solo por la dificultad de rejuvenecerlos en su mente, sino porque las fotografías que la ayudarían están amarillentas y en blanco y negro, naturalmente. Su imaginación se contagiaba entonces de esa opacidad y decía que debía hacer un esfuerzo para pensar que aquellos lejanos días tenían el mismo brillo, el mismo peso de realidad que nuestro presente, ese filoso presente que nos ataca al despertar. Los días del pasado parecen romos y descoloridos, su luz vacilante, sus ruidos y voces amortiguados, como si hubieran sonado con menor intensidad.

Brilla-brillaba. Está-estuvo. Es-era. Si esta destrucción constante se hiciera en forma brusca, tipo estallido, tipo acto de magia, nos asombraría, como asombró a los huéspedes del mago Próspero, en La Tempestad, la desaparición de un espectáculo, lleno de brillo y música que se desarrollaba frente a sus ojos. Toda la alegre comedia se esfuma a un solo gesto de Próspero; este aclara que se trataba solo de un juego, de un encantamiento para entretener a sus huéspedes. Agrega, sin embargo, que lo que llamamos realidad es solo aparentemente más sólida y que todo lo que vemos —palacios y altas torres— desaparecerá algún día. «Estamos hechos de la misma sustancia que los sueños», concluye.

Si fuera así —que no lo es— criaturas de sueño, fantasmales— soñaríamos sobre todo con el despertar, la interrupción violenta, aunque nos asustara, de esta incoherente ensoñación, tantas veces pesadillesca.

Como si se abriera una ventana que nadie hubiera visto y entrara el sol, golpeando la cara, sobresaltando al durmiente, despertándolo.

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