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Humanos y larvas

Leé un avance de «El libro de las larvas», de Marion Zilio (Cactus, 2022)

Por Escaramuza / Viernes 29 de julio de 2022
Portada de «El libro de las larvas», de Marion Zilio (Cactus, 2022).

El libro de las larvas. Cómo nos convertimos en nuestras presas, de la francesa Marion Zilio, explora cómo el volver a las larvas, como aquello expulsado para que el mundo sea tal, lleva a una nueva ontología relacional en la que los humanos no son tan amos y señores. Además, piensa lo anterior en un contexto de omnipresencia de las redes. Leé un avance de este ensayo editado por Cactus y que está llegando a librerías. 

Marion Zilio es crítica de arte, curadora independiente y ensayista. Es doctora en Estética, Ciencia y Tecnología de las Artes por la Universidad de París 8 Vincennes, donde también ejerce como profesora. Es autora de Faceworld. Le visage au 21e siècle (2018), libro en el que desarrolla cómo los medios producen lo que enmarcamos como una cara, y Le livre des larves (2020), que Editorial Cactus edita ahora como su primera traducción al castellano. 

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Vivario & diorama

En el cuarto discurso de su enciclopedia, que redactaron en 1789, Diderot y d’Alembert precisaban que, para estudiar los insectos, no bastaba con recolectarlos, coleccionarlos, prepararlos, conservarlos o sujetarlos con alfileres. No. Había que compararlos, examinar sus hábitos, notar las diferencias y las relaciones que mantienen las diversas especies de insectos, intentar comprender su historia, como un rastreador que persigue a un lobo.

Inicialmente, observar no es capturar, sino velar por la libertad de las especies sin alterar sus hábitos en el medio natural. El terreno es más instructivo que la colección. Por lo tanto, recolectar larvas, crisálidas o huevos, proporcionándoles lo que necesitan, sigue siendo más sensato que conservarlos. Además, para quien se interesa en los insectos, la muerte siempre se ve amenazada por la vida: el cadáver permanece como un recurso alimenticio para otras especies. No obstante, criar larvas en sus hábitats predilectos permite, en un segundo momento, introducir elementos exteriores con el fin de evaluar su viabilidad y su estrategia de supervivencia en un medio hostil. A partir de la larva al aire libre, era tiempo de criar larvas en cajas, pero con la ayuda de una caja que permitiera al observador ver las maniobras de las larvas en todo momento, y no únicamente cuando levantara la tapa.

El vivario es un acuario, como era el hogar de mi infancia. Instaladas en tres pisos, cada una de las habitaciones de mi casa estaba enmarcada por uno o varios ventanales de vidrio de gran tamaño articulados alrededor de un patio central que proporcionaba luz adicional. Muy luminosas –frías y húmedas en invierno, calientes y secas en verano–, las celdas eran laboratorios perfectos para una observación continua. Nuestro bloque se alineaba con unas cuarenta viviendas idénticas. El conjunto se yuxtaponía en círculo con un núcleo central de hogares similares que habilitaban una zona de circulación periférica. Un área de juegos, designada con un carrusel oxidado, terminaba de trazar un plan urbanístico ingeniosamente pensado. La urbanización, llamada «la ciudad», estaba dispuesta como un circuito cerrado, donde casi nada sucedía. De niños, nunca dejábamos de andar en bicicleta, con o sin las manos, en carreras o por equipos, girábamos y girábamos tanto que parecía que quedábamos inmóviles, como hámsteres que se extenúan en su rueda o Alicia corriendo alrededor de su árbol.

Ubicados primero en la nro. 11, nos mudamos a la nro. 33, que seguía siendo totalmente simétrica a la vivienda anterior. A pesar de atravesar el espejo, no tardamos en adaptarnos perfectamente a este nuevo lugar, y en hacernos adoptar. Las condiciones parecían ser mejores, el entorno menos ingrato, y los vecinos, nuevas especies por colonizar.

Desde mi habitación, en el último piso, las tres estrellas alineadas de la constelación de Orión me impregnaban todas las noches con su gracia celeste. Una noche, mientras me encontraba de espaldas a la ventana, una luz viva y blanca me llamó la atención. Cuando me di vuelta, tuve la oportunidad de seguir la trayectoria de una bola de fuego que se autodestruía lentamente en su encuentro fortuito con la atmósfera. Nadie había asistido a este espectáculo, vivíamos en la era pre-internet, pero la influencia del astro me había pasmado por siempre. Este privilegio cósmico tuvo su origen en los postigos incansablemente abiertos, aunque yo fuese consciente de que la luz eléctrica, reflejándose en toda la profundidad del cuarto, era visible desde muy lejos, incluyéndome a mí. De noche, el interior propagaba su fulgor hacia el exterior. De día, el exterior se convertía en la prolongación de todos los interiores: espacio físico de la arquitectura y el cuerpo; espacio mental del espíritu y el mundo. La reversibilidad estaba en su punto más álgido, los espacios parecían flotantes y la porosidad desestabilizaba las estructuras de cierre para darle paso al otro y al mundo. Sin paredes, la edificación se abría a sí misma y a la vida del barrio, ofrecía la ilusión de un continente no contenido, la promesa de una transparencia democrática y la revelación de un tiempo cósmico. Las arquitecturas transparentes distorsionan los dualismos al modificar las fronteras del edificio y el cuerpo, despersonalizan el ego y lo pluralizan. En efecto, éramos uno solo con nuestro entorno inmediato, el cual estaba poblado por unos y otros.

La luz, el acuario, los tres pisos y yo, en el último. Mies van der Rohe llevó el panóptico de Bentham a su punto de no retorno. Nos observaban tanto como observábamos, observábamos tanto que olvidábamos que nos observaban. Durante varios meses (o algunas semanas), habíamos alojado un terrario de hormigas, con sus galerías y su reina. El hormiguero artificial había respondido a la curiosidad de un verano, pero no había saciado nuestra sed de ver. Por más de quince años, tuvimos el privilegio de cohabitar con numerosas especies: tortugas terrestres y acuáticas, peces, ranas, pericos, gatos, ratones, ratas, hámsteres, conejillos de Indias, conejos, bichos palo y un largo etcétera. Todo en plural y, en lo posible, de sexos opuestos, con el fin de observar el ciclo reproductivo. ¿Sabían ustedes que, al ingerir la placenta hasta el cordón, no era raro que los ratoncitos fueran digeridos por la misma ratona que los transportó? ¡Retorno al vientre! A pesar de la insistencia de mi hermanito, mi madre nunca aceptó que adoptáramos una iguana o una serpiente. Los cuerpos recubiertos de escamas, cilíndricos y, lo que es más, desprovistos de miembros, le causaban angustia, probablemente a causa de su locomoción ápoda. Reptar no era un ideal ético. En su lugar, se prefirieron algunos energúmenos prendidos con alfileres en cajas (tarántula, lepidópteros, coleópteros) o bañados en resina (escorpión), cuyo interés duró poco.

***

Los vivarios, como las vitrinas de los grandes almacenes de la modernidad, las estructuras de cristal o los museos, son espacios de incubación donde el mundo, a semejanza de una incubadora, compone y exhibe posibilidades de vida. Concebido inicialmente en el marco de un proyecto de divulgación científica y de difusión de la historia natural entre los aficionados, el acuario, a pesar de sus intenciones democráticas, solo recibió en sus comienzos una acogida entusiasta entre las mujeres de la alta sociedad. La «acuariomanía», que surgió en Inglaterra hacia 1850, solo perduró un corto decenio, pero abrió nuevos espacios de representación, conservación y presentación de la vida. Ampliamente difundida por la literatura femenina de la segunda mitad del siglo xix (Le journal des demoiselles, Le magasin des demoiselles, Le magasin des familles), la compra de tal aparato lo convirtió en un objeto decorativo para la esfera doméstica, cuya gran dificultad consistía en encontrar el equilibrio que le permitiera mantenerse por sí solo.

A la recámara oscura, que traducía en dos dimensiones invertidas las bellezas del mundo exterior, le seguía el espectáculo animado de un cuadro viviente que se percibía a través de una pantalla de cuatro caras. Inspirado directamente en la «caja de Ward», elaborada hacia 1829, el tanque transparente albergaba una comunidad de organismos «que se podían observar, no desde arriba, a través de las aguas de la superficie, agitadas por ondas y, por consiguiente, opacas, sino cara a cara y de lado, a través de una pared de cristal transparente y agua clara» [1], notaba Stephen Jay Gould. El pequeño invernadero de cristal inventado por el médico y botánico Nathaniel Bagshaw Ward había desempeñado, unos años antes, un rol crucial en la expansión del comercio y del Imperio victoriano. Gracias a un ingenioso dispositivo de circulación del aire y condensación de la transpiración de las plantas, el londinense, que deseaba proteger sus helechos del humo del carbón, acababa de desarrollar un invernadero portátil que iba a permitir el transporte de plantas exóticas que no se podían mantener vivas durante largos trayectos por mar, y cuyas semillas no se podían cultivar en un medio templado. Fue así como el botánico Robert Fortune puso fin al monopolio chino de la producción y comercialización de té, al introducir clandestinamente árboles de té en India, o como las colonias británicas comenzaron a producir caucho proveniente de Sudamérica en Malasia. Dos nuevos productos se añadieron de este modo a la lista de mercancías comercializadas por el Imperio británico. Las cajas de Ward fueron probablemente la mejor inversión jamás hecha por el gobierno, por cuanto consolidaron la posición dominante de un imperio colonial sobre el resto del mundo y las especies.

El acuario, por lo tanto, mucho antes de que el cine se convirtiera en una máquina de producir imágenes en movimiento o que los reality shows expusieran las relaciones entre individuos en un hábitat cerrado, evocaba para sus contemporáneos una «escena de teatro de moralidad» [2] , en el que se oponían dos concepciones de la noción de progreso. Por un lado, sus promotores, como dignos representantes del optimismo imperante, afirmaban la superioridad del ser humano sobre las demás especies. El acuario representaba un laboratorio de observación, semejante a un espejo de las pasiones humanas, donde se reproducía la ideología positivista del control, la dominación y la apropiación de la naturaleza por parte del hombre. Por otro lado, se propugnaba por un retorno del ser humano a la naturaleza, no tanto para renegar de su evolución, sino para afirmar una mayor armonía social, una comunión restaurada entre las especies. Ahora bien, esta visión dual no deja de evocar la manera en que la filosofía occidental ha abordado el concepto de naturaleza a través de la historia. En El velo de Isis, el filósofo y helenista Pierre Hadot también distingue dos actitudes: órfica y prometeica. Ellas se derivan de sucesivas interpretaciones inspiradas en el aforismo de Heráclito, que sostenía que «la Naturaleza ama velarse». La actitud órfica se expresa en lo oculto, lo secreto y la contemplación, cuyo lenguaje solo poseen los artistas y poetas; la segunda, prometeica, busca domar y experimentar una naturaleza hostil, penetrando, incluso violentamente, en sus misterios. Ya sea que un deseo de inmersión y de «fusión mística» se apodere de los seres o que, por el contrario, la naturaleza se conciba como un recurso por explotar, ¡siempre se afirma el deseo de levantar el velo!

[1] Stephen Jay Gould, «Se voir face à face, clairement, à travers un verre», en Les Coquillages de Léonard. París, Seuil, 2001, pp. 66-83.

[2] Louis Figuier, «L’aquarium du Jardin d’acclimatation», L’année scientifique et industrielle, 1864 (8° año), p. 289.

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Zilio, Marion. El libro de las larvas. Cómo nos convertimos en nuestras presas. Trad. Andrés Abril. Buenos Aires: Cactus, 2022. pp. 10-15. 

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