Difusión
Leé un fragmento de «Las ceremonias del verano», de Marta Traba
Por Escaramuza / Viernes 04 de febrero de 2022
«Las ceremonias del verano», de Marta Traba (Firmamento, 2020)
Compartimos las primeras páginas de Las ceremonias del verano, de la escritora y crítica de arte Marta Traba (1930-1983). Ganadora del Premio Casa de las Américas en 1966, esta novela es un recorrido por la sensibilidad de una mujer en cuatro etapas de su vida. Texto arriesgado, pleno de lirismo y muy vigente, fue reeditado en 2020 por la editorial Firmamento.
Marta Traba (Buenos Aires, 1930-Madrid, 1983) estudió
Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires, y viajó a Roma y
París para especializarse en Historia del Arte. Llegó a Colombia en 1954, donde
tuvo una intensa labor como agitadora de la vida cultural de la época, hasta
convertirse, en palabras de Elena Poniatowska, en «una figura
imprescindible en un país en el que mandaban los militares». Fundó el Museo de
Arte Moderno de Bogotá y, en 1965, fue nombrada asimismo Directora de la
Extensión Cultural de la Universidad Nacional de Colombia. Dejó un legado
compuesto por más de veinte volúmenes de historia y crítica de arte,
innumerables artículos, una colección de poemas, siete novelas y dos libros de
cuentos cortos.
I
il trovatore
Yo soy esa muchacha que llora sin parar, en el fondo de un cuarto oscuro. El calor entra por las hendijas, se cuela el pegajoso, enervante y turbio calor; exaspera las lágrimas, las calienta y la sal se hace más evidente: pero ya no son lágrimas, es algo más hondo y también ridículo. Me doy cuenta de esto al callarme un instante y comprender que ya he llegado al hipo, al gemido e incluso que lo estoy prolongando con desgano. Con desgano nunca, al contrario, cada vez más fuerte para que ojalá alguien, en alguna parte, lo escuche. No un ser humano sino algo distinto que debe de haber, que tiene que haber, en alguna parte del mundo, tal vez un ángel, ángeles, pero aquí no hay vida posible para los ángeles. Todo este mundo es sol y horno, sol líquido, chorreante, derretido y los ángeles tienen alas sensibles: aquí las alas gotean, se escurren por estas estúpidas paredes Tudor o cualquier cosa y poco a poco pierden su carácter radiante; el nimbo cae, se desfleca la trenza; va deformándose, contrayéndose sus rostros perfectos y aparece siempre alguien determinado, la familia. Sin embargo, en otra parte del mundo, ¿bajo qué cielo fue anoche que silbó tan largo, tan extraño, un pito? La única cosa posible y bella de esta ciudad horrible son los silbatos, siempre estamos al borde (estoy, porque ellos viven anclados y rubicundos), estoy al borde de la despedida en esa única parte fresca de este mundo calcinado, el muelle.
Tal vez no fue anoche, sí. ¿O lo soñó? Para de llorar y quisiera mirarse al espejo para ver el monstruo en que se ha convertido; pero no, resiste y no se mira, entreabre la persiana y esa luz como un cuchillo, esa ola invasora, ardiente, le quema los dedos. Hay que cerrar, rápido, aunque no lo bastante para impedir que se hayan formado de nuevo todas las imágenes, la estación, la llegada; todo se recorta de nuevo en la memoria, aprieta los ojos pero la pupila está llena de negativos, impresas, fijas las imágenes en blanco y negro. No fue anoche el pito, fue ahora, quiero decir, ayer, cuando el tren pasó ya somnoliento, chirriando, por el primer cartel del andén que decía: «Vicente López», y a ella le entró esa especie de lentitud siempre igual y misteriosa y confortable de acceder a otro mundo, al agua y la playa y las casas con teja española y al específico olor a madera nueva del trinchante y el aparador del comedor en la casa de Vicente López. El tren va disminuyendo su velocidad y todos sus goznes chirrían, sube del andén esa niebla caliente que distorsiona la visión. ¡Oh mundo nítido, atroz y blanco, atroz! ¡Blanco! ¡Atroz! ¡Blanco! ¡Deslíete y desvanece tus formas brutales! ¿Ana Karenina se hubiera tirado bajo el tren en este verano de Buenos Aires? Pobre rostro puro de Vivien Leigh y de pensar ahora en su auténtica, irreprimible desesperación en la oscuridad de la platea del cine Lucía, ya se le oprime y estruja de nuevo el corazón. ¡Qué cosa tan absurda! Hace un minuto vibraba de alegría deletreando el amado cartel v- i- c- e- n- t- e- l- ó- p- e- z y ahora, de nuevo el pánico: Ana Karenina entre las brumas, en la trampa, apresada por la soledad. O el desamparo en la platea oscura del cine Lucía, para colmo sin pañuelo y pasándose el dorso de la mano por los ojos sin poder parar de llorar. No puede llorar en este momento; sin embargo, un hombre taciturno no le quita los ojos de encima desde el asiento de enfrente. Trenes repugnantes los argentinos, los asientos no debían estar hechos para poder voltearse. El tren, el vagón vacío, y el hombre llega y voltea el asiento justo frente a mí y se sienta, y yo sin poder bajar los ojos de su cara —pánico, asco irracional—, pero él levanta lentamente la mano y la coloca sobre la ventanilla que tiene el cristal bajo, y hay que mirar fijamente esa mano velluda que tiene de pronto leves contracciones. Así debió de viajar Ana Karenina, sí —¡qué horrible opresión!—, cuando tenía catorce años. No puede llorar pensando en ella. Ridículo; el hombre creería que llora por él: piensa entonces en la doble columna de Leoplán y recuerda que cuando uno, ella, está enfrascado, perdido, en los momentos más dramáticos de la lectura, hay siempre un pequeño recuadro en negrita que dice «suscríbase a Leoplán, el mejor medio de conocer económica- mente la literatura universal», y abajo, más grande, $ 20 moneda nacional, etc., y todos, ella, los demás que seguramente leen Leoplán, caemos en el vacío, la nada. Le da risa, se acuerda de que en el momento en que Raskólnikov levanta la mano para matar apareció el cartel de «suscríbase», etc., pero tampoco se puede reír ahora, no puede nada, paralizada ante el hombre y acaso es apenas un inofensivo vendedor de seguros; pero por qué se sentó enfrente, en el vagón vacío y se puso la gabardina sobre las piernas (con este calor espantoso y un cielo irreductible, sin asomo de lluvia), el inspector le echó al pasar una mirada recelosa y marcó el boleto con evidente ira. Sabrá por qué, todos pertenecen al mismo mundo siniestro y el tren se detuvo entonces de golpe. Casi me doy contra el hombre. De un salto desciendo frente al segundo cartel. Enorme, Vicente López, húmedo de calor, recocidas y tambaleantes letras negras sobre el fondo blanco donde alguien ha dibujado, a la carrera y sin mucha convicción, dos letras: p. s. El mundo es blanco y negro en este andén, habría que correr por la estación hacia la única franja de sombra, debajo del techo de dos aguas de zinc, pero está llena de jubilados dormitando en sus largos bancos. Estas estaciones como asilos, veraneaderos de los jubilados, ya ni hablan, yacen con las cabezas caídas hacia atrás y las bocas abiertas, desdentadas, sostenidos sólo por la angustia de no perder el bastón. Serán derretidos lentamente bajo el techo de zinc, exorcizados por el sol; algún día el sol se meterá por la rendija y morirán todos, dulcemente, carbonizados bajo los carteles múltiples, banderas, largos pendones, estandartes flameando en un aire espeso las mismas letras, v- i- c- e- n- t- e- l- ó- p- e- z.
El sol me alcanza el cuello, me quemaré mal, bajo las escaleras de la estación corriendo y ya. ¡Ya! Ya empieza el olor. Éste es el mundo de verdad, caen sobre mí los árboles, un fragor oloroso me circunda. Aquí todo deja de ser barrio, repulsivo y desértico barrio. Aquí es comarca. Muere al fin, despanzurrado, mi desdichado mundo real, no quiero ni pensar en él pero me persigue; sin embargo, lo venceré, sé que cada cuadra que camine bajo los aromos lo iré desterrando, hasta que llegue a la casa de Vicente López desembarazada de él, libre de él. Por ejemplo: ahora, caminando la primera cuadra, logro abandonar la imagen de aquel jardincito repugnante detrás de la verja, iguales todas las verjas, inútil pintarla de azul, de un azul vergonzante para distinguirla de la del vecino.
¿Nunca vivió usted en casas colectivas? Para qué, todo es inútil, la misma puerta cancel, la misma ventana del mismo baño donde usted imagina sin ningún inconveniente que entra su vecino en camiseta a afeitarse, de pronto se equivoca y entra al mío, estamos al fin y al cabo todos uniformados, nadie se sorprendería. Llego a la esquina y he liquidado aquel jardín reseco. Ahora cruzo y comienzo a borrar la imagen que sigue. ¿Pero es que sigue algo? La casa está vacía, hay un corredor tétrico con dos cuartos a la izquierda, en el primero alguien compró un comedor provenzal después de ganarse un premio en la lotería. Pero el comedor dejó de ser nuevo apenas se instaló en la habitación, tal vez porque la fragancia de la madera se perdió entre la cantidad de polvo insecticida que hay que echar siempre en los zócalos y rincones por las cucarachas; no hay niños pequeños, no hay peligro de que unten el pan con manteca con el polvo para las cucarachas. El comedor provenzal quedó en la mitad de la sala, súbitamente marchitado, como si pronto volvieran a recogerlo para llevárselo de nuevo a la mueblería y es que nunca se sabe, han embargado tantas cosas, tantas veces. Entonces nadie entra, nadie se sienta, por si acaso: las cosas no se apoyan, aguardan un interminable trasteo. De modo que. Ya se está desdibujando. Alcanzo la otra esquina y queda borrado también el comedor.
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TRABA, Marta. Las ceremonias del verano. Madrid: Firmamento, 2020, pp.12-18.
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