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Difusión

Leé un fragmento de «Qué ganas de no verte nunca más», de Mercedes Rosende

Por Escaramuza / Viernes 06 de noviembre de 2020

Compartimos las fragmento de Qué ganas de no verte nunca más, la tercera novela de Mercedes Rosende que tiene como protagonista a Úrsula, una mujer que pelea contra la soledad y los estereotipos, al mismo tiempo que se sumerge en una trama policial con crímenes, estafas y movimientos mafiosos.

Mercedes Rosende es escritora y guionista. Ha publicado y participado en medios escritos, radiales y televisivos como columnista y panelista. Sus obras son: Demasiados bluesLa muerte tendrá tus ojos (2008), con el que obtuvo el primer premio del Premio Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay, Mujer equivocada (2011), publicada también en Argentina, España y Suiza, El miserere de los cocodrilos (2016, publicada también en Suiza en 2018) y Qué ganas de no verte nunca más (2019). Fue ganadora del premio LiBeraturpreis edición 2019, otorgado por Litprom de Frankfurt.


Un mes antes del escape

I

No deja de ser gracioso que Papá esté sentado frente a mí, en su butaca, tomando un whisky en su vaso favorito, y que lleve puesto el mismo traje con el que lo enterramos. Afuera, en Montevideo, el sol invernal regaló una tregua y las madres corrieron a sacar a sus bebés en los cochecitos y a los niños de la mano; la vida que asoma, la otra cara de la moneda. Y mientras, yo estoy acá, encerrada en mi casa, hablando con un muerto.

¿Cómo sucedió? Simplemente, un día escuché la cerradura y era él. No había pasado una semana, tal vez ni habían pasado tres días desde su entierro.

Sé que ahora él se pondrá de pie y servirá otra piedra de hielo para estirar el mismo whisky. Desvío la vista porque no quiero mirarlo, veo el sol que se hunde en el río y le arranca su rojo más hermoso.

Me observará, carraspeará antes de hablar para que le preste atención, y ya me abruma pensar que empezará a recriminar mi conducta. ¿Cuál conducta? Cualquiera, todas.

No importa lo que yo haga, no importa cuánto me esfuerce por complacerlo, Papá siempre encontrará un defecto, algo para señalarme, para reprocharme. Tanto da si me otorgaron un premio por mi traducción de En busca del tiempo perdido como si acabo de robar el botín de un asalto a un transporte de caudales: para él, siempre lo habré hecho mal.

Me defiendo antes de que llegue el ataque: no me puede tomar desprevenida.

—Sí, Papá, quiero que lo sepas: esta mañana robé la plata del atraco al blindado. Llegué, tomé el control del asalto y me fui en un coche cargado con el botín.

Volverá a su butaca y me mirará en silencio, largamente; después clavará los ojos en el líquido dorado y hará tintinear los hielos contra el vidrio del vaso. Suspirará, entornará los párpados.

Levanto la barbilla y lo desafío como cuando era adolescente. Le cuento detalles que sé que lo escandalizarán.

—Fui con mi 38, le disparé al Roto, subí a Germán a la camioneta y huí con la plata. ¿Qué te parece?

No me mirará, evitará hacerlo. Yo insisto en narrarle los pormenores más escabrosos hasta que empiezo a sentirme mal, hasta que me duele la cabeza, que es la forma que tenemos de llorar los que no lloramos. Entonces cambio la táctica, bajo la voz, comienzo a explorar su lástima, su compasión.

—Quiero otra vida, Papá. Ser otra mujer.

Dejará el vaso antes de levantarse, antes de ir a la cristalera donde están sus estatuillas japonesas, y yo escucho el sonido familiar, el crujido de las suelas de los zapatos contra el piso, veo el brillo negro del cuero.

Desde que está muerto recobró el paso elástico de cuando era joven. Se detendrá frente a la gran vitrina, observará, contará una a una las trescientas veintidós figuras de marfil, porcelana, piedra, madera; una a una pasará revista a las princesas, cantantes de ópera y damas de sociedad, a los emperadores y guerreros y monjes, a los perros y conejos. Dirá que no están bien cuidadas, que no parecen estar limpias, que ve polvillo y que tendría que usar más la gamuza, las franelas que dejó en el cajón de…

Lo interrumpo.

—Ya sé en qué cajón dejaste cada cosa, y las limpio como vos me enseñaste.

Él sacudirá la cabeza, sonreirá y su sonrisa querrá decir que no soy capaz, que no soy eficiente, que no soy digna de su herencia.

—No, Papá, eso no es así, las estatuillas están bien cuidadas. Me ocupo cada domingo con los cepillos, hisopos, líquidos especiales. No me vengas con reclamos porque hoy no te voy a escuchar. La casa está tal como la dejaste, tanto que cada vez que abro la puerta y aspiro este aroma es como si inhalara el pasado, el que vos me dejaste, como si respirara todos nuestros muertos.

En la casa donde vivo hay suspiros en los rincones oscuros, crujidos en la madera del suelo, viento frío que anda entre los mármoles. La recorro y escucho voces, viejos ecos apretados entre las paredes.

Él volverá a su butaca, a su vaso de whisky. En unos minutos sacará el encendedor de oro, tal vez prenderá su pipa. Papá era un hombre exitoso, y pasó la vida esperando que yo también lo fuera, que respondiera a su idea de una vida perfecta: una mujer inteligente y delgada al lado de un hombre como él, cosmopolita y sofisticado. Y yo nunca fui delgada ni tuve a mi lado al hombre que Papá quería que tuviera.

La oscuridad de la sala está salpicada de pedacitos de Montevideo que atraviesan el vidrio de las ventanas por las noches. Lo miro y sé que él pasará a la siguiente recriminación.

—Papá, no digas eso: yo no muerdo la mano que me da de comer. Qué expresión tan infeliz acabás de usar, la mano que te da de comer. Justo vos y justo a mí, a la que dejabas sin comer, la niña que castigabas haciéndola pasar hambre y encerrada en su cuarto, para que fuera flaca como Luz o como mamá. Justo a mí, Papá.

Otra vez los recuerdos me hacen saltar la rabia, el rencor; los dejo salir y multiplicarse, desbordarse, porque está bien que así sea. La bronca es un buen combustible para soportar esta vida. Pasan las imágenes y las memorias sin orden, porque esa es la mecánica de los recuerdos: nos aplastan sin la menor consideración por la cronología. Echo más leña al fuego, repaso los reproches que me hizo, todas las penitencias que me impuso, el hambre y la oscuridad en mi habitación. No quiero que este odio se acabe; si se acabara, podría aparecer la culpa, aparecería un dolor que sé que no puedo soportar. Prefiero este zumbido de avispas furiosas en mi cabeza.

Sí, a lo largo de la vida nos habíamos ido detestando más, nos habíamos ido pareciendo más. Ahora, desde que murió, desde que yo lo mandé a ese panteón cercado por las flores que lleva mi hermana, somos casi la misma persona.

Por un momento él asumirá una inmovilidad inquietante, una ausencia demoledora de gestos, y sus ojos se levantarán hasta quedar fijos en mí. Una sonrisa lenta se irá dibujando en sus labios.

—No, Papá, Germán no huyó con mi dinero. Dale tiempo, esto acaba de suceder, y él me va a llamar, vas a ver que me va a llamar. Es un cobarde, sí, pero es un hombre bueno, de palabra. Debe de estar complicado, no ha de ser fácil esconder tanto dinero y lidiar con sus miedos. Tarde o temprano me va a llamar, y me va a entregar mi parte de la plata. Confío en él. Vas a ver, Papá, tarde o temprano lo va a hacer.

Él seguirá ahí, callado e inmóvil, mirándome desde su sonrisa mordaz, hasta que por fin levantará el brazo y beberá un largo trago de su whisky, abstraído; y sé que mientras tanto pensará la siguiente frase para atacarme, para herirme. Sé lo que me va a decir.

—Y no, no voy a renunciar a mi fortuna. Entendelo, no voy a renunciar a la nueva vida que me espera. ¿Que es plata mal habida? Puede ser, pero yo no la robé: robé al ladrón y escapé. ¿Y sabés qué? No me importa, no me importa lo que digas.

Me mirará con desconfianza, preparará su siguiente golpe. Abrirá la boca para hablar, pero yo seré más rápida.

—¿De qué querés hablar, Papá? No quiero, ahora ya no quiero hablar contigo. Andate a la tumba, andate a criar larvas en ese agujero negro y no salgas de ahí nunca más.

Sacudirá la cabeza, bajará la vista, ensayará la pesadumbre.

—Sí, es cierto, Papá, antes te escuchaba. Y antes te tenía miedo, también, aunque no pareciera, aunque creyeras que yo era la rebelde que te desafiaba, porque ese desafío era la forma que tomaba mi miedo, la de un animal herido que ataca.

Lo miro, él seguirá ahí, tan alto y delgado, joven y lleno de vigor a pesar de la muerte, resplandecerá la mirada acerada, los zapatos lanzarán su brillo negro, casi feroz. Volverá a sacar su encendedor de oro, jugará con la llama que aparece y desaparece, cada vez más rápido. Su mirada se volverá sombría. Esa mirada que me hacía temblar.

—Cuántas ordalías ha provocado el miedo, Papá querido. Mi miedo, el que yo te tenía. Pero ya no: la muerte apaciguó tu ferocidad. Sos un cadáver más en el cementerio al que tu otra hija, Luz, lleva flores en los aniversarios.

Sí, qué suerte tiene Luz, se siente en paz con su conciencia solo con poner flores en un par de frascos de vidrio. Yo no tengo conciencia, ni buena ni mala, no tengo cuentas que saldar con los muertos ni les debo nada que ya no haya pagado. Y lo que ellos me debían se lo hice pagar.

Púdranse en el infierno, muertos queridos, y por toda la eternidad.

Lo veo ahí sentado; hay otro reproche a punto de salir de su boca y renace el fuego en mis tripas, el martilleo en mi cabeza; y aunque es solo un segundo, basta para demostrar que no es cierto que el tiempo lo cure todo. El dolor queda, siempre está ahí. ¿Por qué los hijos heredan y arrastran un legado de amargura que no les pertenece?

La oscuridad no me molesta; solo el día, que a veces es un lento viaje a la noche. Me desplazo a oscuras, de memoria por una casa que siempre es la misma. Me levanto de mi butaca y voy hacia Papá, acaricio la tela del sillón, de su sillón vacío, el tapizado bordó, el respaldo con la marca de su cabeza, la tela que nunca cambié. El amor es un diamante limpio y bruto; y aunque sea ahora, que está muerto, tendría que decirle cuánto lo extraño.

Él caminará hacia la oscuridad; lo veo irse y callo, nunca le digo nada. A veces el dique se rompe y entonces lloro, lloro toda la noche, hasta que amanece.


Rosende, Mercedes. Qué ganas de no verte nunca más. Montevideo: Planeta, 2019, pp.15-21.

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