Crónicas
Los hogares de los dinosaurios: Danielle McLaughlin
Por Rosario Lázaro Igoa / Lunes 16 de noviembre de 2020
Once relatos conforman Dinosaurios de otros planetas, de la irlandesa Danielle McLaughlin, un libro editado por Alter ediciones (2020) y traducido por nuestra colaboradora Rosario Lázaro Igoa. A través de sus palabras nos adentramos en bosques irlandeses, en ambientes domésticos y recuerdos pegajosos, y en la cuidada experiencia de traducción que supuso la publicación.
Hace poco, comenté que extrañaba los pájaros, la escarcha, los personajes en sus entrañables patetismos. No lo dije, pero también siento nostalgia de los bosques oscuros, en los que pasan cosas esquivas. Como varios del equipo editorial, pasé meses del 2019 en el mapa de Irlanda, imaginando los escenarios de cada uno de los cuentos del libro Dinosaurios en otros planetas, de Danielle McLaughlin (Alter, 2020). Traduje con la urgencia de terminar el proyecto antes de que naciera mi hijo y, como en cualquier traducción, inmersa en esa prosa ajena. Después vino encontrarla en español (tarea que nos embarcó en discusiones y búsquedas infinitas con Leo, editor de Alter). Había un cuento en particular, «Un país diferente», en el que los protagonistas manejaban junto a un estuario rumbo al mar abierto. Cruzaban y descruzaban esa frontera llena de vericuetos. Hasta la autora ayudó a desenredar cuestiones que se obstinaban en permanecer opacas. Pero más allá de las geografías, desconocidas, ya que nunca terminé de juntar coraje para atravesar el mar y llegar hasta Irlanda, lo que más ha quedado de ese extraño volumen de cuentos son los interiores de las casas, el territorio doméstico en sus más grotescas infidencias.
Acumulación. Encierro. Inutilidad. Desasosiego. El comedor de la casa en la calle Drumcondra:
La habitación parecía lastimada, había una sensación de daño ocasionado por un sinfín de diminutas escaramuzas a lo largo del tiempo. Estaba repleta de muebles: además de la mesa de comedor y las sillas, había una cajonera angosta con tunas polvorientas; unas mesas nido con guías de teléfono viejas apiladas; cristaleras abarrotadas de cubiertos amarillentos.
La vajilla que la mujer saca la primera vez que cenan con la adolescente recién llegada, pero que después nunca aparecerá de nuevo. Chirridos. Susurros. Siluetas. Y también el siempre presente hall al que desembocan los cuartos. Los interiores opresivos se suceden cuento a cuento: la casa victoriana, con la colección de objetos de guerra de un marido cornudo. Balas, brazaletes y hasta cartas, como en un museo. O, en otro, el descanso de la escalera, con una minuciosa disposición de figuras de cristal asoleándose para que nadie las vea. En ese mismo cuento, la reacción desesperada ante otra infidelidad: quebrar fuentes, adornos, un caracol venido de las vacaciones, todos contra el cerco, al fondo del terreno, hasta que una vecina se da cuenta y se impone nuevamente el decoro.
Con incluso más fuerza ha quedado el entorno doméstico de un cuento muy perturbador, «La noche del zorro plateado». La descripción a medida que se acercan a la casa ya da cuenta del abandono. Un hombre solo con su hija adolescente. La visita de los muchachos que le venden harina de pescado para el criadero de visones. Los galpones. Los chillidos. El frío. Dentro de la casa, cuando se embarcan en una negociación sórdida, McLaughlin escribe:
Había un aparador de caoba con tallas ornamentadas que seguro venía de una casa más grande y más suntuosa. Encima, cuadrados de manteles descoloridos doblados junto a una familia de elefantes de porcelana azul. La habitación tenía olor a guardado, a polvo sobre polvo.
Por si todo esto no diera cuenta del encierro, agrega:
La alfombra era marrón con vetas anaranjadas y a lo largo de una de las paredes había un sillón mostaza. A cada lado de la estufa había dos poltronas iguales embaladas en nailon todavía. Sobre la mesa ratona estaba el anuario de los peleteros y libros de bolsillo gastados.
Más tarde, cuando las cosas se ponen castaño oscuro, ya no están en el living, sino en la cocina. La imagen de Liddy, el criador de visones, tomando whisky, es más desgarradora que la de los visones destripados en el galpón de afuera. Es más, como un recuerdo pegajoso, «La grasa rancia de una fritada flotaba en el aire».
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