Y seguir
Los libros de mi vida: Gabriela Escobar
Por Gabriela Escobar Dobrzalovski / Viernes 18 de octubre de 2024
Foto: María Rodenas
«Formé, con los años, una colección de libros que nadie quiere. Por rotos, por inclasificables, por estúpidos, por específicos»: escribe Gabriela Escobar a propósito de los libros de su vida. Un ensayo en el que se derrumban las distinciones entre alta y baja literatura, al tiempo que se evidencia la familiaridad con el libro impreso en toda su magnitud.
Y los dibujos
El entrevistador estaba obsesionado con una pregunta: «¿cuándo sentiste el llamado a ser escritora?» y con las manos marcaba un embudo de luz que caía desde el cielo a su cabeza, y esperaba que yo contase una historia santa: una aparición, un sueño, una voz del más allá que me colocara de golpe en la vía de la escritura, como una monja que recibe una señal y abandona todo para casarse con Dios. Como yo no contaba la historia que él quería, la pregunta regresaba. Le hablé de procesos inconscientes, de continuidad. Él quería un hito, un antes y un después de Cristo, un momento a partir del cual jerarquizar todos los momentos. La entrevista duró dos horas. Su pregunta base, que no formaba un territorio en el que pudiéramos caminar juntos, derivaba: «¿qué dijo tu familia cuando dijiste que serías escritora? ¿Cuál fue la lectura que te convirtió en escritora?». Contesté preguntas que no hizo, le conté que los libros fueron desde mi infancia algo que se vendía, que mis padres tenían un puesto en la Feria de Tristán Narvaja, que vendían libros usados y mapas antiguos. El entrevistador me preguntó si vendían libros buenos, dije que vendían filosofía y narrativa y que más bien precisaban que se vendieran. Entonces me preguntó si mis padres leían alta literatura o cualquier cosa. Acordamos no subir la entrevista a internet, fue doble deseo.
A pesar del puesto en Tristán nuestra casa no estaba llena de libros. Vivíamos en Jacinto Vera; los libros, en cajas en un depósito de la calle Uruguay. Los domingos se sacaban a la calle y a las tres de la tarde volvían a entrar. Después los adultos pusieron una librería. A algunos los leíamos sin abrirlos demasiado para que se pudieran vender. Mientras, en mi casa, la biblioteca de mi hermano era inaccesible, y la de mi padre tenía decenas de volúmenes, todos de Asimov.
Por la librería tuve cerca libros muy disímiles. Siempre me resultó triste la distinción entre alta y baja literatura, obra mayor y menor. Formé, con los años, una colección de libros que nadie quiere. Por rotos, por inclasificables, por estúpidos, por específicos.
El libro El Metrosexual es un manual contemporáneo de tapa azul para instruir hombres en técnicas de seducción. Trae imágenes como las del tránsito: cuadros donde hay un tipo incendiando su traje en una cena con velas, y, por encima, la imagen entera tachada con una cruz. Al lado una lista de precauciones para las citas: «No se acerque demasiado a las velas, no huela el corcho, no hable si mastica». El libro termina con la frase «No sea idiota». De esos, varios. También manuales para arreglar televisores, con imágenes desplegables que muestran circuitos electrónicos, libros de catequesis con guiones para que actúen los niños [1], manuales de buen comportamiento, guías de flora y fauna, libros viejos para aprender taquigrafía, lectoescritura o idiomas extranjeros, libros para sobrevivir a la intemperie, hechos por o para boy scouts, que enseñan a hacer nudos, cocinar en el monte, armar una choza con palos. Se juntaban en pilas que se vendían por diez o cincuenta pesos, y, muchas veces, quedaban eternamente girando en el fondo de la librería, yo me los iba llevando.
*
Cerca del teléfono de línea estaba la Guía de calles de Montevideo, con mapas que partían la ciudad, y la Guía de Páginas Amarillas. En alguna época marcaba teléfonos al azar y sin preámbulo leía un párrafo de cualquier libro. Pero eso fue en la etapa de amor con el teléfono de línea, el contestador, el altavoz, las grabadoras. La Guía Amarilla probablemente la leí entera, o salteada, o leí algunas partes muchas veces. Un buscador primitivo, anterior a internet, las actividades y objetos del mundo adulto, una clasificación hiperespecífica, extraña, a veces graciosa. No sé si, en algún lugar, todo esto se volvía, para mí, una forma suave de la literatura de terror. En mis primeras lecturas todo lo que encontraba escrito convivía, no había alta o baja, todo me interesaba y me absorbía como un cuento. Tiene que ver con pasar muchas horas sola, y poder observar, usar, mezclar y dar vuelta todo.
En el tercer estante iban acostados los libros grandes. Con la Guía del Tercer Mundo aprendí las palabras natalidad, mortalidad, PBI. Miré los números abstractos al frente de esas palabras secas, ese modo de desglosar y deshuesar un país. Me detenía en cada uno de los términos, tasa-de-mortalidad-infantil, y miraba las fotos, los mapas, prestaba atención a esas variables que se repetían y parecían definir categorías de mundo. Arriba o abajo de esa guía vivía el Libro Guinness de los Récord con su tapa verde fluorescente. En loop leía las historias que me daban miedo: el hombre más alto del mundo, tan frágil, el señor que tuvo hipo por más de cincuenta años, la mujer con uñas de varios metros, que se curvaban sobre sí mismas y se volvían garras, la pareja que se besó por más tiempo, el padre de familia cuya piel se volvió costra de árbol. Y las fotos.
*
Saliendo de los menos favoritos del público de la librería, pero todavía en la escuela, me obsesioné con la colección de terror de R.L Stine y, más cercana, con todo que publicaba El barco de vapor. Tenía fascinación con los cuentos folclóricos, lo sobrenatural, lo asqueroso y lo maravilloso. A veces me decepcionaba. Recuerdo un libro de Hansel y Gretel que parecía recortado. Terminaba y pensaba: «¿Esto es? No. Esto no es». Y volvía a leerlo para ver si había perdido algo. Después entendí que una misma historia podía variar. Me preguntaba si cada uno había recibido el cuento de una forma distinta, si les había dado pereza, o si era que nadie sabía cómo era la historia original.
Inicio del liceo, Quiroga, Kafka, Poe. Las escritoras volvieron [2] el día que, cerca de mis quince o dieciséis años, fui a la casa de Dani Umpi, y me dio, además de una bolsa llena de volantes de cualquier cosa, una torre de libros. Entonces leí Presente perfecto, de Gabriela Bejerman, con locura. Entre esos libros estaba Marc la sucia rata, de Sbarra (un libro que todavía tengo, perdón Dani), algunos libros pequeños y autoeditados como Un año con amor, de Mariano Blatt y Teddy Williams, el increíble Preguntale, y el amor inmenso e impreso entre Cecilia Pavón y Fernanda Laguna, llamado Ceci y Fer. Translúcido. Hasta ese momento no había leído nada que tuviera personajes gays, aura gay. Entonces sí, además de putos o tortas, en esa pila de libros había muchas formas-otras de estructurar un libro, mucha simpleza, hondura, juego, calentura, belleza y amor por el lenguaje. Yo no podía más. Había gente adulta, cercana, que mantenía un esplendor intacto. Me deprimí menos. Enamorarme leyendo, empezar a viajar a Buenos Aires con el permiso de menor para buscar más de la editorial ByF, Sbarra, Aira, Cucurto, ir a la feria a encontrar a Philip K. Dick, Machen, Pizarnik, una fotocopia con cuentos de Rachilde, y seguir.
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Notas
[1] En una de las escenas, una voz enseña que Los Beatles, Lennon, tuvieron la osadía de decir «Somos más populares que Jesús. No sé quién se irá primero, el rock o el cristianismo». Unos años después, dice la voz, Los Beatles se separaron.
[2] Antes estuvieron Helen Velando, María Elena Walsh, Magdalena Helguera, las leyendas indígenas de Leonor M. Lorda, Ana María Shua, y las poetisas que leí sin entender.
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