La poesía de Raúl Zurita
Los ríos que se abren
Por Martín Cerisola / Jueves 11 de octubre de 2018
En el marco de la quinta edición del Filba, varios autores internacionales se hacen presentes en esta fiesta que celebra la literatura. Uno de ellos es el poeta chileno Raúl Zurita, y Martín Cerisola nos cuenta un poco de su vida y de su obra.
El 11 de setiembre de 1973 Raúl Zurita tenía 23 años, iba camino a la universidad y fue arrestado. Fueron los peores días de su vida. Conoció la humillación y la tortura. En su primer libro, Purgatorio, hará poesía con rabia y con sed de justicia. Y también con el dolor de una pérdida amorosa, que es otra tortura. Entonces la vida lo cuece ferozmente por dentro. Se marca la mejilla con un hierro incandescente.
Imagina sus versos en el cielo. Tiene esa visión, pero dice que crear en la mente es fácil, que lo difícil es poner tus ideas en el mundo. Quiere concretar los sueños. Pocos años después cinco aviones dibujarán con humo algunos versos de su libro La vida nueva sobre el cielo de Nueva York.
También imaginó una frase escrita sobre el desierto de Atacama: «Ni pena ni miedo», que aún hoy está allí y que, por sus dimensiones (3140 metros) solo puede leerse desde el cielo.
Crear es destruir la mediocridad —dice—, negarse a reconocer los límites que te imponen los demás, chocar con tu propia cabeza y romperla.
Cree que hay que persistir en la apuesta por un nuevo mundo. Que hay que asumir la construcción de ese paraíso. Un sueño tan fuerte que dé vuelta esta realidad.
Aunque a veces cree que lo mejor sería que la humanidad desapareciera.
Ha escrito muchos libros de poesía y también ensayos en los que reflexiona, por ejemplo, en torno al amor, al sufrimiento y al nuevo milenio.
Ha sido traducido al ruso, bengalí, chino, esloveno, griego, italiano, alemán, francés e inglés.
Ha recibido varios premios internacionales y es doctor honoris causa por varias universidades del mundo.
Actualmente canta sus versos con una banda de rock que se llama González y los Asistentes.
En el lenguaje hablan las voces antiguas —dice—, el eco de cosas que se dijeron al inicio.
Su poesía habita esa conmoción, escucha el torrente de las muchas voces y de las muchas maneras de decir que convergen en imágenes que son visiones en movimiento: el viento que silba cuando pasa entre los árboles, las montañas que se mueven como un oleaje y el manto de estrellas como un organismo que respira.
El lenguaje se libera y se expande para poder cantar esa fuerza, ese exceso. La voz se abre como un caudal. Como en el cántico de Francisco de Asís, como en Neruda o en Whitman.
Y también —como un cataclismo de las antiguas eras geológicas, como una cosmogonía de la aniquilación— la voz se hace canción del dolor humano, feroz y milenario.
Como un lamento Aymara.
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