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cine nacional 

Mes de la Diversidad: cine uruguayo y representación LGBTQI+

Por Flavio Lira / Sábado 17 de setiembre de 2022
Fotograma de «Alma Mater», de Álvaro Buela.

Flavio Lira se pregunta cuál ha sido la representación LGBTQI+ dentro del cine uruguayo. ¿Existe tal cosa? En este texto, da cuenta de lxs pocxs gays, lesbianas y trans en la cinematografía uruguaya, e incluso cómo esta representación parece cada vez menor a pesar de los diversos logros políticos que se han conseguido en la última década. Un recorrido inquisitivo y político sobre la producción cinematográfica uruguaya. 


Rastrear la historia, o la posible cronología de los personajes LGBTQI+, en el cine uruguayo es una empresa absurda y condenada al fracaso. A pesar de que el audiovisual de este país se remonta a principios del siglo XX, la idea de tal cosa como una industria audiovisual no existe hasta el día de hoy. Por otra parte, mucha de esa historia primitiva del cine ha sido destruida y enterrada, lo cual hace difícil la búsqueda archivística de antecedentes previos a los 90, cuando cada película uruguaya era nombrada por la prensa como la «primera película uruguaya». Y, a pesar de la «temprana» despenalización de la homosexualidad en el año 1934, la misma idiosincrasia del país hace muy difícil la aparición de gays, lesbianas y trans en un cine previo a la recuperación de la democracia en los años 80, incluso aunque estos ocupen roles antagónicos dentro de la trama.

Entonces, esta posible historia empieza hace apenas treinta años, con los estrenos de Vida Rápida (realizada por el colectivo Grupo Hacedor) y El Dirigible, de Pablo Dotta. Si bien están en polos estéticos opuestos (la primera intenta ser cine testimonial, urgente, de atención social, y la segunda se inspira en un cine europeizado, cinematecoso, para retratar la idea onettiana de vacío uruguayo), ambas películas asocian homosexualidad masculina con marginalidad. 

Vida Rápida, inspirada en una historia real, es una película que se vuelve espejo de las ansiedades sociales retratadas en los noticieros de la época —y probablemente de hoy en día—, en tanto retrata unos meses en la vida de un pequeño delincuente menor de edad, que también oficia de eventual taxi boy para clientes maduros de clase media alta. Parte del interés de este mediometraje —más allá de su candidez de borrador que por momentos deviene en gracia involuntaria— es el retrato cuasi documental del yiro prostibulario montevideano, en especial de levante callejero en avenidas y terminales de ómnibus. Sin embargo, este interés decae ante las mismas contradicciones en el retrato de este menor acaso bisexual. Por una parte, la cámara recorre su cuerpo en lentos y homoeróticos paneos. Por otra, hay un claro contraste entre cómo se filman los encuentros homosexuales (uno de los cuales culmina con la náusea de su protagonista) y las escenas de sexo hetero que tiene junto a su novia, interpretada por Gabriela Iribarne. Los integrantes de Grupo Hacedor van y vienen entre fetichizar a su chongo o usar la homosexualidad en la cual el protagonista incurre a modo de transacción comercial como si esta fuera la mayor de las sordideces, algo peor incluso que los robos y timos que comete. 

El Dirigible peca de inconsciencias e inconsistencias similares. Uno de los personajes, llamado El Moco, es también un delincuente menor de edad que, para humillar al jefe de policía que encarna Ricardo Espalter, lo obliga a practicarle sexo oral, en una escena que se piensa a sí misma como provocadora o (término demodé si los hay) transgresora, pero que incluso en su momento ya parecía ridícula. 

El otro, por no decir único, personaje interesante más o menos fuera de la heteronorma que aparece en el audiovisual oriental noventero es Laura, en Los Días con Ana, de Marcelo Bertalmio. Aquí el retrato de su personaje es muchísimo más empático. Si bien su identidad sexual es un conflicto, no lo es tanto con su entorno, que la contiene, la acepta y la quiere sin siquiera cuestionarlo, sino por razones argumentales: Laura está enamorada de su mejor amiga, Ana, y tiene miedo de que al confesarlo pierda tanto la amistad como la posibilidad de una pareja. Las reglas de convivencia del grupo de amigos (mayoritariamente masculino) al cual Laura pertenece no tienen que ver con lo identitario, sino con las afinidades de humor, de gustos, de estilo de vida. Se trata de un grupo cerrado de slackers montevideanos al cual nadie logra entrar. Hablando mal y pronto, Laura es, «uno más de los muchachos». Esto es consecuente con la masculinidad rampante de toda la película, que muchas veces se traduce en chistes de rancia homofobia. No obstante, y a pesar de todo, sigue siendo uno de los pocos retratos lésbicos hechos con respeto y cariño en la historia del cine uruguayo.

El cambio de siglo no trajo grandes cambios dentro de la representación en la ficción uruguaya. En la primera mitad de los 2000 apenas se pueden mencionar tres películas, y dos de ellas con algunos reparos: Plata Quemada, La Perrera y Alma Mater. Plata Quemada, de Marcelo Piñeyro, a pesar de estar filmada en Uruguay y contar una historia sucedida en Montevideo durante los años 60s (la toma del edificio Liberaij por tres criminales porteños asesinados ahí tras el robo a un banco) es más una producción argentina, que si bien (nuevamente) asocia homosexualidad con sordidez y marginalidad, tiene a su favor un retrato cariñoso de la pareja de homosexuales interpretada por Leonardo Sbaraglia y Eduardo Noriega. 

La Perrera, de Manuel Nieto, cuenta con la aparición de una mujer trans que irrumpe en el mundo de hombres rancios en el cual vive inmerso el protagonista, y que por ello mismo será castigada en una pesadillesca violación grupal (esto de cualquier manera es consecuente con la exploración por parte de Nieto, en cada uno de sus tres largometrajes, de la masculinidad toxica). 

Alma Mater es la más interesante de las tres, y todo lo que tiene de fascinante lo tiene de fallido. El segundo largometraje de Álvaro Buela narra la transformación religiosa de su protagonista Pamela, una tímida cajera de supermercado que pasa sus días entre el trabajo, la casa donde vive junto a su tía y el templo evangelista al cual asiste. Su vida cambia con la aparición de dos elementos: primero un hombre —que puede simbolizar una entidad tanto benigna como demoníaca—, quien intenta convencer a Pamela de ser la madre de un ser «elegido» y después Katia, una chica trans (aunque se autodefine como travesti). 

[Fotograma de Alma Mater]

Como establece Buela:

El personaje de Katia surgió del germen de toda la película: re-interpretar, metonímicamente, la Anunciación bíblica de Gabriel (el ángel) a María (la virgen), según la versión del evangelio de Lucas. Dándole al ángel un cuerpo y una personalidad trans, se abría un abanico de significados que hacía posible jugar con varias líneas del relato, más o menos explícitas, más o menos sugeridas. 

El personaje de Katia es complejo, y también es compleja la manera en que Buela la retrata: al principio, en parte gracias a la interpretación de Nicolás Becerra, parece casi una parodia de programa humorístico sobre sexualidades disidentes. Es más un rejunte de lugares comunes vistos, a mitad de camino entre Flor de La V en Los Roldán y una mala parodia de una película de Almodóvar, que un personaje real. Además, sus dos primeras escenas son casi de «travesti mágico», como cuando le salva la vida a la protagonista poniendo en riesgo su existencia, una existencia absolutamente prescindible desde la mirada del público mayoritario y que solo tendrá valor en relación a su sacrificio. 

Todas estas cosas que son vistas con desconfianza y recelo con los ojos woke del presente y lo tienen sin cuidado a Buela, que sin tapujos dice: 

La corrección política es una de las muchas encarnaciones del fascismo y es mejor tenerla lejos de cualquier expresión artística. Y respecto a la ‘construcción de género que aparece allí’, te diría: no hay construcción de género; hay construcción de personajes. 

Pero, una de las facetas más sorprendentes es que, tanto Katia como Alma Mater, son entes en constante cambio. De la misma manera que Katia supera todo estereotipo, hasta formar un vínculo afectivo con Pamela y, al final, un modelo de familia alternativa, siendo las dos madres de este niño santo, Alma Mater es, a la vez, un film de horror religioso, una comedia familiar y una exploración dramática de la represión de su protagonista. Algo de ese carácter fluido también está en las obras posteriores de Buela, La deriva y El proyecto de Beti y el hombre árbol, que podrían considerarse obras queer vernáculas por ese mismo carácter reacio a las definiciones propias y ajenas, como explica el director:

Esa variación de tonos, supone una operación trans-genérica que va en la misma línea del desplazamiento de sentidos trans-genre y trans-gender. Y en esa negativa a fijarse en una identidad específica, a cristalizar una narrativa, a someterse a una transposición literal, la considero más una película queer —esto es, mutante y fluida.

Tuvo que pasar casi un lustro para que sexualidades no hegemónicas aparecieran en pantalla. En el 2010, con unos pocos meses de distancia, llegaron al cine El cuarto de Leo, de Enrique Buchichio, y Miss Tacuarembó, de Martin Sastre. Se trata de un acontecimiento único, porque ambas son representaciones positivas de hombres gays, cosa que no sucedió antes. En la ópera prima de Buchichio se retrata la salida del closet de Leo, un veinteañero con muchísimos miedos y dudas, como explicó el director en una charla reciente:

La historia parte de vivencias personales, cuenta de manera más o menos autobiográfica el proceso que yo atravesé, que no fue otra cosa que aceptarme a mí mismo a una edad bastante avanzada […] Me interesaba narrar, a partir de mi experiencia, un proceso de autodescubrimiento posible (obviamente no el único), lleno de momentos incómodos y torpezas. 

La película es también, hasta ahora, el primer y último beso de dos hombres en el cine uruguayo (al menos en lo que a largometrajes de ficción se refiere). Buchichio tenía claro esto y no «le pesaba» ya que los modelos o referencias dentro de su película venían más de otras partes. Tal como apunta:  

En todo caso sí tenía claro, o intuía, que ese era un factor que iba a llamar la atención de la película. Mi intención, a la hora de la representación, era intentar alejarme justamente de la sordidez y la marginalidad en que se solía retratar el sexo y la intimidad entre varones. 

Consultado sobre si tuvo algún instante de autocensura, el director de El cuarto de Leo reconoce que quizás tuvo cierto exceso de pudor: 

En un punto a mí me interesaba mucho más retratar la sensibilidad de Leo, y cómo intenta descifrar esa sensibilidad para sí mismo y frente a otro, que su sexualidad cruda y desnuda. Me preocupaba, también, que la película no fuese una película para el público gay sino para todo público

 Uno de los puntos de interés de El cuarto de Leo es su valor histórico en retratar el mundo homosexual pre-Grindr:n mundo de páginas de chat e instantes de miradas furtivas en un ómnibus. 

[Fotograma de El cuarto de Leo]

Como aclara Buchichio:

Era la manera que yo conocía, y que además me resultaba funcional a la trama […] Además, la película fue filmada en el 2008; no existían los smart phones ni las aplicaciones, y aunque hubiesen existido, Leo no las hubiese usado probablemente. El chat resultaba una forma de aproximación a otros en su misma situación desde el anonimato y el ocultamiento, sin demasiada exposición

Miss Tacuarembó, la adaptación de la novela homónima de Dani Umpi, cambia drásticamente el tono original. Más que basarse en la novela, parece el tipo de película que sus dos outsiders de pueblo chico mirarían y disfrutarían en su infancia, como si fuera una de Los Parchis llevada a la era Fotolog. Miss Tacuarembó es más una colección de escenas sueltas que una obra consistente, y es difícil vislumbrar cuánto hubo de premeditado, es decir, cuánto hay de Sastre, cortometrajista y artista visual, y cuánto tuvo que ver la intervención de Natalia Oreiro (en un par de entrevistas de esa época ella misma dio cuenta de tener una participación muy activa en la producción). 

Uno de los principales damnificados en este cambio de Miss Tacuarembó es el personaje de Carlos, interpretado por Diego Reinhold. En la novela, Carlos tiene una historia que corre paralela a la de la Miss Tacuarembo del título: una temprana salida del closet al ser descubierto desnudo con un compañerito de clase, una salida de ciudad del interior a la capital, y una vida en pareja con su novio Enrique, novio que, por sus rituales de citar Esperando la Carroza o ver La Usurpadora, irrita muchísimo a la protagonista. En la adaptación de Sastre, el personaje de Carlos está reducido a un accesorio. Es una especie de gay que funciona como cartera, como acompañante, como madrina y nunca novia. Una especie de versión nada autoconsciente ni paródica del gay que se vio mil veces en las comedias románticas de los 90 y que, al igual que la película entera, es una gran oportunidad desperdiciada.

Se podría imaginar que, con la aparición y éxito (al menos local) tanto de Leo como de Miss, los personajes LGBTQI en pantalla local serían más frecuentes, más aun teniendo en cuenta los avances sociales que trajeron los tres gobiernos consecutivos del Frente Amplio, en especial aquellos relacionados al matrimonio igualitario y la ley trans. Pero como si justamente esos mínimos avances fueran suficientes en sí mismos, la pantalla uruguaya se despobló de gays, lesbianas, bisexuales o trans. 

Los últimos doce años se pueden reducir a las dos comedias dirigidas por Verónica Perrotta (la muy buena Flacas Vacas, la muy mala Las toninas van al este, esta última en codirección con Gonzalo Delgado) en la que una pareja de lesbianas y un gay maduro son retratados con la misma mirada impiadosa que dirige al resto de sus personajes. También se reduce a las maricas interpretadas por Luciano Demarco en Relocos y Repasados y Fiesta Nibiru, ambas de Manuel Facal (en Relocos todavía dentro de un closet de cristal, en Nibiru ya completamente asumido y en clave pop oscura, hermanada con la trilogía apocalíptica de Gregg Araki); y a las mujeres bisexuales de Los Modernos, de Mauro Sarser y Marcela Matta, en la que todas sus acciones parecen dirigidas a la mirada babosa masculina. De hecho, el hombre interpretado por Sarser, una especie de alter ego de uno de sus directores, se erige como un «susurrador de lesbianas», lo cual nuevamente lleva al lesbianismo como un experimento o una etapa que se cura con un buen macho en la vuelta.

La sugerencia de homosexualidad en películas como Clever, de Federico Borgia y Guillermo Madeiro (en la que hay énfasis en el gay panic de su personaje principal) o Belmonte, de Federico Veiroj (en la que, al parecer, la homosexualidad tapada se pasa de padre a hijo) es apenas eso, una sugerencia, un guiño de antaño. Es el viejo y querido decir: estos son medios raros.

En este contexto es saludable la aparición de Historia de Otoño, de Gabriela Guillermo e Irina Raffo. 

[Fotograma de Historia de Otoño]

Aun con algunos defectos, la segunda entrega dentro de una tetralogía homenaje a los cuentos de las estaciones de Eric Rohmer narra el comienzo de un romance entre dos mujeres maduras, Jeanette y María Pía (los nombres de las actrices que las interpretan) que empieza cuando una llama a la otra para ayudarla en una mudanza. Esta relación es narrada a través de pequeños gestos, de escenas aparentemente llenas de tiempos muertos, filmadas con luz natural y en planos secuencia largos. Guillermo, una de las directoras, aclara que, si bien tenían muchas ganas de contar una historia de amor entre mujeres, no tenían presente la ausencia de otras historias de amor entre mujeres en el audiovisual uruguayo: 

Queríamos registrar la soledad de la mudanza de Jeannette, cómo la casa se iba despojando (metáfora pura del otoño) y cómo es posible siempre, no importa la edad, encontrar a alguien que nos acompañe, si estamos dispuestas/os a ver las señales. Nos interesaba narrar la felicidad del encuentro de dos cuerpos, al decir de Spinoza. 

Lo anterior incluye un emotivo beso entre ellas, que se siente en su momento como un instante de intimidad real capturado, lejos, lejísimo del espectáculo para la mirada masculina. Como explica Guillermo: 

Siempre quisimos registrar la delicadeza de este encuentro. Pero te adelanto que para Historia de Primavera estamos preparando una película erótica, de amor, entre hombres de la treintena.

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