El producto fue agregado correctamente
Cine uruguayo

Metodologías del recuerdo o un retrato por aproximación

Por Irina Raffo / Martes 03 de octubre de 2023
Fotograma de «El retrato de mi padre» (2023).

«Es posible realizar un cine autobiográfico que resiste y neutraliza el pudor que puede generar la posibilidad de exponer la intimidad familiar»: Irina Raffo teje algunas reflexiones en torno a El retrato de mi padre (2022), último largometraje documental de Juan Ignacio Fernández Hoppe, que se estrena el 5 de octubre. 

Sopla el viento marítimo sobre un paisaje cubierto de niebla. Ingresa en off una llamada telefónica, un hombre joven se comunica con un cabo. A los pocos segundos, se plantea la premisa primera de la película: un hijo investiga la muerte de un familiar, su padre. Su nombre: Juan José Fernández Salaberria. Lo que revela la llamada: no está claro si fue un accidente o un suicidio.

Una vez planteada la hipótesis, pasamos al paisaje de la burocracia por excelencia: un reloj sin agujas, una funcionaria rodeada de papeles desordenados que nombra en voz alta y algo dubitativa el apellido del padre, «Fernández». Parece que ingresaremos, al menos transitoriamente, en un círculo kafkiano de burocracias y, como dice la propia mujer, «intransitable».

En principio la película acumula una serie de acciones que remiten a la figura de un detective, respaldadas por una estética de investigación: una mesa blanca vacía, luz plana, plano cenital que presenta en pantalla, entre otras cosas, algunas pertenencias personales del padre recogidas en la playa de Salinas donde fue encontrado el cuerpo. Hay un reloj desarmado, una pequeña llave, un libro marcado, un billete de mil nuevos pesos, blísters de medicamentos. A esta colección de objetos recuperados tras el parte policial se añaden durante la investigación fotografías familiares y otros elementos que el director despliega en el estudio para hacerles un escrutinio. 

Por medio de una serie de entrevistas, el realizador intentará reconstruir, o esclarecer, la muerte de Juan José. La propia familia de Fernández Hoppe ofrecerá los testimonios. Inicialmente, las preguntas se dirigen a recomponer el hecho, ir a sus detalles, entender qué y cómo sucedió. Volver casi de manera fotográfica y con un espíritu barthesiano al «esto ha sido». La iluminación insiste sobre los rostros, la cámara se fija estática en la gestualidad. Juan Ignacio opera con preguntas clínicas; Alicia, su madre, repasa su hipótesis sobre el fallecimiento del padre de su hijo, y la repite varias veces, marcando su posición: «fue encontrado muerto en la playa».

Desde un inicio queda claro que nos encontramos frente a un documental autobiográfico. Algunos de los dispositivos narrativos que se plantean a lo largo de la película refuerzan las formas propias del cine en primera persona. Si bien se prescinde de una voz en off autocrítica y autoconsciente que acompañe el relato desde el yo, la película expone una modalidad introspectiva que despierta la empatía del espectador. Opera desde las formas de un documental de investigación, pero sentimos que por debajo corre la instancia de un duelo. 

Hoppe no se esconde, piensa delante de cámara, lo vemos en el acto de intentar recordar y resolver. La vulnerabilidad del realizador invita al espectador a estar lo más cerca posible. Por momentos tenemos la sensación de estar junto a herida que actúa como fuerza motora. «El primer anclaje que encontramos para la inteligibilidad narrativa en la experiencia viva consiste en la estructura misma del actuar y del sufrir humanos», afirma Paul Ricoeur. Citándolo no me refiero al sufrimiento como una fuerza negativa, sino como una potencia transformadora a partir de la cual se genera movimiento. 

A medida que avanza al largometraje, el director confirma lo que podría ser el móvil último de la película: el retrato de un padre. Cómo llegar a él, cómo imaginarlo, cómo contrastar la ausencia con la voluntad de nuestra imaginación. La figura retratada se construye poco a poco partes bocetando posibilidades y uniendo partes distantes. A través de otros, por medio de palabras y recuerdos ajenos, un hijo intenta ver a su padre. Darle consistencia y carne a la imagen fotografiada. Reconstruir una vida que prácticamente no conoció.

Hay una escena conmovedora, que siento que sintetiza tal voluntad: un primo le muestra a Juan Ignacio el piano de su padre. El realizador confiesa bajito: «Algún recuerdo de niño me viene. Quizá alguna vez me mostró los martillos, o no sé, quizá lo vi en algún lugar, en algún video de otro piano…». Como si lo peligroso y lo cautivante del recuerdo radicara en esa ambigüedad. Nunca podemos estar seguros de la exacta correspondencia entre los que rememoramos y los hechos a los cuales pertenece ese recuerdo. Además, y paradójicamente, cuanto más tiempo pasa más potencia tiene la imaginación para actuar sobre la memoria. Buscamos entonces volver a «lo real»; identificamos pistas, recolectamos fotos, buscamos testigos, notas y otros elementos que confirmen lo que creemos con certeza haber vivido. 

Susan Sontag habla de la fotografía como una creación en la que existe algo de verdad y, a su vez, reconoce en ella la presencia de una subjetividad que el propio sujeto incorpora como algo verdadero. Para trazar una línea que distancie ambas aristas y analizar los modos de producción de subjetividades, Fernández Hoppe se arma de una serie de preguntas inquisitivas que funcionan como un sistema de contraste. Comparar y delimitar lo que otros recuerdan. Pruebas sucesivas como un sistema de ensayo y de error. La familia se presenta en este documental como un procedimiento de testeo. Se abre un campo de lucha en el que las memorias individuales buscan posicionarse entre sí. Un coro de voces intenta describir quién era Juan José. Todas dan su veredicto. 

La voz del director expresa algunas estrategias de construcción de sentido: cómo, a partir de lo que nos cuentan otros y de la información que recolectamos, podemos ser capaces de elaborar un punto de vista. Hoppe insiste, ¿quién era ese hombre que componía música disonante, experimental, que daba clases de musicoterapia en una escuela para chicos con discapacidad? Leemos en un cuaderno el título manuscrito por el padre: «Danzas de la nostalgia», de Juan José. La película descubre al artista. El padre impulsaba a los jóvenes a hacer música a partir de sus herramientas de trabajo. 

Se abre el universo musical y la voluntad pedagógica de «Juanjo». Un grabador de cinta magnética reproduce las obras compuestas; acordes graves sobre las teclas de un piano, sonidos intensos, disonantes, notas rotas y entrecortadas. Es la misma música que compone con elocuencia y propiedad el paisaje sonoro del film.

Hacia el final de la película, el director arma frente a cámara una especie de altar que funciona como una representación visual del padre. Sobre una estantería de grandes dimensiones están organizados los objetos encontrados a lo largo de la película. Esta colección de fragmentos parece ser una forma de acercarse a una posible identidad. Alicia lee en voz alta a Juan Ignacio una carta que escribió Juan José, en la misma hoja en la cual su hijo de pequeño le había hecho un dibujo: «Una carta para ti para el día que te la puedas leer. De un lado el dibujo del hijo, del otro la carta de un padre a su hijo. Todo un lado de la hoja es tuyo, el otro lado, mío. Todo entre Juan Ignacio y Papá siempre es y será nuevo». La memoria como un organismo vivo, como un procedimiento en constante transformación, como una tarea infinita que nunca es una actividad solitaria, sino compartida.

Y así, casi sin querer, la película expresa un imposible. Definir, o delinear, quién era verdaderamente alguien. Un retrato siempre es una aproximación. Una imagen escurridiza y limitada. Creemos que tenemos «la foto», pero si nos acercamos a mirar siempre falta algo, siempre queda algo afuera. Las escenas de la película de Hoppe funcionan como piezas de un puzzle que intentan darle continuidad temporal a ese retrato: qué había antes y qué será después.

Fernández Hoppe confirma una vez más que es posible realizar un cine autobiográfico que resiste y neutraliza el pudor que puede generar la posibilidad de exponer la intimidad familiar. Lo que se cuenta, y lo que se comparte, establece un vínculo complejo no solo con algunas preguntas universales que tienen que ver con el funcionamiento de la memoria o la naturaleza del tiempo, sino también con emociones que nos vinculan con nuestros propios padres: ¿qué queda de ellos en nosotros? ¿Quiénes son o fueron verdaderamente nuestros padres, no solo como padres, sino también como personas independientes de nuestro vínculo con ellos? Y, frecuentemente, las respuestas a estas preguntas no son siempre cómodas. Como ha dicho el realizador en otra oportunidad, «para que la herida valga la pena tiene que ser hasta el fondo». Luego de Las flores de mi familia (2012), en la que Hoppe ya filmaba las entrañas de su entorno más cercano, y al centro estaban las flores de su abuela Nivia, El retrato de mi padre vuelve a mirar hacia adentro de ese sistema de espejos que es la familia. Lo hace evitando las narrativas reductoras que pueden empobrecer un relato y escapando de cualquier aspiración a una posible transparencia en la representación. Declara que finalmente todo relato es retrato de quien lo cuenta.

______________________________________________________________________

Este jueves 12 de octubre, en Escaramuza, Juan Ignacio Fernandez Hoppe (director), Pía Supervielle (periodista cultural y amiga del director) e Inés Bortagaray (escritora y guionista) exploran las derivas de la primera persona como punto de partida para la creación literaria y cinematográfica. Más información, hacé click acá

Productos Relacionados

También podría interesarte

×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar