Apuntes sobre ideas, arte y sociedad
Nítida confusión IV
Por Luis Mardones / Sábado 02 de diciembre de 2017
¿Quién selecciona?, ¿qué selecciona? y ¿por qué selecciona lo que selecciona? son tres preguntas que persiguen siempre al gestor cultural, ya lo dijo el economista de las artes Bruno S. Frey, y Luis Mardones las propone para cerrar esta nota y reflexionar sobre ellas, problematizando el «declive cultural» que parecería ser que estamos viviendo desde hace ya demasiado tiempo.
Tematizar sobre el declive cultural es instalarse en un territorio de muy larga historia y de muy profusa bibliografía. Las publicaciones del historiador Arthur Herman, La idea de decadencia en la historia occidental, y del crítico cultural Morris Berman, El crepúsculo de la cultura americana, que vieron la luz en 1997 y 2000 respectivamente, se inscribían en ese universo y formaron parte del paisaje finisecular estadounidense.
Para Herman, por ejemplo, el pesimismo cultural de las derechas se había trasladado a las izquierdas y él proponía como antídoto el optimismo connatural a las corrientes liberales. Luego de las crisis económicas y sociales que eclosionaron en la primera década del nuevo siglo, esto podría ser tomado solo como una broma de mal gusto.
Para Berman ya era tal el grado de avance de la declinación, que vana era toda tentativa de resistencia a través de movimientos u organizaciones de masas, o de cualquier suerte de activismo social. Solo cabía atrincherarse en lo que él define como la opción monástica. Enclaustrarse para estudiar, escribir, lejos del mundanal ruido, legando así conocimiento a la posteridad para que, una vez disipados los negros nubarrones, aventada la oscuridad, apenas con las primeras luces del alba, los archivos, documentos, libros atesorados, con su espíritu intacto, vuelvan a cumplir su vivificante función. De cómo los irlandeses salvaron la civilización fue el título de la obra que el escritor Thomas Cahill publicó también por 1995, narrando la manera a través de la cual los monjes de Irlanda cumplieron en forma temprana con esa misión y confirmando que los fines de siglo traen consigo una reflexión y un estado de ánimo teñido de tonalidades pesimistas.
Aquí mismo, en Uruguay, confluyen en esta visión, que afirma con certeza nuestro propio declive, intelectuales y pensadores de derecha y de izquierda. Claro que ya no es el voto ni la adscripción político-partidaria el más relevante dato a la hora de juzgar en qué casillero calza cada quién. Todo se torna más resbaladizo
Un ruido molesto para ahondar en la calidad intelectual del debate guarda relación con otro entrevero conceptual: el juicio que se tiene sobre la gestión de un gobierno o sobre un ciclo de gobiernos. Entonces, la irrupción de ideologismos estrechos propalan aseveraciones que establecen que la responsabilidad del declive corresponde al largo dominio de coaliciones blanquicoloradas o al ya extenso ciclo frenteamplista, según sea una u otra la animadversión del ocasional polemista.
Mirar el fenómeno con otra extensión y profundidad llevaría a reparar en más estructurales y gravitantes procesos históricos y sociales que subyacen al ocaso, si es que este está aconteciendo, tal como postulan los adscriptos al bando de los pesimistas de uno u otro signo ideológico.
Boris Groys, en Arte en flujo, ensaya una de esas miradas y trae al ruedo, para ello, las reflexiones del crítico de arte Clement Greenberg. Este encontraba razonable esperar que el nuevo arte encontrara su apoyo en la clase dirigente, la burguesía. Pero los procesos históricos de los años treinta lo llevaron a la conclusión de que dicha clase ya no sería capaz de funcionar como la base social, el respaldo económico y político de este arte de elevada calidad.
Greenberg está convencido de que la prevalencia consolidada del arte de excelencia solo podrá ser garantizada por un predominio hegemónico de la clase dirigente. Dirigente, stricto sensu, pues vale aquí le pena recordar el reproche que hacía Carlos Real de Azúa al patriciado uruguayo. «Más dominante que dirigente», le espetaba, recordando que liderazgo es algo más que mando o mera explotación.
En el momento en que la clase dirigente comience a sentirse insegura, débil y amenazada por el creciente poder de las masas, lo primero que estará dispuesta a sacrificar será el arte a favor de ellas. «Para mantener su verdadero poder político y económico, la clase dirigente tratará de borrar las diferencias de gusto y de crear una ilusión de solidaridad estética con las masas, una solidaridad que oculte las desigualdades reales, económicas, en la estructura de poder de la sociedad.»
Greenberg recurre a ejemplos de las políticas públicas en cultura, tanto de la Unión Soviética en su etapa stalinista como de la Alemania nazi, o de la Italia de Benito Mussolini. Pero, también, sugiere que la burguesía norteamericana repite la misma estrategia: autotraición estética y falsa solidaridad con la cultura de masas del kitsch para evitar que las multitudes identifiquen visualmente a su enemigo de clase.
«En última instancia, y en cuanto a su relación con la vanguardia, Greenberg no ve gran diferencia entre los regímenes totalitarios y los regímenes democráticos. Ambos sistemas aceptan el gusto de las masas para crear una ilusión de unidad cultural entre las élites dominantes y el resto de la población. Las élites modernas no desarrollarán su propio y distintivo gusto “elevado” porque no desean exponer sus diferencias culturales ante las masas y así irritarlas innecesariamente. Esta traición estética de parte de las clases dominantes conduce a la falta de apoyo a cualquier “arte serio”.»
En ese aspecto, Greenberg parece alinearse con los críticos conservadores de la modernidad como, Oswald Spengler y T. S. Eliot, pese a que es muy diverso su origen ideológico e intelectual.
Según estos autores y otros similares, la modernidad conlleva la homogenización cultural. «Las clases dirigentes comienzan a pensar en términos prácticos, pragmáticos y técnicos. No quieren perder tiempo y energía en la contemplación, el autocultivo y la experiencia estética», resume Groys.
El reciente debate vernáculo sobre la presencia del Fata Delgado en el Teatro Solís reunió todos los ingredientes necesarios para constituir el caso en un leading case, un caso de estudio paradigmático para las escuelas de gestión cultural. Institución de la «alta cultura», dirección institucional, criterios curatoriales para definir y delimitar una programación, artista masivo y popular, medios de comunicación, redes sociales, campaña mediática, clamor popular, un gobernante y líder político de muy alta proyección laudando el contencioso en una dirección.
Entre la calidad y la democracia o entre la excelencia y el igualitarismo, no era baladí el debate que subyacía tras un episodio que se comentaba, entre risas, en los programas de entretenimiento. Un tema de fondo e importante, tras la «música ligera», pues hace el funcionamiento de las instituciones culturales, al perfil de las salas y espacios museísticos, y a la manera correcta y transparente de dirimir estas complejas e interminables controversias que ya había planteado, con sequedad suiza, el economista de las artes Bruno S. Frey al aseverar que hay tres preguntas malditas que persiguen al gestor cultural: ¿Quién selecciona?, ¿qué selecciona? y ¿por qué selecciona lo que selecciona?
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