Crónica
Proliferaciones inauditas (que ya casi no ocurren)
Por Rosario Lázaro Igoa / Sábado 04 de febrero de 2023
¿Qué pasó con ciertas especies, que no las vemos más? Rosario Lázaro escribe sobre el otro día, cuando un campo junto al mar se llenó de mariposas y recuerda la abundancia de la vida en tiempos no demasiado remotos. También relee a Patrik Svensson y a Richard Flanagan, por la senda del espanto frente a todo lo que ya fue.
Diciembre terminó con una proliferación inaudita de mariposas blancas entre las acacias y los cardos, florecidos en violeta. La lluvia de la noche anterior magnificaba el verde salpicado de pintas aleteantes. De un día para otro, invadían el terreno junto al mar. Los gusanos devenidos en mariposas sorprendieron por la ligereza y la carrera frenética contra el ocaso, el propio o el común, ya ni se sabe.
Se podría hacer un catálogo de lo observado: anémonas color rubí, anhelantes entre las rocas, canguros pastando contra la línea de máxima creciente, delfines como en cardúmenes, hormigas asustadoramente robustas, lagartos soberbios, garrapatas que, según dijeron, caían incluso de los árboles. Solo las vi subiendo por el exterior de la carpa. Contra el tajamar, las víboras venenosas cruzaban el camino como dueñas de casa. Sanguijuelas diminutas en cada charco de agua. Cacatúas negras volando ruidosas entre las casuarinas. Humanos, pocos, los suficientes como para que estas cosas queden por escrito.
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Este verano los incendios están en Uruguay. The Living Sea of Waking Dreams, del australiano Richard Flanagan, que Tomás Downey tradujo como El mar de los sueños en desvelo para Fiordo (2022), empieza con la isla ardiendo, tal vez 2019. Pero no cito la traducción de Downey, porque no la tengo a mano, y sí intento una desprolijidad en español:
Las vaquitas de San Antonio ya fueron los cantáridos y las aguavivas azules ya fueron los cortapicos que nunca viste ahora ya fueron los hermosos escarabajos de Navidad de colores brillantes cuyos vistosos caparazones metálicos coleccionaban de niños ya fueron enjambres de hormigas voladoras ya fueron cantos de rana en primavera zumbidos de cigarra en verano ya fueron ya fueron [...]
Un martilleo este recordatorio.
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Hay un cementerio cerca de casa, allá en la ciudad. El muro de piedra separa la calle serpenteante del interior, sereno. Con la luz de la tardecita llega a parecer una conjunción del paraíso y la oscuridad del deceso. En eso ayudan las lápidas de piedras, de varios colores: piedras calizas, algunos mármoles negros, otros blancos. El musgo grisáceo, a veces incluso de fuerte color mostaza, le da profundidad al plano más muerto.
Hay otros camposantos más gloriosos, como el que está a pocos kilómetros, colgado del mar y en pleno paseo marítimo. Este es más humilde, pero no por ello menos grave. Casi como un promontorio rocoso en plena ciudad. Se divide en áreas por religiones, como hemos observado al caminar por ahí en invierno, cuando se agradece este sol que meses después es deslumbrante en demasía. Ahora no hay sombra es un gran horno, pero es con el calor la luz cae neta sobre las piedras, que la reciben con diferentes grados de amabilidad. No entra ni una lápida más. A un costado, las viviendas sociales, uniformes en ladrillos rojos de los setenta, huertas comunitarias y sillones desvencijados bajo los tamarices. Del otro, mansiones de cientos de metros cuadrados, colecciones absurdas de cuartos y salas de estar.
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Cada explosión de una especie en particular recuerda que, tal vez, en algún momento, el mundo estuviera lleno de todas ellas al mismo tiempo. Masas ondulantes. Voraces.
El sueco Patrik Svensson no se contenta con que la anguila esté destinada a desaparecer. Ya sobre el final de El evangelio de las anguilas (Asteroide, 2019) se pregunta cómo es que ya no habrá más anguilas, como ya no hay más dodos ni vacas marinas... ¿Cómo será acostumbrarse al vacío de tantas especies que una vez, no tan lejos como la infancia, proliferaron en la tierra, el agua, el aire? ¿Con qué supuesta ligereza (la que esconde el horror) se lo contamos a niñas y niños?
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Vengo de un lugar en el que la forestación de pinos fue el primer paso para la conformación del pueblo tal como lo conocemos. Poco se sabe de antes. Ahora, los pinos han ido muriendo, caídos con estrépito a manos del pampero. Arden rápido cuando llega el fuego. Las acacias, también importadas pero de crecimiento demasiado veloz, siguen fijando la arena, haciendo de cerco contra el orden inicial, caótico, arisco.
Los veranos palomenses estaban pautados por las idas a buscar berberechos. Allá íbamos, un poco más lejos que el Corumbá, donde la playa se volvía menos compacta. Y era cuestión de remover un poco la arena contra las olas que ahí aparecían, cientos de moluscos, frenéticos por volver a resguardo. Los poníamos en un balde, donde sacaban una lengua, la misma con la que antes cavaban la arena y ahora se movía despacio en el agua estancada, en la ceguera de nuestro reino. Ya en casa, había que purgarlos, balde tras balde, sacarles la arena. Luego los pelábamos, las madres hacían pizza o pasta a la vongole, y así pasaban los días. No pensábamos, claro, que un par de décadas más tarde fuera casi imposible encontrarlos.
Las mareas de estrellas de mar. La abundancia de algas verdes, de huevos de mantarraya, de peces de carne rosada, de biguás, de cormoranes. Nada de saudades. Es puro espanto.
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