100 años de Rulfo
Rulfo en la frontera
Por Francisco Álvez Francese / Jueves 09 de noviembre de 2017
Juan Rulfo es uno de los más grandes prosistas del castellano. Pero de esta manera grandilocuente no debería empezar nada que refiera a él, el más secreto de los hombres.
«No se diga que Rulfo escribe en prosa», profería Nicanor Parra en Mai mai peñi, su discurso-poema de Guadalajara, y eso parece ser un principio más prometedor. Quien haya leído Pedro Páramo, obra indiscutible de la literatura, comprenderá, sin más, el verso, porque, aunque es claro que Rulfo, en un sentido plano, escribe en prosa, tal vez sea más provocador leer la aseveración de Parra con seriedad, fijarse en lo que implica.
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Mucho se ha escrito sobre la importancia del cine en los cuentos que componen El llano en llamas y en las novelas, no solo como productor de imágenes, sino, también, y más genuinamente, desde el punto de vista formal: el montaje pensado como procedimiento literario, la poética del recorte y de la yuxtaposición, el concepto de plano y los juegos con los tiempos puestos al servicio de la narración. Esto es muy claro en Pedro Páramo, sobre todo, que tiene una forma compleja, como de puzle que se arma casi caóticamente, pero que crea una imagen final intensa y perdurable.
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Rulfo, además de su interés por el celuloide, pertenece al ilustre linaje de escritores-fotógrafos, que en Latinoamérica se puede rastrear hasta Quiroga, pero que incluye también a Cortázar y a Bioy Casares, nada menos. Más allá de su conocida afición (hay varias ediciones en libro de sus fotografías), vale recordar que El gallo de oro fue primero película para el público, con un guion creado a medias entre Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, dirigida por Roberto Gavaldón, y estrenada unos veinte años antes de la publicación de la novela. También en los films El despojo y La fórmula secreta estuvo de algún modo implicado.
El primero, bajo la dirección de Antonio Reynoso, es un cortometraje basado en un argumento de Rulfo; el segundo, dirigido por Rubén Gámez, está estructurado en diez episodios, de los cuales dos fueron creados a partir de sus textos. Este vínculo estrecho se ve plásticamente en los ambientes, en los climas, en los argumentos, que escenifican luchas primitivas y eternas, pero también hay mucho, en el tratamiento de las oraciones, en el discurrir de los párrafos, sujeto, como aseveraba Parra, a la forma del poema.
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Eduardo Milán dedica un artículo a la «prosa poética novelada» de Rulfo; Hugo Rodríguez-Alcalá, reconstruye, en otro, los versos del «poema de Doloritas» de Pedro Páramo. En un trabajo minucioso y apasionado, Rodríguez-Alcalá (compañero de generación de otro centenario ilustre, Augusto Roa Bastos), busca alejandrinos, endecasílabos, decasílabos y pentasílabos más o menos ocultos en la forma del párrafo corrido o en el discurso directo. Y los encuentra, maravillado.
Un ejemplo es la bellísima descripción que sigue:
Llanuras verdes (5)
Ver subir y bajar el horizonte (11)
con el viento que mece las espigas, (11)
el rizar de la tarde con la lluvia (11)
de triples rizos. (5)
El color de la tierra, (7)
el olor de la alfalfa y del pan. (10)
Un pueblo que huele a miel recién derramada. (14)
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El poema de Rulfo es un poema católico, aunque él no lo fuera necesariamente. Sin embargo, atento al mundo, acepta los símbolos de México, el espíritu de sus indios y de sus llanuras, de sus terratenientes y de sus mujeres martirizadas, de sus curas y sus curanderos, de los campesinos y los zopilotes; y con ellos acepta la escatología de culpas y absoluciones, de rencores y sacrificios, de vírgenes y santos, de cielos, infiernos y penitencias.
Como la búsqueda preocupada de la voz, la construcción de cierto acento oral, la idea del espacio intermedio, del purgatorio, está presente desde los cuentos, que Rulfo comenzó a publicar en revistas a partir de 1945; ya entonces los personajes parecen tallados en piedra, como arquetipos sufrientes, auténticas almas en pena que buscan el descanso en este «valle de lágrimas», que vagan los caminos del planeta llevados por el hambre de alimentos, hambre de sangre, hambre espiritual o sexual, hambre de la tierra. Y todos están siempre esperando: la lluvia, la venganza, el perdón, la buena vida más allá de la Frontera.
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Siempre hay una frontera, pero en la obra de Rulfo es una línea tenue que se corrompe todo el tiempo: los vivos la atraviesan, los muertos la atraviesan, y casi todos la habitan, como un espacio blando del mundo, como un mundo de espectros proyectado eternamente sobre las calles y los desiertos. El pecado, de padres e hijos, de hermanos y tíos, tiene la viscosa forma de ese límite, que seduce y condena.
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Rulfo crea en sus breves libros un universo seco e ilimitado, restringido y generoso. En su pulsión original, en la desesperación del paraíso perdido, la posibilidad de leer la historia como aprendizaje, como flecha regresiva o ascendente, como cadena de causas y de efectos, se cancela, y todo convive en un presente absoluto y espeluznante, de voces y de pasos arrastrados. Por eso su literatura es toda negatividad, porque solo así puede levantarse contra el olvido.
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Te recomendamos leer la obra reunida de Rulfo, publicada por Eterna Cadencia: