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Perderse en el camino

Sentir el peso de los pies

Por Santiago Cardozo / Viernes 01 de octubre de 2021
Foto: Centro de Fotografía, archivo 06019FMHGE.

Caminar es mucho más que un gesto cotidiano, un ejercicio que soporta, traslada un cuerpo y necesita de este para realizarse. Caminar se parece a pasear, deambular, vagar, incluso devenir y contemplar, una práctica que se opone a la modernidad y su expresión más productiva. Santiago Cardozo nos invita a leer Elogio del caminar, de David Le Breton.

No se perciben exactamente las mismas cosas si ampliamos la visión al horizonte

Georges Didi-Huberman, Supervivencia de las luciérnagas

 

Sufro de una hernia de disco, situada entre las vértebras lumbares L4 y L5. Por este motivo, cualquier desplazamiento que realizo, por sencillo que parezca, me recuerda la presencia de mi cuerpo como algo con lo que tengo que tratar y como un obstáculo para moverme, plácidamente, por el mundo. Él está ahí: es una materia irreductible que se relaciona con las sillas, las mesas, las paredes, las calles y las veredas, los ómnibus, las vibraciones de su errático andar y los golpes inesperados de sus frenadas.

Con mi cuerpo a cuestas, o dentro de él, desciendo, presto, las escaleras, con la cabeza anticipadamente puesta en la calle, esperando el encuentro con el exterior lleno de cuerpos, caras, asfalto, ruidos, obras, olores a perfume y a frito, colillas tiradas en las veredas, contenedores de basura, ómnibus, semáforos y carteles de prohibido estacionar, carritos de panchos y grafitis en las paredes de los comercios y los edificios.

Camino, entonces, para suspender la vida, al menos la mía, serie de sucesivos y recurrentes problemas que me aquejan, en el cuerpo y en el alma. Acosado por las informes imágenes de los días que pasan solo hacia adelante, cargado del pasado que no pude dejar con los muertos, respiro el olor infeccioso de los caños de escape y de los gritos de los transeúntes que se agolpan en las esquinas, detenidos por el tránsito que se escurre bajo los despintados semáforos en rojo.

La gente que camina a mi alrededor va conectada a la máquina laboral, consumista, a la aceleración cotidiana de tener que llegar a tiempo al destino; balancea su cuerpo con mochilas, morrales, carteras, auriculares, bufadas, bolsas de papel, en una palabra, la vida. Por la rambla, el peregrinaje es, sobre todo, una ejercitación del cuerpo o una estetización mercantil de las apariencias. La contemplación del mundo circundante no parece formar parte de los objetivos de la caminata: de hecho, proponerse objetivos ya es alejarse de la contemplación reflexiva, en suspenso, que se sustrae a los dispositivos que marcan el paso, que miden las distancias recorridas, que toman el pulso, interactuando con el interior de nuestro cuerpo. Nada parecido, entonces, a una estética del caminar en el sentido político, filosófico.

Pero también ha de decirse que en la rambla, al ritmo de las diversas caminatas que tienen lugar en una y otra dirección de su extensa longitud, pueden ocurrir u ocurren diversas cosas que son, sin lugar a dudas, políticas: el encuentro fortuito con otros, que puede derivar en un «vínculo de rambla», pero que, aun así, oficia como sustracción a la dinámica esteticista que gana cada vez más espacios en los verdes disponibles; la reflexión existencial, social, cultural, histórica, etc., que se suscita cuando uno conversa consigo mismo o cuando establece un intercambio con un compañero de camino (el tiempo y el espacio parecen desaparecer por lo que dura el ida y vuelta verbal: ahora se trata de una suspensión del tiempo y del espacio habituales, del ritmo y la economía cotidianas, intensamente envueltos en la tecnología dominante); la observación y el análisis de los grafitis que «adornan» o hacen hablar a la ciudad o de las arquitecturas del entorno, detrás del tránsito que, como un flujo por lo regular ininterrumpido, circula hacia el este o el oeste; la pesca al vuelo, como un involuntario acto de espía, de lo que la gente habla entre sí (una palabra, una expresión, una tonalidad irónica o más o menos típica de algún lugar, pero ajenas a las categorías de la sociolingüística o la antropología, serviles muchas veces a los discursos teóricos de la desalienación del dominado), algo susceptible de revelar una singularidad contra la gramática (contra ese orden que, por momentos, se vuelve asfixiante) o contra el poder (que, en ciertos aspectos, son la misma cosa). En este sentido, entonces, los pies, digamos, piensan.

Caminar es una actividad política en cuanto ejercita la percepción del entorno a partir de la puesta entre paréntesis de las urgencias del cotidiano vivir. Así, tiene lugar una reconfiguración de los lugares (una ocupación diferente del espacio habitado) y del tiempo vividos, que no responde ni a la lógica de los relojes, ni a la dinámica de las formas de estar pendientes de los celulares, verdaderas prótesis tecnológicas del tiempo económico incrustadas en el cuerpo de los sujetos, quienes ya no parecen poder desconectarse del flujo energético de los mensajes que vienen y van por WhatsApp, de lo que sucede en las diferentes redes sociales, etc.: «El caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él. Si elige este modo de desplazamiento en perjuicio de los demás, afirma su soberanía sobre el calendario», dice David Le Breton.

***

«¿Qué significa caminar sin cuerpo?», se pregunta, con angustia, Le Breton. La referencia a la caminata lunar de Neil Armstrong sirve como contraste para pensar (en) la acción terrestre de caminar, cualesquiera sean las circunstancias de los pasos que damos, por las calles asfaltadas de la ciudad, por la extensa costa arenosa de la patria, por los relieves levemente ondulados que nos enseñaron en la escuela, por las tierras extranjeras que visitamos, mientras vemos pasar los ómnibus turísticos que constituyen, como el largo e intenso caminar que desplegamos pegados al suelo, una forma de leer la realidad; por los senderos metafóricos de la vida, esos senderos en cuyo extremo está, nadie lo ignora, la muerte. «Devenir», «caminar» parecen verbos equivalentes: uno funciona como sinónimo del otro.

La película El viaje de Lillian (Austria, 2019), dirigida por el cineasta austríaco Andreas Horvath, es una obra de extraordinaria fuerza poética que pone al espectador ante la relación corporal, política y filosófica entre el humano y el medio que habita, los desplazamientos que realiza, las expulsiones de las que es objeto (migrantes, campos de refugiados, muertos en tierra y en altamar), los tránsitos desesperados que se ve obligado a hacer, el interminable mundo que ofrece obstáculos a cada minuto: conseguir comida y refugio es el problema central del eterno trasiego de humanos por el planeta. Así entonces, «las percepciones sensoriales se limpian de su rutina, se inventan otro uso del mundo», dice Le Breton. La protagonista de la película, expulsada de Nueva York, decide lanzarse a una improvisada ruta a Rusia, en el más absoluto de los silencios: solo hablan algunas de las personas que se cruza en el camino o la naturaleza que la cobija y desborda. Ese silencio es, puede pensarse, el silencio de la introspección más absoluta, especie de experiencia mística que se confunde con la experiencia estética de la nueva forma de percibir el entorno, si no fuera porque las razones de su viaje introducen un cuestionamiento fatal a la visión romántica del caminar.

«Equipaje», «compañía», «heridas», «dormir», «silencio», «soledad», «sentir», «animales», «paseos», «escribir el viaje» son algunas de las palabras o expresiones que van estructurando Elogio del caminar (Madrid, Siruela, 2020, primera edición en 2017 con bello título sonoro: Éloge de la marche), cada una de las cuales da lugar (discúlpeseme el torpe juego de palabras) a una reflexión específica, por las que desfilan diversos nombres propios que Le Breton cita, como Stevenson, Kazantzaki, Herzog, Camilo José Cela, Rousseau, Thoreau, Abraham o Moisés, integrantes de una amplia panoplia evocada.

Infinitas parecen ser las razones por las que nos lanzamos al camino, como infinitos los criterios que utilizamos para llevarnos a cuestas libros, barras de chocolate, faroles, carpas, almohadas, cuadernos o radios, como Jacques Lanzmann, quien no soportaba «permanecer en la ignorancia acerca de lo que pasa en su tierra natal mientras está en el otro lado del mundo». Entonces, perder cosas en el camino, lejos de poder constituir solo una desgracia, puede ser también un alivio para el caminante. Una de esas razones es el alejamiento del bullicio mundano: «[Caminar] Es una búsqueda de la contemplación, del abandono, del vagabundeo, que se rompería con la presencia de un acompañante obligando al habla, al deber de comunicar». Así, según anota Stevenson, para disfrutar adecuadamente la caminata, es preciso caminar en soledad, aspecto fundamental para experimentar más radicalmente la libertad, a secas. Pero también sucede al revés: más allá de cualquier indicación médica, caminar en compañía funciona como una suspensión del tiempo y del espacio en el devenir dialógico que discurre sobre los más diversos temas.

Le Breton pone sobre la mesa las diferentes y múltiples aristas de la actividad de caminar, reflexionando sobre sus propósitos, sus modalidades, sus motivos expresos o aquellos otros más ocultos, inconscientes a veces, sopesando, paralelamente, los beneficios y los perjuicios que esta extraordinaria actividad en remisión implica para las personas, en una época (esta, la de hoy) en que la variedad de championes es una invitación constante a sentir el peso de los pies. 

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