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Procesos de creación

Texto en obra: Pablo Casacuberta

Por Escaramuza / Viernes 27 de enero de 2023
Foto: Pablo Casacuberta

El ganador del último Premio Nacional de Literatura responde el cuestionario de siempre y reivindica:  «El presunto amor por lo espontáneo siempre me ha parecido un poco narcisista y carente de humanidad. Es como invitar a alguien a cenar y decir “mirá, no quise matarme cocinando, así que te puse en el plato lo primero que encontré en la heladera”».

¿Cuál fue el primer texto literario que recordás haber escrito?

El primer texto fue un poema. «La noche y el gigante», se llamaba. Una vez, a los seis años, me impuse el reto de intentar escribir «como una persona mayor». El resultado me impresionó mucho. Pensé que se había operado una transición increíble, como ocurre cuando al jugar un videojuego uno ha «pasado de pantalla». Quise reincidir en ese sentimiento y escribí entonces con gran entusiasmo un puñado de poemas. Como mis padres conocían a Mario Levrero, insistí en que me llevaran a su casa para mostrárselos. Él los leyó con mucha atención y al terminar me dijo que le parecían textos importantes y que por lo tanto había que publicarlos. Y sin más tardanza tomó una dotación de papel avión y hojas de carbónico y, allí mismo, con su máquina de escribir, hizo un tiraje de seis ejemplares. Fue la primera interacción que tuve con un adulto en la que el hecho de que yo fuera un niño no parecía ocupar un lugar relevante en el diálogo. Y mi primera actividad «seria». Puede decirse que todo lo que escribí después de alguna manera fue un intento por volver a habitar esa seriedad por dentro. El episodio fue también el inicio de una amistad con Jorge Varlotta que duró décadas. Nunca emulé su escritura ni compartí sus métodos o incluso su filosofía. Nunca asistí a ninguno de sus talleres. Y sin embargo en cien aspectos fue un padre para mí.


¿A quién te acordás de haber copiado deliberadamente al escribir?

Por lo general al autor que esté leyendo en ese momento particular. Es inevitable. En algunos casos esa copia es tan flagrante que temo que alguien se dé cuenta. No copio la sintaxis o el estilo. Copio lo que se me figura como el propósito que mueve ese texto. Hice eso con Saul Bellow, con Chesterton, con Dostoievski. Cuando era adolescente, también con Victor Hugo, Julio Verne o Salgari. Me gustaba volver a usar palabras que había leído en alguno de sus libros y lucirlas por ahí como si hubieran sido siempre mías. Me gusta que las frases sean generosas. Que lo que escribo parezca literatura. Es imposible lograr eso sin pretender, al menos un poco, que uno es por un minuto uno de esos autores que nos gusta leer.


¿Cuáles son las condiciones en que preferís escribir?

Soy el cuarto hijo de una familia en la que había una distancia de solo cinco años entre el primogénito y yo. Cuatro hermanos ruidosos, curiosos, llenos de actividades, que compartíamos todos los ambientes de la casa. Si hubiera necesitado condiciones particulares de paz para escribir no habría terminado nunca nada. Así que aprendí a escribir en cualquier contexto. Con música de fondo, con la televisión prendida, compartiendo la mesa con un par de personas. También he tenido siempre, tal vez por la misma razón, un cierto prejuicio hacia los escritores que sólo pueden concentrarse si cumplen un puñado de rituales un poco esotéricos. Mi intuición siempre ha sido que en buena medida esas listas de requerimientos suelen ser pamplinas destinadas a hacer aparecer lo escrito como el resultado de una operación mágica, en vez de lo que es: la aplicación escrita de un sistema que usa todo el mundo para decir cosas, puesto en este caso al servicio de un mensaje un poco más largo y complejo.


¿Guardás todos los manuscritos/archivos o los descartás una vez que los usaste?

Sí, los guardo. Tengo la fantasía de que un día unos gringos excéntricos llenos de dinero los encuentren valiosísimos y pueda entonces pagar con ese repentino interés la cuenta de la luz.


¿Empezás un texto ya sabiendo lo que vas a escribir?

Empiezo teniendo una imagen del inicio de la primera escena. Después sólo me ocupo del próximo párrafo, una y otra vez, hasta que el libro se termina. A veces, cuando digo que no conozco el argumento del libro que he comenzado, alguna gente me dice que no puede ser así. Que debe existir alguna clase de plan, por más vago que sea. Y sin embargo esas mismas personas sueñan de noche historias vívidas, complejísimas, visualmente despampanantes, que no han planificado en absoluto. Si uno puede de improviso soñar con un árbol realista, lo que supone visualizar internamente la incidencia de la luz en cada una de sus hojas de un modo fotográficamente plausible, ¿cómo no va a ser capaz, estando despierto, de ir imaginando de a poco las consecuencias que un párrafo y los que lo precedieron podrían tener sobre el párrafo siguiente? No dudo de que algunas personas que planifican sus textos con esquemas precisos o que ponen a prueba sus habilidades con consignas puedan lograr resultados maravillosos. Tal vez deba simplemente confesar que no sé hacer eso.


¿Saboteás tu propia escritura? ¿O lo contrario? ¿De qué maneras?

Intento no sabotear nada en esta vida, que ya bastante complicada es. Corrijo los textos de una forma rigurosa y maníaca, eso sí. Me parece que una frase debe intentar, en aproximaciones sucesivas, expresar del mejor modo posible todo lo que tiene para decir. Y si al cabo del proceso todavía no dice lo suficiente, la borro del texto sin el menor dolor. No siento ninguna clase de veneración por «el impulso espontáneo que dio origen al texto». Es apenas un dato arqueológico, casi forense, sobre cómo surgieron las frases. Del mismo modo en que no querría que el ingeniero encargado de hacer un puente se guíe fundamentalmente por impulsos espontáneos, prefiero leer textos que revelen auténtico esmero. Hay un prejuicio, un poco aristocrático, que pone el énfasis en que los actos artísticos sean en gran medida espontáneos e intuitivos, como si el acto de trabajar fuera terraja. Yo veo un libro como una invitación que uno le hace al lector a recorrer un cierto camino durante muchas horas. Lo menos que se puede hacer es trabajar el texto de un modo amoroso, para que ese recorrido termine por resultarle lo más rico posible. El presunto amor por lo espontáneo siempre me ha parecido un poco narcisista y carente de humanidad. Es como invitar a alguien a cenar y decir «mirá, no quise matarme cocinando, así que te puse en el plato lo primero que encontré en la heladera». Yo ya tengo una vida real. Si leo un libro, quiero que me presente un lenguaje y una concepción mucho más profundos que los que uno usa para preguntar dónde queda una calle. Y entonces trato de escribir libros que se parezcan a los que me gusta leer.


¿Hay alguna oración/verso tuyo que luego de publicado te generó arrepentimiento?

Miles. Cada vez que abro un libro mío viejo, de cuyo contenido me haya olvidado un poco, en la primera página que veo suele haber una frase que me resulta inútil, rimbombante o completamente opaca. Hay cuentos enteros que encuentro insoportables. Pero ya están impresos. Esa es otra de las razones por las que corrijo tanto, también. Para evitar esa incomodidad futura. Aunque la sensación de que todo está bastante mal escrito es inevitable.


¿Qué estás escribiendo? ¿Podrías mostrarnos un fragmento? (puede ser una foto de algo manuscrito)

Tengo siempre entre manos varios textos. Por el mismo motivo que describí, no muestro en general nada que no esté listo para publicarse. No me entusiasma el interés contemporáneo por el «work-in-progress». Nunca me ha atraído sentarme a ver una película, sin importar quién demonios la dirija que no esté ya editada y sonorizada. Ni una obra de teatro sin su vestuario definitivo. O un disco sin mezclar. Vuelvo a usar la manida metáfora de la cena: «Preparé un pollo. Está medio crudo, pero comerlo así te permite asomarte al proceso». No gracias. Por supuesto, un conjunto de amigos y familiares leen textos míos inéditos con un lápiz en la mano, no con la premisa de apreciar su crudeza, sino de corregirla. Y cuando el libro está listo, gracias a esas centenares correcciones nacidas del esfuerzo de mis seres queridos y de mi propia cacería obsesiva, lo lanzo al mundo ya vestido de cumpleaños, con su mejor trajecito y perfumado. Comprendo que haya instancias en que se pueda compartir procesos de escritura con sus lectores. A mí me gusta ofrecer libros enteros y terminados.


¿Qué libros te rodean en tu proceso de creación actual?

Suelo leer fundamentalmente divulgación científica. Ahora estoy leyendo un libro sobre el impacto económico de la inteligencia artificial. Se llama Power and prediction [De Agrawal, Goldfarb y Gans. Harvard Business Review Press, 2022]. También un libro de Thomas Piketty, Una breve historia de la desigualdad [Trad. D. Fuentes. Deusto, 2021]. Y un libro de Rutger Bregman, Human Kind [Bloomsbury, 2019].

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Pablo Casacuberta (Montevideo, 1969). Escritor y artista visual, su obra ha estado expuesta en Venecia, Nueva York y Montevideo. Dirigió junto a Yukihiko Goto el largometraje Another George, filmado en Inglaterra en 1998. También dirigió los largometrajes documentales Clemente: Los aprendizajes de un Maestro y Soñar Robots. Publicó un libro de fotografías (Apariciones, 2007) y otro de pinturas (Persona, 2008), además de un disco de composiciones instrumentales (Historia Natural de la Belleza y otras piezas bailables, 2014).

Es autor de Esta máquina roja (1995, Premio Nacional de Literatura), El mar (2000), Una línea más o menos recta (2001), Aquí y ahora (2002), Escipión (2009), La mediana edad (2019, Premio Nacional de Literatura) y Una vida llena de propósito (2021, Premio Nacional de Literatura). Sus novelas han sido publicadas en Uruguay, Argentina, Colombia, México, España, Croacia y Francia. 

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