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Difusión

Leé un fragmento de «Rompe la quietud» de Lalo Barrubia

Por Escaramuza / Martes 11 de junio de 2019

Compartimos un fragmento de Rompe la quietud, la nueva novela de Lalo Barrubia, publicada por Criatura Editora (2019). Un relato confesional cargado de nostalgia, perteneciente a una generación posdictadura y atravesado por la música de los últimos cincuenta años.

Lalo Barrubia (Montevideo, 1967) es escritora y performer. Ha publicado varios libros de poesía como Suzuki 400 (reeditado por Yaugurú, 2017), de cuentos como Ratas (Criatura Editora, 2012) y novelas como Arena (Criatura Editora, 2004) y Pegame que me gusta (Criatura Editora, 2009). Desarrolla continuamente el blog Poesia de vecinas, ha participado en festivales en diferentes partes del mundo y su obra ha sido traducida a varios idiomas. Es licenciada en trabajo social y trabaja en programas culturales para niños y jóvenes en la ciudad de Malmö, Suecia, donde reside desde 2001.


Voy a contarlo todo sin parar,

sin volver atrás para explicar.

Sé que me voy a extraviar por los pasillos.

Pero tengo que hacerlo de un tirón,

como quien escribe una canción,

empezando de sopetón, por el estribillo.

 

Empiezo de sopetón, pa que tenga brillo, en el momento en que estábamos desnudos, tirados en una cama. Ese momento después. Agotados del ritmo de una fusión que no voy a explicar ahora. Aunque tal vez debería. Porque ese juego, ese encuentro en particular, tiene un lugar esencial en toda la historia que quiero contar. Aunque no tengo demasiado claro qué historia quiero contar. Pero empezaré por el momento después.

Ella buscó en su bolso, sacó un cigarrillo. Siguió buscando hasta encontrar un encendedor y prendió el cigarrillo. Y me dijo que nunca fumaba adentro pero que, como estábamos en un hotel de cuarta, y había un cenicero en la mesa de luz, no podía evitarlo. Todo esto lo hizo con movimientos un poco bruscos, torpes, quizás diría infantiles. Aunque esto no tiene nada de extraño en ella —de quien nunca podría decirse que fuera una mujer elegante ni de gestos delicados— se me hizo curioso por eso de que me parecieron infantiles, en una mujer que tiene casi cincuenta años. Bueno, no sé por qué redondeo si siempre voy a saber la edad que tiene. Nacimos el mismo día, con diez años de diferencia. Pero no iba a empezar por ahí. Lo de su edad lo menciono porque yo no la había visto desnuda en mucho tiempo, mucho. Y cuando la miraba, me parecía hermosa. No sé si era su edad, o era en realidad la mía, la que me hacía observar su cuerpo y pretender ver una especie de madurez en su belleza que, debo confesar, me resultaba fascinante. Ella había sido una gurisa muy flaca, tan flaca que en mis recuerdos puedo agarrarla de la cintura con las dos manos y juntar mis pulgares por delante, aunque seguro que es una exageración. Pero qué va a ir uno a discutirle a la memoria: era una mujer muy flaca y con tetas chiquitas.

Con los años, no había dejado de ser una mujer flaca, pero una cierta curva se levantaba sobre su vientre, la cintura parecía más ancha, había echado más carne en las piernas y, sin lugar a dudas, las tetas le habían crecido. Pero aun así, seguía moviéndose con torpeza. A lo mejor era la situación, eso de que entre vos y yo siempre habrá algún tango. O quizás era el alcohol, que tenía en ella, y en mí, el mismo viejo efecto de siempre. A mí me temblaban los labios y a ella el cigarrillo se le escapaba de entre los dedos.

Después de que salimos de allí, nos despedimos y caminamos cada uno a su rumbo, yo me quedé pensando que tenía que escribir sobre esto. La idea era, en realidad, escribir sobre su cuerpo, su forma de moverse, sus manos, su culo, la curva del vientre, los pezones oscuros. Escribir una canción. Pero a medida que pensaba, las ideas se me iban para todas partes: su cuerpo casi adolescente de aquella otra época, esas caderas un poco demasiado anchas para su flacura, su forma de pararse y de fumar y de tomar compulsivamente. Su cara provocadora, su cara riendo, su cara pidiendo más, su cara besada por otros hombres. Su mirada inteligente enfrentando a gente mucho más poderosa que ella, o que en ese momento nos parecía tan poderosa. Su actitud desafiándome a desearla aun sabiendo que no me iba a dar nada. Las idas y venidas de la historia. Su constante regresar de unas vidas y de otras con nuevos cortes de pelo, nuevos anillos, nuevos proyectos, nuevos hijos, nuevos ex. Y es que no sabría por dónde empezar, no sabría por qué su vida o sus vidas, o la forma en que sus vidas se cruzan con las mías tiene alguna importancia. No sé de dónde viene este impulso de contar todo esto que retumbó en mi cabeza mientras caminaba hasta casa. Y regresó al día siguiente como un hormigueo, una ligera erección, una imagen de su risa, de su boca abierta, de sus tetas que no se parecen a sus tetas de antes. Dudo si llamarla o no llamarla, si tiene algún sentido volver a verla, si tiene que ser tan pronto. Dudo por hacer ejercicio. Qué mierda tendré yo que perder, ya tan tarde.

Hace días que voy a media máquina. En lugar de hacer lo que tengo que hacer —para empezar: llevar las tumbadoras para el ensayo y recoger un remedio para Vero en la farmacia— dejo que se me sigan acumulando cosas. Y encima, me paso controlando los mensajes. Lógico, después de haber dedicado unos veinte minutos a decidirme qué escribirle, es decir, veinte minutos para formular un texto de, máximo, doce palabras. Pasan las horas. No hay respuesta. En otro tiempo me hubiera considerado estúpido por este comportamiento. Ahora ya no me importa. Paso de todo, me da igual. En primer lugar no me parece nada extraordinario estar con ganas de coger. En segundo lugar, tampoco me parece nada raro que, si me juego una carta con una mina que me acaba de dejar recontento hace un par de noches, esté con un poquito de ansiedad. En tercer lugar, aun en el caso de que fuera una pendejada, también me da igual. Solo yo me entero. No tengo ningún problema en ser pelotudo frente a mí mismo. Las estupideces que hago y pienso durante el día no me hacen ver más idiota cuando me encuentro con la gente por la noche. Eso es una ilusión creada por el sentido de la culpa que no sé de dónde aprendí, de algún ancestro. Mientras que la cabeza que me hago, la presencia constante de mi verga, no diría parada, pero digamos, en estado de alerta durante todo el día, eso sí que me cambia. Eso sí me hace gozar más después, cuando la uso. La ecuación es infalible. La ventaja de ser viejo.

Intento. Hago una lista de tareas. Luego no tacho ninguna porque lo poco que logro hacer ni siquiera está en la lista. Busco, pero nada. Entre una línea y otra se me aparece su cara roja y abierta mientras acaba. Se me aparece la luz infame de un cuarto de hotel infame mostrándome con claridad pequeñas venas rojas sobre los globos blancos de sus ojos, y un abismo en las pupilas que no sé si veo o imagino, ni si quiero ver. Solo aparece la imagen y la saco para leer un párrafo de un artículo que me pasaron, porque habla de que vamos a sacar un disco nuevo. Y luego controlo los mensajes. Nada, obvio. Y entonces se me aparece la imagen de su concha oscura e hinchada debajo de mi boca. El olor, el sabor de su concha. No sé si ir a la cocina a preparar el mate o salir. Salgo.

Si esto hubiera pasado hace, qué sé yo, quince años, hubiera sido una especie de problema. No solo me hubiera parecido tonto estar en este estado, sino que además mi tontería me hubiera preocupado. Es que en otros momentos de mi vida, una situación como esta, o parecida a esta, se volvía realmente perturbadora. Luchaba con perseverancia por vencerlo, por pensar en otra cosa, por hacer otra cosa, manejarlo. O digamos, no es que luchara tanto, sino que me perseguía la idea de que debía hacerlo. Cada vez que cogimos no era conveniente para nadie que lo hiciéramos. Igual lo hicimos. Y cada vez que lo hicimos yo podría haberme quedado en el estado de electricidad en el que estoy ahora, si me lo hubiera permitido. Pero no me lo permití, lo hice a un lado. No se podía. Nada es inevitable.

Te enganchás en una historia y andás por ahí con la sensación de que es más fuerte que vos. No es más fuerte que vos. Sos vos. Es como cuando te quedás hasta las tres de la mañana trabajando con una melodía y a las siete y media estás de vuelta sentado frente al teclado mientras se calienta el agua del mate, como si no pudieras controlarlo. En realidad podés. Yo podría dejar todo lo que tengo en la cabeza e irme a laburar a un supermercado. Lo he hecho y lo volveré a hacer si es necesario. Lo que pasa es que sería muy desgraciado. Pero conozco gente que compone cosas fabulosas y sofisticadas que tiene que levantarse a las seis de la mañana para ir a trabajar. Interrumpen, y después vuelven a engancharse cuando tienen tiempo. Poder, se puede. Y ta, seguro que también empiezan cosas que nunca terminan. Aunque a todos nos pasa. No todo lo que empezamos está destinado a terminarse. Y no siempre porque sea mejor o peor.

Y esto es igual. Hubo un tiempo en que no se podía y chau. Me llamó una tarde para vernos en un bar y para decirme que no se podía. De esto hace mucho tiempo, ya he perdido la cuenta de los años. Bueno, no me dijo que no se podía. No sé todavía muy bien lo que quería decirme. Me dijo que estaba embarazada. De Miguel. Miguel era uno de mis mejores amigos. O lo sigue siendo, debería decir, aunque nos vemos como mucho una vez al año. Me dijo que estaba embarazada y que se iba a vivir con él. Punto. Y así estuvimos quietos los dos, sonriendo los dos, yo mirando sus tetas, ella mirando mis ojos mirando sus tetas. Ese momento en mi memoria dura como dos horas, qué sé yo, a ver si me explico, como que no nos movíamos. Y yo quería comerle los pezones. O sacar los ojos de ahí. Pero no hacía ninguna de las dos cosas.

Soy un privilegiado. Soy un músico. Estoy vivo. Salí casi sin rasguños visibles de tantos años de baqueta. Tengo casi todos los dientes y un lugar caliente para aguantar el viento de la rambla. Una mujer divina, amigos, hijos. El tambor. Soy de una generación valiente y también rota, por las mismas razones tal vez. Hambrienta, desprovista, también. Con miles de huecos por llenar.

No sé por qué me pongo a pensar en todo esto. Tal vez solo porque estoy un poco borracho. O porque creo tener algún tipo de deuda. Porque hay muchas cosas de las que nunca hablé. Porque tampoco hace treinta años podía haber pasado nada de lo que está pasando ahora. Cuando la conocí a ella, en aquel otro siglo, no era capaz de hablar de nada. Todo florecía menos yo. Después, o junto con la euforia básica de creer que la magia del mundo volvería a llenarnos una vez restablecida la democracia, y que por fin viviríamos como soñábamos y haríamos la música que queríamos, nos encontramos con que la lucha no había terminado y nunca volveríamos a ser los que éramos antes, unos niños inocentes jugando al rock and roll. Éramos hombres y mujeres y había que aprender a vivir la vida real. Yo no tenía trabajo como músico ni como nada. Mi madre estaba enferma y enojada con el mundo. Todas las fiestas y las drogas brillaban de la ropa para afuera. Y no había ritmo ni mujer ni ambición que me hiciera feliz. Y así, nunca hubiera podido escribir esa canción para ella.


 Barrubia, Lalo. Rompe la quietud. Montevideo: Criatura editora, 2019, pp.7-13.

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