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Sydney: crónicas desde el Botánico

Cuando todo se detiene: «Hamnet», de Maggie O’Farrell, y otra cuarentena

Por Rosario Lázaro Igoa / Lunes 19 de julio de 2021
Cuando todo se detiene: «Hamnet», de Maggie O’Farrell, y otra cuarentena
Foto: Pixabay
Con el Jardín Botánico de Sydney clausurado y una nueva cuarentena, Rosario Lázaro Igoa vuelve a los aromas de los jazmines, la voluptuosidad de las magnolias y el encantamiento de las camelias, desde un ejercicio de memoria e imaginación. ¿Qué le sucede a la vida cuando otras vidas se detienen? ¿Qué sucede en el Jardín Botánico cuando nadie mira? ¿Qué le sucede a Agnes, madre de Hamnet, cuando nadie la ve?

Hace poco
más de un mes que no vuelvo al Botánico de Sydney. Impusieron una cuarentena de
nunca acabar. Podemos salir por el parque cerca de casa, pero no mucho más
lejos. De un momento a otro, empecé a imaginar lo que estará pasando allá
adentro, en los canteros del botánico. El consuelo de los confinados. Sé que andan
floreciendo, para nadie, la Banksia
spinulosa
 (oh, una sola inflorescencia puede tener cientos de flores
dispuestas en torno a un eje leñoso), la Protea
cynaroides
, o protea rey, la espléndida flor nacional de Sudáfrica; y
también las camelias, que desdeño con fervor. Siempre sentí fascinación por casi
todas las flores. Puedo recordar los barrios en los que he vivido con una
recreación minuciosa de los jardines, las plantas y las flores en cada uno de
ellos. Pero las pasiones son excluyentes, hay que decirlo.



Mi abuela
tenía un árbol de camelias rojas en el frente de su casa en Montevideo. A pocos
metros había un montículo sobre el que crecía, delgada, una magnolia. Del lado
derecho, contra el muro, el jazmín. Florecían en épocas diferentes. El jazmín
era la Navidad, que siempre pasamos en aquella casa donde la felicidad era
tanta. Las magnolias, siestas obligadas y aburridas de verano, antes del camión
de helados. Las camelias bien rojas, el pleno invierno, la melancolía del frío
y la vuelta inminente a La Paloma. Supe revolotear alrededor de jazmines llenos
de agua del regador y a la opulencia dulce de las magnolias. Adela María, mi
abuela, de quien debo haber heredado esa fascinación, cortaba flores a diario y
las disponía en varios jarrones por la casa. Recuerdo haber tratado, en vano,
de sentir el olor a las camelias. Qué fiasco. Una flor más vistosa que perfumada.
Parecía una rosa y no lo era (volveré por las rosas, ya lo dije).



Estos
días en que la ciudad está inmóvil, imagino el Botánico de noche. Los ruidos de
los pájaros y de los insectos que no descansan. Esa multitud atropelladora de
vegetales y animales que existen al margen de la peste. Justo terminé de leer Hamnet, de la irlandesa Maggie O’Farrell.
Otra peste hace estragos alrededor de la familia de William Shakespeare en el
siglo XVI, hasta que llega demasiado cerca. «En la década de 1580, una pareja
que vivía en Henley Street (Stratford) tuvo tres hijos: Susanna y Hamnet y
Judith, que eran gemelos. Hamnet,
el niño, murió en 1596
a los once años. Cuatro años más tarde su padre escribió una obra de teatro
titulada Hamlet», indica la referencia
al principio de la novela. Lo que sigue es ficción, aunque esa es la gracia. Dos escenas del libro parecen quedarse
del lado de dentro de los ojos: el primer parto de Agnes, en medio del bosque,
que pone al universo en movimiento con la vida; y la partida del marido hacia
Londres, pocos días después de la muerte de Hamnet, incapaz de sobrellevar el
luto de su hijo junto a la madre que lo parió. El dolor hondo, insoportable,
como todo lo que invierte el orden de la vida.



Agnes, un
ser casi del bosque, esa mujer invisible en las historias sobre aquel gran
autor inglés, trata de salvar a Hamnet con ungüentos hechos con plantas. No
falta una magia irónica en esos instantes. Falla en sus esfuerzos y, además, ella,
que es capaz de ver más allá de las cosas, no logra vislumbrar la muerte de su
propio hijo. Al fin de cuentas, como escribe O’Farrell al principio del libro: «Toda
vida tiene un núcleo, un eje, un epicentro del que todo sale y al que todo
vuelve». Ahí es que volverá Agnes sin salvación. Ese largo deambular del niño que
abre el libro «llamando a las personas que lo han alimentado, que lo han
arropado, que lo han arrullado, que le han dado la mano en los primeros pasos,
que le han enseñado a usar la cuchara, a soplar la sopa antes de comerla, a
cruzar la calle con precaución, a no molestar a los perros cuando duermen, a
enjuagar la taza antes de beber, a no acercarse al agua profunda»[1],
es un preámbulo de una historia en la que lo imaginado y lo que parece real están
en un territorio oscuro, vivo, lleno de ruidos, ondulante y pasmoso.







[1] O’Farrell,
Maggie. Hamnet, Barcelona: Libros del
asteroide, 2021. p. 20





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