Diálogo sobre las clases
Leé un avance de «La clase importa», de bell hooks
Por bell hooks / Martes 15 de julio de 2025

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«Hoy en día está de moda hablar de raza o de género; el tema que no está de moda es la clase [...] En menos de veinte años, nuestra nación se ha convertido en un lugar en el que los ricos mandan de verdad»: bell hooks (1952-2021) aborda la opresión de clase desde la interseccionalidad con el resto de opresiones. Empezá a leer La clase importa (2025), traducido por María Díaz y editado por Verso Libros.
La toma de conciencia de clase
De niña, a menudo quería cosas que el dinero podía comprar, pero que mis padres no podían permitirse ni conseguir. En lugar de decirnos que no teníamos algo material porque faltaba dinero, mamá solía manipularnos con frecuencia en un esfuerzo por hacer desaparecer el deseo. A veces, nos menospreciaba y avergonzaba a causa del objeto de nuestro deseo. Eso es lo que más recuerdo. Ese precioso vestido amarillo que yo quería se convertía, en su boca embaucadora, en una cosa muy fea, casera, algo que ninguna chica que se preocupara por su aspecto desearía. A menudo, mis deseos me parecían inútiles y estúpidos. Aprendí a desconfiar de ellos y a silenciarlos. Aprendí que cuanto más claramente nombraba mis deseos, más improbable era que se cumplieran. Aprendí que mi vida interior era más pacífica si no pensaba en el dinero, ni me permitía complacer cualquier fantasía de deseo. Aprendí el arte de la sublimación y la represión. Aprendí que era mejor conformarse con los deseos materiales aceptables que articular los inaceptables. Antes de saber que el dinero importaba, a menudo elegía objetos de deseo que eran costosos, cosas que una chica de mi clase no desearía normalmente. Pero entonces todavía era una chica que no tenía conciencia de clase, que no pensaba que sus deseos fueran estúpidos y erróneos. Y cuando descubrí que lo eran los dejé de pasar. Me concentré en sobrevivir, en arreglármelas. Cuando estaba eligiendo una universidad a la que asistir, surgió el tema del dinero y fue necesario hablar de ello. Aunque buscara préstamos y becas, aunque se pagara todo lo relacionado con la escuela, aún habría que pagar el transporte, los libros y una serie de costes ocultos. Al hacerme saber que no había dinero extra, mamá me instó a asistir a cualquier universidad cercana que ofreciera ayuda financiera. Mi primer año de universidad fue en una facultad cercana a casa. Una mujer blanca de aspecto sencillo se sentó en nuestro salón y les explicó a mis padres que se encargarían de todo, que me concederían una beca académica completa, que no tendrían que pagar nada. Ellos sabían que no era así. Sabían que aún quedaba el transporte, la ropa, todos los gastos ocultos. Aun así, esta universidad les pareció aceptable. Podrían llevarme y recogerme. No tendría que volver a casa en vacaciones. Podía arreglármelas.
Después de que mis padres me dejaran en la universidad de mujeres predominantemente blancas, vi en la cara de mi compañera de cuarto el terror de alojarse con alguien negro y pedí un cambio. Sin duda, ella también había expresado su preocupación. Me dieron una diminuta habitación individual junto a las escaleras —una habitación que normalmente se deniega a un estudiante de primer año—, pero yo era una estudiante negra de primer año, una becaria que nunca, ni en un millón de años, habría podido permitirse pagar su alojamiento o asumir el precio de una habitación individual. Mis compañeras se mantenían alejadas de mí. Comía en la cafetería y no tenía que preocuparme de quién pagaría la pizza y las bebidas en el mundo exterior. Me guardé mis deseos, mis carencias y mi soledad; me las arreglé.
Rara vez iba de compras. Llegaban cajas de casa con ropa nueva que mamá había comprado. Aunque nunca lo dijo, no quería que me sintiera avergonzada entre las chicas blancas privilegiadas. Yo era la única chica negra de mi residencia. No había lugar en mí para la vergüenza. Sentí desprecio y desinterés.
Con sus risas y su obsesión por casarse, las chicas blancas de la universidad de mujeres eran extraterrestres, no vivíamos en el mismo planeta. Yo vivía en el mundo de los libros. La única mujer blanca que se convirtió en mi amiga íntima me encontró allí, leyendo. Estaba escondida bajo la sombra de un árbol de enormes ramas, el tipo de árboles que parecían crecer sin esfuerzo en los campus universitarios acomodados. Me senté en la «perfecta» hierba a leer poesía, preguntándome cómo la hierba que me rodeaba podía ser tan bonita y, sin embargo, cuando papá había intentado cultivarla en el patio delantero de la casa del Sr. Porter, siempre se volvía amarillo o marrón y luego moría. El patio le derrotaba sin cesar, hasta que finalmente se dio por vencido. El exterior de la casa tenía buen aspecto, pero el patio siempre dejaba entrever la posibilidad de un abandono sin fin. El patio parecía pobre.
El follaje y los árboles de los terrenos de la universidad florecían. Los verdes eran exuberantes y profundos. Desde mi lugar en las sombras vi a una compañera sentada sola llorando. Su tristeza tenía que ver con todas las trivialidades que rondaban nuestro trabajo diario en clase, el miedo a no ser lo suficientemente inteligente, a perder la ayuda financiera (al igual que yo, tenía préstamos y becas, aunque su familia le pagaba algo), y los chicos. Procedente de una familia de inmigrantes checoslovacos de Illinois, entendía la clase.
Cuando hablaba de las otras chicas, que hacían alarde de su riqueza y su origen familiar, había en su voz un duro filo de desprecio, ira y envidia. La envidia siempre fue algo que aparté de mi mente. Si se mantiene demasiado cerca, la envidia puede conducir a la infatuación y al deseo. Yo no deseaba nada de lo que ellos tenían. Ella lo deseaba todo, y hablaba de sus deseos abiertamente, sin vergüenza. Al haber crecido en el tipo de comunidad en la que había una competencia constante para ver quién podía comprar lo más grande y mejor, en un mundo de trabajo organizado, de sindicatos y huelgas, comprendía un mundo de jefes y trabajadores, de los que tienen y los que no tienen.
Los amigos blancos que había conocido en el instituto llevaban su privilegio de clase con modestia. Criados, como yo, en tradiciones eclesiásticas que nos enseñaban a identificarnos solo con los pobres, sabíamos que había maldad en el exceso. Sabíamos que a los ricos rara vez se les permitía entrar en el cielo. Dios les había dado un paraíso de generosidad en la tierra y no habían compartido. Los raros, los ricos que compartían, eran los únicos que podían encontrarse con lo divino en el paraíso, e incluso entonces les resultaba más difícil encontrar el camino. Según los amigos del instituto que conocíamos, alardear de la riqueza estaba mal visto en nuestro mundo, mal visto por Dios y la comunidad.
[…]
De vez en cuando, un profesor universitario comprometido me abría la mente a la realidad de que el aula podía ser un lugar de pasión y posibilidad, pero, en general, en las distintas universidades a las que asistí, era el lugar donde se mantenía el orden social. A lo largo de mis años de estudiante de posgrado, me dijeron una y otra vez que me faltaba el decoro propio de un estudiante de posgrado, que no entendía mi lugar. Poco a poco empecé a comprender plenamente que no había lugar en el mundo académico para la gente de la clase trabajadora que no deseaban dejar atrás el pasado, y que ese era el precio del billete. Los estudiantes pobres solo serían bienvenidos en las mejores instituciones de enseñanza superior si estaban dispuestos a renunciar a la memoria, a olvidar el pasado y a reclamar el presente asimilado como la única realidad digna y significativa.
Los estudiantes de entornos no privilegiados que no querían olvidar sufrían a menudo crisis nerviosas. No podían soportar el peso de todas las contradicciones a las que tenían que enfrentarse y se sentían aplastados. La mayoría de las veces abandonaban sin que quedara constancia de su angustia interior, sin que quedara constancia institucional de las innumerables formas en que su visión del mundo se veía agredida por una perspectiva elitista de la clase y el privilegio. Los registros se limitaban a indicar que, incluso después de recibir ayudas económicas y otros apoyos, estos estudiantes simplemente no podían lograrlo, simplemente no eran lo suficientemente buenos. En ningún momento de mis años de estudiante desfilé en una ceremonia de graduación. No estaba orgullosa de tener títulos de instituciones en las que me habían despreciado y avergonzado constantemente. Quería olvidar estas experiencias, borrarlas de mi conciencia. Al igual que un prisionero liberado, no quería recordar mis años en el interior. Cuando terminé mi doctorado, sentía demasiada incertidumbre sobre en quién me había convertido. No sabía si había conseguido salir adelante sin renunciar a lo mejor de mí misma, a lo mejor de los valores en los que me habían educado –el trabajo duro, la honestidad y el respeto a todo el mundo sin importar su clase–. Terminé mis estudios con mi lealtad a la clase obrera intacta. Aun así, había plantado mis pies en el camino que llevaba al privilegio de clase. Siempre habría contradicciones que afrontar. Siempre habría enfrentamientos en torno a la cuestión de clase. Siempre tendría que replantearme mi posición.