Una obra en varios frentes
Sin miedo a la ficción: Pilar Adón, el horror y la belleza
Por Juan Camilo Rincón y Natalia Consuegra / Viernes 06 de junio de 2025

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Nos dimos el gusto de conversar con la escritora española Pilar Adón (1971) dueña de una vasta obra en narrativa y poesía (y traducción) que ha llegado de la mano de varias editoriales a Uruguay. Sobre sus cuentos, nos dijo: «Lo que sucede ahí yo no lo he hecho, pero los sentimientos de abandono, a veces de traición, de no ser querida como estas protagonistas creen que deberían quererlas, en gran medida vienen de mi propia experiencia, pasada por el filtro de la ficción».
Pilar Adón, ganadora del Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica en España nos descarga una literatura que no hace concesiones ni busca agradarnos. Sabe que la escritura es el lugar de la pregunta y la contrariedad, en el que también hay lugar para lo luminoso. Sus cuentos son fragmentos de la vida incómoda, magistralmente narrada.
«Solo contándolo podrá exorcizarlo», dice uno de los personajes de la narradora española. Solo recordando y describiendo lo que nos atenaza podremos librarnos del mal. Para eso escribe: para sacudirnos. Así lo hace en sus libros de cuentos Las iras (Galaxia Gutemberg) y El mes más cruel (Impedimenta), en los que no se puede hacer otra cosa que recurrir a la violencia, rozar los fanatismos o instalarse en las obsesiones de los miedos que se heredan. Sus personajes suelen encontrarse frente a lo inevitable de la vida, en la que todo está escrito y no hay nada qué hacer. En la narrativa de Adón, impecable y aguda, cruda y sutil, algunos buscan que los miren con los ojos del cariño; otros entienden que habitan el mundo con un propósito único, un designio que los supera; unos más se saben partículas abandonadas en un universo eterno y hostil. Conversamos con ella sobre estos y otros asuntos.
Una de las ideas que subyace a muchos de los cuentos es que como sociedad nos estamos exigiendo permanentemente asumir ciertas tareas y roles frente a los niños y las niñas, una especie de mandato que nos imponemos de darles lecciones de vida, guiarlos…
Es un tema muy curioso porque yo no soy madre, nunca quise serlo. Desde bien pequeña relacionaba la escritura con la imposibilidad de ser madre y con la no tenencia de dinero. ¿Cómo podía tener yo esa conciencia de que, si quería dedicarme a la creación literaria, no podía tener hijos? Nunca me llegó el instinto materno pero muchos amigos me decían: «Ya te llegará el reloj biológico». Yo no soy madre, pero sí es verdad que en gran medida estos cuentos y la situación de los personajes, muchos de ellas niñas o adolescentes, beben de mi propia experiencia en gran medida. Evidentemente eso siempre ocurre en un plano simbólico, abstracto. Lo que sucede ahí yo no lo he hecho, pero los sentimientos de abandono, a veces de traición, de no ser querida como estas protagonistas creen que deberían quererlas, en gran medida vienen de mi propia experiencia, pasada por el filtro de la ficción y de la literatura, porque tengo muy presente cómo sentía las cosas y las presiones externas en aquella época. Cuando yo era pequeña lo único que quería hacer era leer y, como consecuencia, escribir, entonces recibía muchas presiones externas de: «relaciónate, ten amigas, sal a jugar, vete al parque». Es contrario a lo que se supone que les piden a los niños hoy: «lee más, estudia más, quédate en tu habitación, coge un libro». Esas presiones de estar siempre juzgando mi carácter, mi personalidad, si era tímida, si era introvertida, era como un machaque constante y de alguna manera lo he exorcizado en estos cuentos.
También se encuentra algo que uno podría denominar «la inevitabilidad»: lo inescapable, el designio, nadie controla su destino porque todo está escrito y, al final, «somos partículas abandonadas en un universo hostil».
Hay muchos términos que entran en conflicto en estos cuentos y eso lo hago deliberadamente para que se vaya generando una especie de situación mental y emocional en el lector, que haga que luego, frente a las situaciones que se plantean, más o menos violentas o amenazantes, sea él o ella quien las gestione; yo solamente las planteo. Esta sensación de no controlar nada, de determinismo, de que todo está fijado, que todo ya nos viene impuesto, para mí se contrapone con otra que yo quería que estuviera muy presente y es la sensación de que los personajes buscan y actúan en consecuencia —lo que pasa es que suelen actuar mal en busca de una liberación, de una ruptura—. Ahí se produce esa dualidad que hace que el lector se tenga que posicionar en una o en otra. Yo planteé ese juego que va vinculado al argumento más duro, más evidente.
Junto con las cuestiones de la víctima y el monstruo.
Es justo eso: casi todas ellas en un principio se sienten víctimas porque son —o se sienten— traicionadas, abandonadas, no queridas, y esa herida hace que se conviertan en monstruos. Eso genera una herida en otra persona, usualmente en otra niña que, a su vez, si pensamos en una concatenación, se va a convertir en monstruo. Luego hay otra cuestión que es lo bello y el horror, dos términos dentro de la estética del romanticismo que siempre me ha gustado mucho y está muy presente en esas edades; según vamos creciendo y madurando, ese concepto trágico de la vida se va diluyendo —afortunadamente—. En la adolescencia todo es blanco o negro, todo es muy extremo. El primer dolor es brutal, el primer abandono, la primera sensación de traición, y no tenemos herramientas emocionales ni sociales para gestionarlo, entonces esas dualidades se van intercalando.
Y eso se logra gracias a la manera en que juegas con la tensión. Uno empieza a entender el relato y cuando se da cuenta, todo lo que se había armado en la cabeza da un giro y el final es otra cosa.
Yo en general soy muy controladora así que, en los relatos, aunque estemos centrando la atención en un momento determinado de la vida de un personaje, necesito saber —aunque yo nunca lo cuente— todo lo que había antes, lo que hay después, lo que le pasa, cómo es físicamente, dónde vive, de dónde viene, a dónde va. Podría parecer demasiado cuando hablamos de cuento, porque en una novela parece más normal, pero en Las iras, por ejemplo, todos los cuentos están relacionados. En todos ellos las protagonistas son chicas o niñas; por supuesto, está presente el tema de la ira; formalmente están estructurados en capítulos y numerados, y aunque una historia acaba porque el relato está terminado, yo tengo la sensación de que la historia sigue. Era como una especie de hambre voraz de seguir contando una historia tras otra, aunque ya estuvieran acabadas. Por esa unión de unos con otros no me resultaba tan difícil tener la sensación de conocimiento íntimo de los personajes. Yo me sé perfectamente la historia, pero sitúo el foco en un lado y es como si le dijera al lector: «Mira aquí», cuando la realidad está pasando aquí.
Vas dejando pistas.
Es como en los cuentos de hadas —de los que también hay mucha influencia en estos relatos—: voy dejando miguitas que los lectores van siguiendo, pero a lo mejor no llevan necesariamente por el camino. Básicamente se trata de yo saberlo todo, pero no contarlo todo. Tanto es así que a veces tengo párrafos ya escritos que podrían formar parte del texto y los quito, porque siento que estoy dando demasiada información. A mí como lectora me gusta que me dejen participar en la historia, que no me lo den todo.
Uno de los cuentos más interesantes es ese en el que haces una reinterpretación de Caín y Abel en clave femenina. ¿Dónde nació la idea?
Ese cuento lo vas intuyendo, pero cuando se habla de la quijada, ya sabes para dónde va la historia. Esta surge por dos cosas. La primera es porque, si pensamos en la literatura bíblica, Caín es el primer ser que siente ira y la manifiesta matando a su hermano porque Dios ha rechazado su ofrenda. No solo él experimenta y ejecuta un acto fruto de su ira sino que, además, luego es el receptor de la ira de un ser que en principio tendría que ser benévolo, cuidar de él, ampararlo. Sucede esto y además lo expulsa y le marca con la señal de Caín. Esto a nivel simbólico es muy importante porque en todos los cuentos sucede: las niñas protagonistas experimentan ira, la ejercen y luego, quien tendría que cuidarlas —hay muchas cuidadoras, hay tutoras—, más bien se pregunta, como en el primer cuento, qué narices le pasa a esta chica en la cabeza, la cataloga de monstruo y no quiere saber nada de ella. Luego también hay una vocación de que la historia bíblica comenzara, aunque sea hablando de la ira, protagonizada por dos mujeres. Tradicionalmente, en la historia de la literatura —cada vez menos, pero todavía— hemos sido contadas pero no hemos contado. Hemos esperado tejiendo y destejiendo mientras el héroe salía a navegar, a enamorarse, a desenamorarse.
Le diste la vuelta a esa tradición.
Sí, di un vuelco ahí para empezar la historia bíblica con dos mujeres, aunque sea con un acto como este, y les quité los ropajes rosas de lacitos de las niñas, la inocencia, el candor, la pureza. A las mujeres se nos han dado siempre normas, pautas, muchas veces escritas, de cómo ser modositas, buenas cocineras, madres, hijas, amigas; a los hombres, nunca. De hecho, en la literatura y en la historia mítica de los héroes, cuando un hombre siente ira, usualmente es para actuar contra una injusticia y eso se ve como una heroicidad; cuando las mujeres sentimos ira se nos tacha de histéricas. Por ejemplo, en Impedimenta publicamos un libro que se titula Damas asesinas; su autora y prologuista Tori Telfer dice que durante mucho tiempo se consideró que las mujeres no podíamos ser asesinas en serie. Una vez comenté esto en un club de lectura y un señor dijo: «¡Si os está echando un piropo!». Es como que tenemos una deficiencia y no somos capaces de llegar al nivel intelectual —o lo que sea— para ser asesinas; si matamos, es por accidente. Nos infantilizan, nos domestican.
En una entrevista decías que la ficción es casi el único lugar que nos queda para romper tabúes. Uno piensa que todos están superados y no es así, e incluso vamos casi que en retroceso.
Yo estaba escribiendo estos cuentos y muchas veces me decía: «¿Qué haces escribiendo esto?» Porque estoy hablando de niñas que tienen comportamientos salvajes. Aunque yo no lo describa —no hay violencia en los textos, no hay un lenguaje violento, no hay sangre ni palizas—, es el lector o la lectora quien realmente imagina. Pero sí estamos entrando en un tabú que es el de la niñez, la inocencia, el candor. Una de las cosas que yo me decía a mí misma mientras me preguntaba cómo y por qué estaba escribiendo sobre esto, era: «No puedes caer en la autocensura». Si ya le tenemos miedo a la ficción —porque todo esto obviamente es ficción; yo nunca he tirado a una amiga a un pozo ni nada por el estilo— estamos entrando en terrenos muy peligrosos. Yo creo que estamos viviendo una época complicada en cuanto a lo políticamente correcto y hay ciertos tabúes en cuanto a esto de hablar de la infancia; hay cuentos que me costó bastante escribir, como el de las dos hermanas, hablando de una chica que está dentro de una especie de planta carnívora que se la está comiendo y luego se da cuenta de que es su hermana. A mí me pareció terrible pero es, de nuevo, este tema del horror y la belleza. El último cuento termina con la frase: «Toda esa belleza». Yo quería que el libro terminara con esa palabra más allá de todo el horror, pues una y otro forman parte de esto del romanticismo y se unen en la palabra de lo sublime.