Trampas y obras malditas
Teo
Por Sebastián Míguez Conde / Sábado 14 de junio de 2025

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La humedad vuelve el calor pesado, pegajoso. Prendí un cigarrillo y lo sostuve entre los labios mientras me vestía.
—¿Ya te vas? —preguntó el venezolano todavía acostado entre las sábanas empapadas de transpiración.
—Sí, ando con poco tiempo —me acerqué para darle un beso casto de despedida. Con sus manos enormes y callosas de obrero me sostuvo de la nuca. Tiene los ojos de un azul transparente, hipnótico.
—Alguna vez te va pasar a vos: te vas a encontrar con alguien a quien le perdones todo.
—Lo dudo —contesté de buen humor, lo besé de nuevo y salí del monoambiente de Ciudad Vieja mientras él se quedó mirándome en silencio desde la cama.
Llegué a casa al mediodía. Me habían mandado el guion de una obra de teatro: Trampa. Conocía el texto. No me gusta actuar, y mucho menos en obras que no escribo yo. Sin embargo, decidí volver a evaluarlo por compromiso.
Apenas empecé a imprimir el libreto la energía de mi casa cambió. Fue como si con el humo de cada hoja que salía de la impresora se materializara un ente viscoso y grande que se desperezaba, que miraba su hogar nuevo por primera vez. Un ligero aroma metálico, sutil, casi imperceptible, seguramente algo se estaba pudriendo en algún lugar de la casa.
Había rechazado ese trabajo tres veces antes, como Pedro a Jesús, por eso conocía el texto. Pero esa vez, por alguna razón que no conozco, ignoré mi instinto y dije que sí. Mi personaje se llamaba Teo: era feroz, violento, erótico, desafiante.
Unos segundos después de contestar que aceptaba interpretar a Teo el teléfono sonó tres veces. En cada uno de esos mensajes alguien me avisaba que se había cancelado un proyecto, cada uno de los tres trabajos de los que iba a vivir el siguiente año. En menos de dos minutos me había quedado sin laburo y dependía económicamente de Trampa, de Teo.
Para sacudirme el mal humor de la noticia fui a casa de Diana: una de esas amigas ocasionales y fieles que siempre dicen que sí. Dejé sin leer un mensaje del venezolano que me decía que había pasado bien como siempre o alguna pelotudez de esas.
Diana me hace reír, incluso cuando cogemos es graciosa: sus gemidos de ardilla, los ojos que se le agrandan cuando le entra muy rápido o muy fuerte, el orgasmo duradero que le deja la cara torcida como si estuviera teniendo un ACV y los pies arrollados como la bruja del norte del Mago de Oz. Cuando terminamos me prendí un cigarrillo en la cama, le ofrecí uno a ella.
—¿Vos creés que existe alguien a quien uno le perdona cualquier cosa? —pregunté y di una bocanada al cigarrillo que me iluminó la mano en la penumbra de la pieza tapiada de cortinas gruesas.
—¿Leíste los textos que te mandé?
Sí, los había leído. Eran espantosos. Diana quiere ser escritora. Construye cuentos edulcorados en los que la protagonista siempre es una mujer desgraciada, atrapada en un mundo de hombres malos que la hacen sufrir hasta que aparece uno (rico, buen mozo, fuerte, masculino) que la salva y, por supuesto, ella lo salva a él de sí mismo. La pobre no tiene ningún talento, pero yo no tengo el corazón para romperle la ilusión.
—Sí, los leí, se nota que hay trabajo ahí —mentí.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad. —volví a mentir a la vez que le llevaba la cabeza a que me la chupara para empezar de nuevo.
La primera en decir que Trampa era una obra maldita fue Monana Sierra, una de las actrices que trabajaba con nosotros en la obra. Es una mujer de casi sesenta años de vida y treinta y pico de teatro, generosa de carnes y delicadeza, de gesto amable y conciliador, ojos enormes de pestañas intensas y un cerquillo horroroso que por suerte ya no usa. Vive con sus padres en una casa grande de techos altos y paredes gruesas.
Fue el día en que el elenco se reunía para una primera lectura de la obra, un par de semanas después de haber recibido el libreto. Monana se acercó en el descanso y me contó que la noche anterior, de madrugada, había escuchado algo a los pies de su cama, un ruido que no pudo identificar, una especie de siseo, rítmico, feroz, acompañado de un olor raro e indefinible que llegaba de la puerta abierta del baño de su cuarto. Se sentó a oscuras, acostumbró los ojos a la penumbra de la noche y vio a alguien mirándola. Apenas delineada con la poquísima luz que se colaba desde la avenida por las celosías había una mujer chiquita que movía la cabeza de un lado al otro, muy lento. Monana ahogó un grito, prendió la luz y ahí estaba su madre desnuda, el cuerpito cadavérico temblando, desgarrando una a una las páginas del libreto de Trampa. Iba a decirle algo, pero la vieja cruzó los labios con el índice en señal de silencio. Shhh.
—No digas nada, te está escuchando.
—¿Qué decís, mamá?
Dejó en la cama los vapores del sueño y llevó a su madre al cuarto en el piso de abajo. Abrió la puerta. Su padre estaba en el rincón, también desnudo, con la cara apoyada en el vértice de la pared, balbuceaba algo que no logró entender.
Antes de que pudiera decirle algo, el director de la obra llegó con el celular en la mano. Nos acababan de avisar que Trampa había ganado el fondo más importante del país.
—No nos va a dejar ir —dijo Monana resignada.
—¿Quién?
—Trampa. No nos va a dejar ir. Es una obra maldita. Acordate de lo que te digo.
—Mon, no digas estupideces. Tus viejos están grandes, a los viejos les pasa eso, pobrecitos, se les arruina la mente —quise cambiarle el humor—. Y ponete contenta, che. Dejate de joder con supersticiones de teatro que esta obra nos va a dar algo de guita. La plata se festeja, Mon. Yo estoy sin otro trabajo por ahora, si no es por esto estoy en el horno.
—No están tan grandes, y no es normal que les haya pasado eso a los dos a la vez.
—¿Vos pensás que las personas siempre conocemos a alguien en la vida a quien le perdonamos cualquier cosa? —pregunté para cambiar de tema.
—Por supuesto que sí, pero harías bien en escaparte de esa persona, porque encontrarte con eso es lo peor que te puede pasar.
Decidí ignorarla y disfrutar de la buena noticia de que había plata para todos. Era un alivio. Por alguna razón no estaba pudiendo encontrar otros trabajos. Vivir del arte es agotador, una lucha constante por proyectos que se enganchen uno al otro para cubrir las aspiraciones económicas mínimas. Esa tarde estaba de buen humor, además, porque después del ensayo iría a buscar al venezolano para cenar en casa.
—¿Qué pasó acá? —preguntó apenas entró.
No me había dado cuenta de que mi casa estaba tan descuidada. En las últimas semanas (desde que había recibido el libreto) se había empezado a descascarar la pintura, a aflojar algún clavo dejando cuadros torcidos irremediablemente, a germinar manchas de humedad que crecían desde los cimientos como sombras verdes, telas de arañas que se reproducían desde todos lados apenas las arrancaba con la escoba, y ese olor a metal que parecía salir directamente de los cimientos, un caño roto, capaz, que iba a pasar los siguientes meses buscando sin encontrarlo nunca.
Mis perros aman al venezolano, corrían por el patio de una ventana a la otra de la casa para festejarlo, llorando apenas para mendigarle una caricia. Llegué a la cocina a buscar un vino, dejé el guión de Trampa sobre la mesada. Cenamos y le hice el amor generosamente. Cuando terminamos prendí la televisión y me serví otra copa de vino.
—¿Vos te acostás con otras personas? —No me miró cuando hizo la pregunta.
Yo me había separado hacía poco tiempo después de muchos años de relación. El deseo acumulado, la necesidad de variedad y de experiencias era mucha, toda la leche, toda la energía, todo el tiempo. Él estaba en un momento diferente de la vida. Había dejado su país solo, sin amigos y casi sin plata. Trabajaba doce o catorce horas por día en un taller mecánico y vivía con lo justo para ahorrar algo que le permitiera traerse a su madre y sus hermanas. Él buscaba una familia y yo no podía darle una. Mi día se consumía entre el teatro, mi literatura, él, Diana, a veces los saunas, un bar de cruising donde, cuando estaba muy caliente, iba a que me la chuparan cuatro o cinco en una misma noche y algunos amigos dispersos a los que no veía casi nunca. En ese orden.
—¿Es muy importante eso para vos? —No quería hacerlo sentir mal. Tampoco quería que dejara de verme. Era bellísimo, sensual, inteligente.
—Yo no estoy viendo a nadie más, por eso te pregunto —Se lo notaba triste.
—Vamos despacio. Hoy tengo para ofrecerte esto, después vemos.
—Va a llegar un día cuando voy a poder no llamarte más.
Hizo el amague de levantarse para irse, pero yo lo volví a la cama de un tirón. Mordí fuerte su nuca y desde ahí: «Quedate conmigo». Se quedó.
No me pude dormir. Sentí ganas de un cigarrillo. Me levanté despacio para no despertarlo. En la oscuridad el olor metálico era más fuerte, estaba seguro de que venía de las manchas de humedad, del caño roto que nunca encontraría, de basura escondida. Cuando prendí la luz de la cocina para buscar un encendedor me sobresalté. Todo el lugar estaba habitado por decenas de babosas gordas y grises que se movían despacio. La mesada, la cocina, la pileta, las paredes, la heladera, el techo, el piso, no había un espacio en donde no hubiera una babosa enorme y húmeda reptando. Por los hilos plateados parecía que salían del guion de Trampa. Monana me está volviendo loco, me dije. Estuve más de una hora aguantando el vómito mientras las atrapaba de a una con servilletas de papel que se mojaban enseguida por sus jugos inmundos, para ponerlas en una bolsa de nylon y tirarlas a la calle.
Más tarde me despertó el aullido de los perros que lloraban mirando hacia mi cuarto. Un aullido diferente al de la súplica por cariño, un aullido triste y casi desesperado. Creí ver a los pies de mi cama a Teo, mi personaje. Tenía el pelo largo y enrulado como yo, el vestuario entre destrozado y elegante, su mirada de alucinado, su antifaz de rayas negras, su expresión de odio y de desprecio. Movía la cabeza de un lado al otro, como la madre de Monana. Me senté en la cama con violencia como ella lo había hecho la madrugada anterior. Los perros ladraron más. El venezolano prendió la luz de la portátil y Teo ya no estaba. Sin embargo, yo era capaz de ver el recuerdo de su contorno, como cuando alguien borra líneas de lápiz sobre el papel blanco. A lo mejor sí me estaba volviendo loco.
–¿Qué pasa, papi? —El papi de los venezolanos: esa «a» cerrada, tan erótica, tan cercana.
—Nada, una pesadilla, no me des bola.
—Tranquilo, yo te cuido, papi.
«Yo te cuido, papi»: no me lo merecía.
—No quiero ser lo peor que te pueda pasar.
—No lo seas.
Rio y apagó la luz. Volví a soñar con Teo, soñé que había vuelto a ser el ente que vivía ahora en casa conmigo. Flotaba sobre nosotros, enorme, viscoso. En ese momento el ente no era más que una idea difusa. Una idea que se iba a materializar cuando empezaran las desgracias verdaderas, la debacle económica, la tristeza, la desesperación, y las ganas de morirme.