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Lo que no se muestra

«Paisajes ocultos»: registros de escrituras

Por Escaramuza / Viernes 25 de octubre de 2024
Foto: N. Ritter

«Paisajes ocultos, cuando lo cotidiano no coincide consigo mismo» fue el taller que dictaron Gonzalo Baz y Claudio Burguez en Escaramuza este invierno. Recogemos algunos de los textos resultantes de esa experiencia inmersiva, que se liga de formas subterráneas con la propia experimentación de estos autores. Escriben Pabloski y Emilia Estela. 

Algunas galerías del centro esconden realidades paralelas e intercambios extraños, incluso hay familias enteras viviendo en locales que parecen vacíos. 

Debajo de las calles circulan ríos entubados; podemos seguir su rastro escuchando atentamente las alcantarillas. 

Hay todo un linaje de aves grandes viviendo por arriba del quinto piso rara vez tocan el suelo, pero a menudo sentimos su presencia. 

Poder ver a la vez todas las ventanas de un edificio de apartamentos nos expone a un panóptico demencial. Asistimos a la coreografía de la rutina familiar (o de los solitarios) y, lo que podrían ser muchas películas con diferentes formas de habitar, son una sola.

Si estamos atentos, pocas veces lo cotidiano coincide consigo mismo.

«Paisajes Ocultos» es un dispositivo en torno a lo que la ciudad no quiere mostrar o, mejor dicho, en torno a lo que ella elige NO mostrarnos. Es un laboratorio de escritura que indaga sobre el extrañamiento de lo que nos es habitual, intentando cartografiarlo. En la calle, por ejemplo, las atmósferas psíquicas se multiplican y cambian todo el tiempo, si te movés diez metros estás en otro lugar. En «Paisajes Ocultos» intentamos estar alertas a todo esto para escribirlo.

Como podría haber dicho Vinciane Despret: «Qué nos diría la ciudad si le hiciéramos las preguntas correctas?» Probablemente no nos diría nada y una vez más tengamos que inventarnos las historias.

                                                                                                         Claudio Burguez



El lugar donde nacen las palabras

El día hacía ruido, pero había un cielo mudo, desapareciendo bajo el cartel de luces de un neón opaco como un pequeño perro ciego. Un perro recién nacido y mil veces muerto. Una caja podrida por el salivazo de una de esas bestias que salen del casino a las 6 de la mañana intoxicados de tabaco y whisky. Un perro como gota de lluvia pero ahogado y fatigado, río-perro-destino de rambla. Un cadáver sin flores como un fracaso, el ahíto festín de las gaviotas. Un insecto flota bocarriva, el ojo de dios. Bajo una piedra canta el verano y allí flota tu rostro fantasma en una terrible melodía, luego pasan el colibrí y su amante y el moscardón bebe de tu sangre de infanto animal. Esto es ahora y estoy algo perdido como las ondas de frecuencia, estoy algo amarillento, mientras brilla el césped como una señal para que vuelvas de la muerte. Vaho dorado de orina en las calles de la rambla. Asciendo y caigo al fondo de mi alma, no estar, no estar, no estaré nunca más acá, no quiero ver de nuevo lo que ha de morir, no quiero ni imaginar su rostro, ni caminar. Inmóvil por detrás de mi cuerpo el río crece. ¿Será porque una pequeña porción de perro recién nacido aportó volumen? Entre ruinas no se habla de dolor. Aliento humano deambulando entre las humedades detrás de las negras pestañas. Si el silencio dice algo, es una sola e inmensa letra grande y no nos nombra. ¿Y si fuera un gigantesco amor? Yo que tanto miraba hacia arriba ahora miro hacia abajo, miro quizá lo que hay en las cajas. Y en este día en el que llega el invierno ácido, ni el horno de sol me arrebata una lágrima, porque al fin y al cabo es morirse caduco, como cualquier árbol en invierno. ¿Cuánto gris se necesita para desaparecer? Yo estaba con un pan de la Resistance Boulagerie bajo el brazo pero rodeado de hedores y tristezas, y luego llega la débil hermosura de un joven con manos quemadas: «dame un pedazo». A veces no sé si amo o aborrezco el lugar donde nacen las palabras. 

Más tarde, cuando la soledad invente algo mejor, nuevamente, nadie sabrá de mis cosas; si transpiro en un museo, si estoy jodidamente perdido entre besos de mujeres y hombres a las nueve, o a las diez, en la maloliente y dorada callecita sin comienzo ni fin. Y un día, abriendo las puertas más secretas, las más tristes y oscuras como las ramas de la oscura Patagonia, no habrá sido en vano pensar, vos y yo, en lo que los otros hacen. 

                                                                                                      Pabloski

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Ellos 

Antes de que llegaran ellos el techo se llenaba de aves de todo tipo.

Papá decía que los patos venían volando desde el lago que queda a unas cuadras de casa porque los gansos, que son bastante bravucones, los echaban y terminaban chapoteando arriba nuestro. No solo había patitos con sus mamás, también, de vez en cuando, alguna gaviota y nunca faltaban los horneros mojándose el pico. Solían hacer nido en el árbol grande del frente. Ese árbol lo tuvimos que talar. Una lástima. 

Es como una piscina para los pajaritos, le decía a mi padre. Ni siquiera nosotros teníamos piscina, eso nos pasaba por vivir cerca de la playa y porque mi viejo no quería ser visto como un nuevo rico que apenas hace dos mangos encaja tremenda pileta en el patio delantero para que el barrio lo vea y nos envidie. 

Pero eso era antes, hoy, el agua estancada del techo es solo eso: agua estancada. Cada tanto me subo a la escalera de aluminio y veo atisbos de lo que solía ser «un ecosistema en sí mismo» como repetía mi abuela cada verano que pasaba con nosotros en Shangrilá. Flotan en la superficie musgos con distintos tipos de verde y alguna que otra hoja que cae de los árboles vecinos. Pero, más que nada, flota la quietud. 

Desde que llegaron ellos, o más bien desde que yo los traje, los pájaros cada día se alejan más. Ya no escuchamos a las aves divirtiéndose en el techo ni subimos a chequear si alguna nueva especie apareció en nuestra pequeña reserva.

Con Papá llegamos a la conclusión de que a ellos les gustan más los pájaros que a nosotros. Bajan, con las patas sucias de musgo y con algún pobre hornero entre los dientes. La sangre les chorrea por el costado de la boca y me miran con esos ojos… Luego lo sueltan, se relamen los bigotes y se acuestan en mi cama como si nada hubiera pasado. Ellos se divierten. Yo lloro. 

Si los pájaros vienen a esta casa, si mojan sus patas en esta agua maldita que se calienta con el sol, vienen a una trampa. Vienen a morir. 

                                                                                                   Emilia Estela

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