Hacer libros
Autoedición y autopublicación: hacelo vos mismo
Por Eric Schierloh / Martes 20 de agosto de 2019
Captura de pantalla del artículo «The Whirligig by Morris Cox: A 10,000 Word History of a Book No One has Heard Of or Cares About» de Bradford Hass.
La extensión y democratización del acceso a computadoras, procesadores de texto e impresoras hace 40 años así como los ritmos del mercado editorial, facilitaron la aparición de nuevos modelos de edición y publicación autogestionados. El escritor, traductor y editor argentino Eric Schierloh, distingue algunos casos de autopublicación según la implicación del autor en el proceso.
«Autoedición» y «autopublicación», en ocasiones homologados, hacen referencia al autor que paga (que tiene que pagar) para publicar. Los mecanismos de legitimación que operan en la edición tradicional, encarnados principalmente por algunas marcas editoriales y de catálogo, condiciones de publicación y autores que no pagan (que no necesitan pagar) para publicar, les otorgan además una cierta carga negativa, cuando no peyorativa, aunque sean aceptados cuando ocurren de manera solapada en ciertas editoriales de prestigio. Me interesa hacer entonces un deslinde y recontextualizar estos términos en el actual escenario de la edición a pequeña escala y artesanal en papel, como ya hice con la noción de «independencia editorial», una (otra) herramienta útil y necesaria para continuar disputando una zona significativa y creciente dentro del campo cultural pero también para insistir en la construcción de una forma alternativa de entender y practicar la edición (y, por extensión, la escritura).
En un sentido estricto, hay «autoedición» cuando el propio autor realiza sobre el texto todas o algunas de las tareas asociadas al editor; me centraré en la adaptación formal del texto (más allá de su valor) para ser publicado como libro. Desde la popularización de las comptadoras y los procesadores de texto, hace ya 40 años, y aún en un grado primario, podría decirse que todo autor hoy (o todo texto «procesado») posee un cierto grado de autoedición: formato de fuente y párrafo, configuración de página, maqueta de impresión, índices, portadilla, cubierta, etc. Puede que esto parezca fútil, pero no lo es. La autoedición, cuando se suma a un tipo específico de autopublicación, es también una manera de pensar y proponer, o reforzar, formas alternativas de construcción, valoración (textual, estética e incluso económica) y circulación. No tengo espacio aquí para ocuparme del resto de las tareas del editor (editor/publisher), como coordinar el proceso de impresión, diseñar la estrategia comercial, hacer distribuir el material, difundirlo, etc., aunque sería interesante analizarlas también.
La «autopublicación», por otro lado, tiene 3 formas básicas, dos de ellas manifiestas y una solapada: 1) el autor financia la impresión (por lo general, del texto autoeditado) en una imprenta; 2) el autor financia la edición del texto, o bien el texto autoeditado, y la impresión en una editorial (el caso de las editoriales que cobran a algunos autores por publicar, y por hacerlo además en un catálogo de cierto prestigio, no deja de ser una forma velada, aunque aceptada, de autopublicación); 3) el autor financia la impresión del texto autoeditado (en ocasiones realizada de manera casera u hogareña) y/o aporta la manufactura, su propia capacidad de trabajo, para producir el libro.
Desde que existen libros, editoriales y un mercado, existe el tipo de autopublicación de aquel que paga para ver su texto impreso y publicado; igualmente cierto es que con la popularización de la xerografía (fotocopia) y sobre todo de las impresoras hogareñas, hace ya 40 años, y aún en proporción menor respecto de los libros tradicionales, aparece una buena cantidad de autores (o de textos) que comienzan a dotar a la autopublicación de una nueva dimensión: la ligada a lo material, la manufactura y las formas alternativas de publicación y circulación. De manera central, en las llamadas pequeñas publicaciones, como las plaquetas y los fanzines.
Habría que deslindar, entonces, la autopublicación meramente financiera, digamos, de la manufacturera o artesanal: una cosa es el autor que paga para que lo publiquen (impriman y encuadernen) y otra el autor que se publica (imprime, o encuaderna, o ambas, y que en general se ha autoeditado, en aquel sentido primero del trabajo formal con el texto propio). La diferencia es importante debido a su radicalidad: la autopublicación financiera puede ser el capricho circunstancial de cualquiera (en inglés se la llama, de hecho, vanity press); autopublicarse materialmente también puede serlo, pero implica, además de hacer una inversión (comparativamente menor, por cierto), interiorizarse y llegar a adquirir ciertas otras técnicas y conocimientos que acaban por darle a los libros (y en ellos a la escritura, los textos, la edición y la lectura) un significado más denso, ampliado o aumentado, si se quiere. De allí a agrupar la producción autopublicada en un catálogo editorial y a incluir en él otras obras como una forma de garantizar, justamente, la «edición», y a armar una constelación de sentidos que trasciendan el catálogo meramente personal, hay un paso. Es un paso grande y decisivo pero necesario si se quiere que haya una editorial artesanal allí donde antes había un proyecto de autopublicación personal.
Existen muchos casos célebres de autores que autopublicaron en el sentido primero de financiar la impresión de sus textos: Laurence Sterne, Henry David Thoreau, Jane Austen, Nathaniel Hawthorne, John Ruskin, Stephen Crane, D.H. Lawrence, Ezra Pound, Tristan Corbière, Marcel Proust, Raymond Roussel, Anaïs Nin, Derek Walcott, Pablo de Rokha, Jorge Luis Borges, Juan Luis Martínez, etc. Los últimos libros que Herman Melville publicó son dos brevísimos poemarios autopublicados en tiradas de 25 ejemplares: John Marr and Other Sailors (The De Vinne Press, 1888) y Timoleon, Etc (The Caxton Press, 1891).
Hay también algunos buenos ejemplos (son los que más me interesan) del tercer tipo de autopublicación. Estos autores no sólo financiaron el costo de los materiales necesarios para imprimir y encuadernar los textos, sino que además ellos mismos manufacturaron los libros: Walt Whitman se encargó parcialmente de la composición tipográfica e impresión de los pliegos de Leaves of Grass (1855) en la imprenta de los hermanos James y Andrew Rome de Brooklyn; William Morris fundó Kelmscott Press (1891) y publicó 52 títulos; Carl Sandburg compuso con tipos móviles su primer libro de poemas, In Reckless Ecstasy (1904), en el sótano de la casa de un amigo; Virginia y Leonard Woolf fundaron Hogarth Press (1917) para publicar con su imprenta tipográfica textos de Katherine Mansfield, T.S. Eliot, Sigmund Freud y de la propia Virginia, entre otros; Alice B. Toklas y Gertrude Stein fundaron Plain Editions en 1930; decepcionado tras la publicación de The Whirligig Morris Cox estableció en 1957 la famosa Gogmagog Press, «esencialmente un asunto súper simple de un solo hombre», y publicó en ella sus siguientes 69 libros; Francisco Gandolfo fundó en Rosario la imprenta La Familia (1963) y la revista/editorial el lagrimal trifurca (1968); Daniel Durand hizo lo propio con las editoriales Del Diego (1998, junto a José Villa y Mario Varela) y Chapita (2008, junto a Matías Heer y luego Tomás Fadel, hoy en la casa de edición Fadel & Fadel).
Son muchos y cada vez más los autores (no sólo escritores) que se ponen al frente de pequeños (y no tan pequeños) proyectos editoriales, ya sean industriales o artesanales; que deciden autoeditar y autopublicar sus textos, en principio quizás como parte de una estrategia (la otra parte implica continuar publicando en editoriales tradicionales, independientes o no). Esto es así por varias razones: evita la espera necesaria para poder insertarse en el programa de publicaciones de una editorial y en el saturado circuito de novedades de la edición tradicional; es más rentable; permite la mutación de los contenidos y la deriva de los proyectos; hace posible la disponibilidad racional sostenida de los libros; existe la tecnología para hacerlo y es relativamente accesible y barata; y, sobre todo, porque hay un público creciente para el que, diría, tiene tanto peso el hecho de escribir y publicar un texto como el de poder materializar ambas cosas en un libro «único» concebido con otro impulso y otra filosofía, y más aún si se da en el contexto y el catálogo de un proyecto editorial autogestionado por el autor. Tengo la sensación de que este es un rasgo importante de cierto tipo de lector nuevo, o del nuevo lector del campo editorial independiente, si se quiere, en el que incluyo por supuesto el arte gráfico, que a mi juicio será un componente cada vez más importante de la escritura, la edición y la publicación no corporativas.
Por eso hablo de reconfigurar y recontextualizar estos términos, deslindando especialmente los diferentes tipos de autopublicación que señalé: la del autor que simplemente la financia (de manera explícita o velada) y la de aquel que además se implica para materializarla y distribuirla. En palabras de Ulises Carrión, el primero es aquel que «se cree inocente del libro real. Él escribe el texto. El resto lo hacen los lacayos, los artesanos, los obreros, los otros», mientras que el último «asume la responsabilidad del proceso entero» (El arte nuevo de hacer libros, 1974).
Impulsar pequeñas editoriales y autopublicarse (además de publicar en otras editoriales y de publicar a otros autores, quizás) forma parte de una estrategia de subsistencia, de autonomía y autogestión, y también de capitalización del alcance de todo (o de la mayor parte de) cuanto podamos hacer, incluida en primerísimo lugar la manufactura de nuestros proyectos en la forma de libros y piezas de arte gráfico, lo que en ocasiones y desde un punto de vista estrictamente material, no es más que un libro bien hecho.
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