Chris Frantz, Talking Heads y más
Cabecita de enamorado: Memorias de Chris Frantz
Por Federico Medina / Martes 12 de abril de 2022
Detalle de la tapa de «Amor crónico», de Chris Frantz (Kultrum, 2021).
En Amor crónico, Chris Frantz, baterista de los Talking Heads y de Tom Tom Club, narra su vida con gracia e ingenio. Federico Medina reseña estas memorias, editadas por Libros del Kultrum y traducidas por Iñigo García Ureta. Sin poses ni falsa modestia, según Federico, el baterista recorre además los vínculos que sostuvieron la famosa banda. «Eran la medida justa entre lo ridículo y lo forajido, entre lo amigable y lo psicótico. Eran ambiguos y pretenciosos, pero de una forma irreprochable», resume Federico sobre ellos.
Un camino desandado, o vuelto a recorrer, puede cambiar una historia entera o conservarla intacta, congelada en el tiempo, sacudida levemente por un cartel o un aroma, en una visita turística en la que nadie espera sobresaltos o derrumbes fuera de lo escrito en el folleto de promoción. Para fortuna de los amantes de la música y, especialmente, de los Talking Heads, Chris Frantz, baterista de la célebre banda neoyorquina, escribió estas memorias con un entusiasmo como el que Mark Twain imaginó para su personaje Huckleberry Finn.
La sorpresa resulta doble: por el simple prejuicio de pensar que un talentoso músico no puede ser también un talentoso narrador y porque la base rítmica que formó junto a la bajista Tina Weymouth hablaba por sí sola, con un lenguaje extraño y robótico, con pulso perfecto; frío o del fuego tribal que salvó la vida del ser humano en este planeta; contagioso pero indescifrable, tan original e imaginativo como para borrar cualquier huella o identidad particular.
El grupo musical se hizo fama de avant garde pero, a diferencia de otros colegas de sintonía, logró la fama mundial. Por esa época (fines de los setenta y principios de los ochenta) ninguna otra banda logró lucir tan elegante y sofisticada y, al mismo tiempo, llenar estadios con gente amontonada sobre el pasto. Eran la medida justa entre lo ridículo y lo forajido, entre lo amigable y lo psicótico. Eran ambiguos y pretenciosos, pero de una forma irreprochable.
Su cantante, David Byrne, fue la personificación de esa rareza sobre el escenario; un frontman, como muchos de sus predecesores, pero con un abismo en el cerebro. Lo cierto, y parte de lo que se puede descubrir en este libro, es que la inigualable fórmula de las «cabezas parlantes» comenzó en un apartamento donde vivían Chris y Martina (primero grandes amigos y luego una pareja inseparable) después de que David aceptó sumarse a la aventura musical del baterista (quien, a diferencia de la mayoría de la gente, supo apreciar el talento del cantante y, sobre todo, construir junto a él una nueva forma de arte) y de que Tina por fin, un día, se apareció con un bajo Fender Precision de 1963.
***
«Recuerdo a mi madre suplicándome que me callara», cuenta Chris en las primeras páginas que repasan su niñez. «Como tantos chicos de mi edad, yo escuchaba la radio en la cama, por las noches, imaginando que un día tendría una banda y que pondrían nuestra canción en la radio», reconoce que soñaba.
Así comienza una historia contada desde una primera persona viva. En su relato no hay otra complicidad que la del protagonista con el lector. No hay poses ni historias a medio contar, no hay ínfulas solapadas, ni siquiera falsa humildad. El músico y artista plástico construye una narración desde la inocencia y la sostiene, con astucia, desde un asombro de estreno. Habla desde cierta inseguridad congénita y agradece a todos sus maestros y a las personas que confiaron en sus ideas, especialmente a Martina, de mil y amorosas maneras.
Ese tono cuidadoso y preocupado por la fidelidad de las imágenes que utiliza para contar humaniza a cada personaje que entra en escena como cualquier otro más o menos célebre. Sus profesores no son menos importantes o pintorescos que Lou Reed que toma helado con una cuchara negra y abollada, o Bob Dylan como víctima de la burocracia de la industria del rock cuando queda como un boludo solo en un backstage en uno de tantos shows de los que Chris fue testigo durante sus años de formación como músico y artista.
Lo mismo pasa con los lugares y las situaciones, que resultan coloridas y raras vez desagradables o no del todo definidas. Incluso cuando el escritor se refiere a la difícil relación que la pareja –y el resto de los Talking Heads– tuvo con David Byrne, se nota un esmero que excede largamente el reproche, una amabilidad con la que se puede dialogar para entender la complejidad de la dinámica del grupo, y también sus más grandes hallazgos.
Este es un libro que transpira música. De hecho, cuando Talking Heads grabó su primer single, su baterista ya había escuchado toneladas de funk y soul, en discos y en vivo, conocía de memoria a Los Ramones desde sus primeros días en el CBGB, donde también descubrió a Television. Ya había tomado muchas drogas (hábito que una antigua novia no soportó), escuchado a John Cage y leído todas las teorías sobre el arte. Aquí también queda escrita la primera vez que vio a Martina y casi todas sus aventuras juntos, primero como estudiantes de arte, luego como pintores, y músicos que viajaron por el mundo, con Talking Heads y después con su propio grupo, Tom Tom Club.
La traducción del título de este libro para su versión al castellano no está mal (Amor Crónico) –de hecho me llamó la atención al momento de conseguirlo, aunque no tanto como la foto de la pareja entre corazones rojos y estrellas amarillas– pero no es del todo justa con lo que aquí se cuenta. La cronicidad habla de algo resuelto e inmóvil, un sufrimiento con el que lidiar que incluso los maestros de la ficción no pueden evitar que termine en tragedia. El título original, Remain in love [permanecer enamorado, por ejemplo] se acerca mucho más al estado de gracia que estos dos conocieron desde la primera vez que cruzaron palabra.
Productos Relacionados
También podría interesarte
Luces que se encienden y se apagan en la discoteca New Faces, una mudanza a Montevideo, la alienación y el extrañamiento de los lugares de la infancia, la música como salvavidas. Patricia Turnes reflexiona sobre las casualidades en serie que llevaron a Joy Division a convertirse en New Order, a ella misma a querer ser como Bernard Sumner.
Cantautor, compositor, escritor, poeta de la contracultura y siempre activista por los derechos de las personas racializadas, Gilbert Scott-Heron comenzó a escribir sobre Stevie Wonder en un proyecto que se extendió hasta configurar sus propias memorias. A través de la lectura de Con las horas cantadas (Kultrum, 2020) Federico Medina nos zambulle en los recuerdos de este «cronista de la injusticia».
Hace veinte años, un 22 y 23 de abril de 2001, Montevideo se preparaba para recibir en el Estadio Centenario a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, sospechando, aunque sin saber, que aquellas dos noches serían las últimas para brillar con la banda argentina. Álvaro Percovich y Amalia Rossi comparten una breve crónica del acontecimiento, fotografías, recuerdos y una playlist.
Ellas hacen música y nosotras las escuchamos. Federico Medina nos trae una nueva selección de cinco discos, para vibrar con cinco compositoras (y otras músicas que colaboraron en los proyectos). Un Steinway de 1912, pop de insomnio y hip hop, entre otros ritmos, para iniciar un viaje sonoro desde Barrio Sur hasta Ibiza.
Sin conciertos, giras internacionales ni presentaciones de disco, el confinamiento retrasó el lanzamiento de algunos trabajos musicales, hizo que otros pasaran desapercibidos y estimuló nuestra necesidad de seguir vibrando al ritmo de la música. Federico Medina nos recomienda cinco discos publicados en los últimos meses.
«¿Cómo no amar a Cindy Sherman?», se pregunta Patricia Turnes al final de este columna sobre la fotógrafa norteamericana que ha indagado sin cesar su propia imagen. Sherman es irreverente, genial, dueña de un caudal de energía creativa único. Este mes, Turnes quiere ser como ella (¿y quién no?).