Recordando a Flannery O’Connor
Conquistar el cielo con violencia
Por Hugo Fontana / Jueves 05 de setiembre de 2019
La escritura se volvió más importante incluso que su propia vida: Flannery O’Connor escribió joven y hasta sus últimos días desde la voz de la violencia seca, la rudeza de la pobreza rural y un catolicismo alejado del entusiasmo exacerbado. Hugo Fontana nos habla de un de las mejores cuentistas de la literatura estadounidense de principios del siglo XX.
«Un cuento breve debe ser extenso en profundidad y debe darnos la experiencia de un significado. Tengo una tía que piensa que nada sucede en una historia a menos que alguien se case o mate a otro en el final», dijo alguna vez Flannery O’Connor en una conferencia publicada más tarde con el título El arte del cuento. O’Connor había nacido en Georgia, en 1925, y allí falleció en 1964 con apenas 39 años de edad, afectada de lupus, una enfermedad autoinmune y degenerativa que va destruyendo el cuerpo lenta y dolorosamente. No obstante su corta vida, pudo escribir un par de novelas (Sangre sabia, 1952, y Los violentos lo arrebatan, 1960) y unos treinta cuentos reunidos en dos libros (Un hombre bueno no es fácil de encontrar, 1955, y Todo lo que asciende tiene que converger, póstumo, 1965) que fueron suficientes para colocarla en ese exclusivo lugar que alcanzan unos pocos escritores: la inmortalidad.
O’Connor fue parte de un grupo de narradores pertenecientes al llamado Deep South estadounidense, que produjo la mejor literatura de la primera mitad del siglo XX de su país, y que estuvo integrado por maestros como William Faulkner, Eudora Welty, Carson McCullers, Erskine Caldwell, Truman Capote y Tennessee Williams. Tierra sin esperanzas, el sur profundo (Georgia, Alabama, Mississippi, Luisiana entre otros estados), derrotado militar, económica y políticamente tras la Guerra de Secesión (1861-1865), acudió a la cultura para preservar sus señas de identidad. «La gran ventaja de ser un escritor del sur es que no necesitamos mirar hacia ningún otro lado en materia de costumbres: buenas o malas, las tenemos, y en abundancia», decía también O’Connor en aquella conferencia.
Esa literatura fue conocida como el «gótico sureño», epígono de un género que había tenido su mayor impulso en el siglo XIX, con algunos tópicos ineludibles: mansiones alejadas de todo centro urbano, ambiente crepuscular, seres sobrenaturales. Lo que faltaba para ello en el Deep South fue suplido por estos autores gracias al retrato de figuras esperpénticas, deformes, miserables, por una tierra donde solo se cosechaba tabaco y algodón, por pequeñas poblaciones de espaldas a todo tipo de progreso, por un régimen de explotación de la tierra feudal y esclavista. Y por otro elemento central de toda esa comunidad: el fanatismo religioso, presente hasta el día de hoy, y todavía explotado políticamente por el populismo más conservador.
Católica practicante de misa diaria, O’Connor supo explicar la presencia constante de la violencia en su narrativa sosteniendo que «muchos de mis más ardientes admiradores se sentirían sorprendidos y perturbados si se diesen cuenta de que todo en lo que creo es completamente moral, completamente católico, y que son esas creencias las que le dan a mi trabajo sus principales características». Y a modo de alegato ante los tiempos en que le tocó vivir, escribió que «Más que nunca, ahora parece que el reino de los cielos debe ser tomado por la violencia o no ser tomado. Hay que empujar con tanta fuerza como se pueda, como esta época está empujando contra uno».
Su padre también había fallecido víctima del lupus y, cuando a ella le fue diagnosticado en 1951, supo de inmediato lo que le tocaría vivir. En 1958 viajó a Lourdes (Francia) y se bañó en unas aguas que el cristianismo suponía curativas, solo por cumplir con la liturgia («Soy de esas personas que antes morirían por su religión que tomar un baño por ella»). Y tras un peregrinaje que había incluido cursos en la Universidad de Iowa, una estancia en la colonia de escritores de Yaddo y temporadas en Nueva York y Connecticut, volvió a Georgia, estableciéndose en una granja que su familia poseía en Andalusia, al sur de Atlanta, donde se dedicó a la cría de aves exóticas. El lugar se ha convertido en un complejo que puede ser visitado por el público: hay una coqueta casa de madera de dos plantas, viejos y casi derruidos establos, un molino de agua y un amplio prado por donde aún deambulan majestuosos pavos reales.
Fragmento del cuento «Un hombre bueno no es fácil de encontrar», de Flannery O’Connor (1955):
La carretera quedaba unos tres metros más arriba y sólo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina; avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y durante unos minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacía donde estaban sentados, sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y se quedó junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos tejanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
—¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los niños.
La abuela tuvo la extraña sensación de que conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
—Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un accidente de na.
—¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo la abuela.
—Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram, prueba el coche a ver si funciona —indicó en voz baja al muchacho del sombrero gris.
—¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John Wesley—. ¿Qué va hacer con ella?
—Señora —dijo el hombre a la madre de los chicos—, ¿le importaría decirles a esos chicos que se sienten a su lao? Los niños me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
—¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos hacer? —preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de los árboles se abrió como una oscura boca.
—Vengan aquí —dijo la madre.
—Verá usted —dijo Bailey de pronto—, estamos en un apuro. Estamos en...
La abuela soltó un chillido. Se levantó trabajosamente y lo miró de hito en hito.
—¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he reconocío na más verlo!
—Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido—, pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
—Señora —dijo—, no se disguste. A veces un hombre dice cosas que no piensa. No creo qu'haya querido hablarle d'esa manera.
—Tú no dispararías a una dama, ¿verdá? —dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los ojos.
El Desequilibrado clavó la punta del zapato en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
—No me gustaría na tener qu'hacerlo.
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