Algo que no se destruya
De madre a hijo en un mundo hecho pedazos
Por Soledad Gago / Viernes 15 de noviembre de 2024
Fuente: Shutterstock y portada de «Atrás queda la tierra» (Seix Barral, 2024).
En Atrás queda la tierra (Seix Barral, 2024), la periodista venezolana Arianna de Souza le escribe una carta a su hijo. Al mismo tiempo, «cuenta su historia, pero también, la del derrumbe de un país y deja rastros de la crisis de un continente, América Latina, que no sabe qué hacer con los que tienen que irse, con los que cruzan ríos y selvas para vivir mejor, con los que llegan sin nada».
Cuando dejan Venezuela —cuando finalmente se suben en un avión y huyen de su tierra como si hubiesen hecho alguna cosa, cometido algún delito— León tiene un año. Es 2016 y el país ya viene cuesta arriba: el nivel de pobreza es extremo y alcanza casi al 50% de los hogares, la inflación se ubica por encima del 180 por ciento, el índice global de desarrollo humano sitúa a Venezuela en el puesto 78 de 180 países analizados. León todavía no entiende, no pregunta. Su familia vendió todo para que él y su madre, Arianna de Sousa-García, pudieran comprar un pasaje a Chile. Hay que salir, hay que dejar todo atrás, hay que escapar, pero, sobre todo, hay que sobrevivir.
Pero entonces León crece y empieza a preguntar: ¿por qué viven lejos de la familia? ¿Por qué se fueron de Venezuela? ¿Por qué no pueden volver? Y Arianna, periodista, empieza a escribir: para buscar una respuesta, para guardar su memoria, para que nada se pierda, para dejar registro de que todo lo que ha hecho fue para darle una vida mejor a su hijo y, fundamentalmente, para que León, cuando crezca lo suficiente, lea, entienda un poco más, encuentre alguna certeza.
Atrás queda la tierra (Seix Barral, 2024) es el primer libro de la periodista venezolana Arianna de Sousa-García (Venezela, 1988). Es, también, una carta para León: un intento de agarrar los pedazos de un país destrozado, de una sociedad destrozada, de una realidad destrozada, y generar, a través de ellos, algo un poco más sólido, un poco más contundente, algo que no se destruya, que no se rompa, que no pierda.
A partir de textos cortos, la periodista cuenta su historia, pero también, la del derrumbe de un país y deja rastros de la crisis de un continente, América Latina, que no sabe qué hacer con los que tienen que irse, con los que cruzan ríos y selvas para vivir mejor, con los que llegan sin nada, con los que se enferman en el intento, con los que mueren en el intento.
En este libro una madre le cuenta a su hijo los vestigios de su pasado, pero también los de personas con una historia como la suya, que son miles y miles y miles. En los textos que elige la autora para construir esta pieza, las personas migrantes dejan de ser cifras y pasan a tener un nombre: Elizabeth Díaz, María Errazo, Angélica Jiménez, David Vallenilla, Neomar Lander, Juan Pablo Pernalete, Paola Ramírez, Yaelvis Santoyo. Ellas, que tienen poco lugar en los diarios y en los informativos salvo cuando se trata de un desastre, son los protagonistas, el centro de la trama.
Hay algo de grito desesperado y sordo en este libro, como si la autora hubiese buscado —quién sabe— generar una sacudida, una bofetada rápida, algo que despierte. La extensión, 135 páginas, la forma del lenguaje, despojada de cualquier pretensión y el formato de textos individuales que se entrelazan en un tiempo y en un espacio en común, parecen hablar desde la urgencia, desde lo que no se puede postergar: ¿cómo se está tratando la crisis migratoria desde y en América Latina? ¿Qué se hace por las personas que se van de su país? ¿Qué políticas implementan los países que los reciben?
Atrás queda la tierra no busca generar respuestas a estas preguntas. Las plantea, apenas, y sigue de largo para ir más profundo, para mostrar lo que no se muestra o lo que no se quiere ver: familias desarmadas y desperdigadas, hombres, mujeres y niños que caminan miles de kilómetros para llegar a algún lugar, hombres, mujeres y niños que mueren sin llegar a ningún lado.
No hay, en Atrás queda la tierra, demasiados matices: las víctimas son víctimas y todo su abordaje es desde ese lugar. Sin embargo, aunque a priori podría parecer una construcción chata, tal vez sea la decisión más acertada para lo que necesita un libro que quiere, desde el fondo de todas las cosas, levantar la voz, dejar un eco, una especie de reverberación que resista al tiempo.
«Supongo que lo que intento decirte es que aunque el viaje siempre es doloroso, forzado, exigente e imposible, lo hacemos bajo una razón poderosa», escribe Arianna de Sousa-García sobre el final del libro.
¿Qué es capaz de hacer una madre por un hijo? ¿Cómo cambia la maternidad el rumbo de las cosas? ¿Hasta dónde se puede llegar?
Ahí, entre las historias que elige contar Arianna, también está la suya: la de una niña que siempre supo que quería ser periodista, la de una mujer que, sin decirle nada a nadie, estudió lo que quería, la de alguien que consiguió el trabajo de sus sueños en el diario en el que siempre quiso, que trabaja denunciando las injusticias que suceden todos los días en su país. También es la de una mujer que decide dejar su pasión y vocación a un lado, irse de su país y llegar sola a un país nuevo solo para intentar, al menos, darle un futuro diferente a su hijo. Porque, al final, más allá de cualquier título y de cualquier rótulo (novela de no ficción, autobiografía, novela) Atrás queda la tierra es un gesto bellísimo de amor de una madre hacia su hijo —no solo el libro sino todo lo que entraña— y así debería leerse: con el respeto de estar hurgando una intimidad ajena.
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