Apuntes y huellas
Desde el hielo: diario de la Antártica
Por Soledad Gago / Lunes 09 de diciembre de 2024
Fuente: Shutterstock.
Sobre caminar y escribir, y por qué a veces son la misma cosa, una crónica especial de Soledad Gago: «Vine a la Antártica para escribir. Vivo en la Base Científica Artigas desde hace casi un mes, cuando subí a un Hércules de la Fuerza Aérea que aterrizó en una pista cubierta de hielo». Durante una caminata hacia un glaciar, revisa sus pasos y dialoga con obras sobre el frío y el continente blanco.
Esta mañana caminé 12 kilómetros para ver un glaciar. Salí a las cuatro de la madrugada desde la Base Científica Antártica Artigas, en la isla Rey Jorge en la Antártica, donde vivo desde hace 27 días, acompañada por cinco personas.
Bordeamos una costa de piedras negras que relucían como diamantes, subimos por rocas bañadas por el océano, vimos el océano calmo, como si fuese un animal dormido que podría despertar en cualquier momento, sentimos el viento en la cara como un recordatorio —estás acá—, vimos gaviotines blancos volar sobre nuestras cabezas, pingüinos que aún dormían de pie, dos focas en el agua, el cielo despejado y limpio, una cápsula azul que contenía todo el paisaje, que nos contenía a nosotros, que teníamos la sensación de que si seguíamos caminando podríamos alcanzarlo en cualquier momento.
Avanzamos lento, pero no paramos. Queríamos llegar al refugio Collins, que es el lugar más cercano al glaciar del mismo nombre, al que se puede llegar por tierra, pero era la primera vez que íbamos y nadie sabía cuánto quedaba, cuánto más había que caminar, cómo era el camino hacia adelante.
Caminamos siguiendo huellas y esa era nuestra única certeza: ayer, dos personas de la base hicieron el mismo camino y nos dejaron el recorrido marcado. Buscamos sus pisadas, confiamos en ellas sin dudar. La nieve nos llegaba a las rodillas y sin ellas sería imposible. O sería muy difícil. Acá todo funciona así: siempre se necesita de alguien más.
Yo aprendí a caminar sobre la nieve algunos días después de llegar a la Antártica. Ya conocía la nieve, pero nunca la había visto así, de esta manera, como una condición. Ahora, siempre dejo que alguien que sepa más que yo vaya adelante y sigo sus pasos como quien sigue un rezo, los repito hasta dejar de pensar, hasta que caminar se vuelva algo que alguien más hace por mí.
Hoy hice lo mismo: seguí huellas
Caminé, primero sintiendo todo el peso de mi cuerpo, cada hueso y cada músculo. Caminé como si pudiera sentir mi piel, mi pelo, mis tendones, mis articulaciones, mis cartílagos, cada una de mis células. Caminé, pensando en que estaba caminando, en cuánto me quedaría, en cómo sería el refugio, en cómo sería sentir de cerca un glaciar, imaginé un trozo celeste de hielo desprendiéndose, generando una catástrofe, rompiendo el silencio con una violencia conmovedora.
Empecé a ver cosas que no había visto en detalle: unas pequeñas piedras blancas que están como camufladas en un suelo negro, el agua congelada del deshielo que formaba picos invertidos, las gotas cayendo de ellos, cómo los pingüinos corren hacia el agua cuando escuchan nuestros pasos. Dice Werner Herzog en Del caminar sobre el hielo, el diario que escribió en 1974 mientras caminaba en línea recta entre Munich y París con la esperanza de que, si lograba llegar, la cineasta alemana Lotte Eisner, a quien admiraba profundamente, se recuperaría de una enfermedad grave:
Veo muchos ratones. Ya no tenemos idea de la cantidad de ratones que hay en el mundo, es inconcebible. Los ratones crujen muy silenciosamente en el césped aplastado. Sólo el que camina ve los ratones.
La cabeza se me llenó de cosas: del paisaje, de los pingüinos, de la nieve, del sonido de mis pasos cuando la hacía crujir, de la forma de las piedras, de los colores de las piedras que me costaba identificar, de cómo caminaban quienes me acompañaban, de cómo sería entrar al agua, sentir el frío del mar recorrerme de a poco hasta paralizarme, del hambre, de cómo me gustaría haber tenido un termo de té, de cómo estaría mi apartamento en Montevideo, de qué haré con mi apartamento en Montevideo, de cómo se vuelve al mundo después de haber salido de él durante 40 días, de las dos semanas que me quedan por delante en este lugar que no se parece a ningún otro en el que haya estado, en el que vaya a estar. Pensé en el libro que estoy leyendo, Invierno, de Henry Thoreau, una selección de textos que el autor estadounidense escribió en distintos lugares sobre los efectos del invierno en la vida de las personas, y en este pasaje:
Amo el invierno con su encierro y su frialdad porque obliga al encerrado a probar nuevos campos y recursos. Amo que el río esté cerrado por una temporada y tener que poner en pausa mis salidas en bote, verme obligado a guardar mi barca.
Me pregunté quién seré yo tras haber puesto todo en pausa, quién estaba siendo yo, en ese momento, caminando por la nieve, qué efecto estaría teniendo sobre mí este frío seco que se parece a un vidrio.
Después, de a poco, a medida que avanzábamos sin saber cuándo llegaríamos y el cansancio empezaba a ser cada vez más pesado, todo se fue borrando: la planta de los pies, las piedras debajo de ellas, los tobillos, las pantorrillas, las rodillas, la cadera, el pecho, la respiración, los pensamientos, la cabeza. Entonces caminar empezó a ser otra cosa: un túnel hacia el transe, un camino hacia alcanzar el lugar en el que sucede la escritura, ese momento en el que el tiempo se detiene, en el que una deja de existir acá para existir en las palabras.
Entonces escribí, en los pasos, en la caminata, en el cuerpo:
Vine a la Antártica para escribir. Vivo en la Base Científica Artigas desde hace casi un mes, cuando subí a un Hércules de la Fuerza Aérea que aterrizó en una pista cubierta de hielo. No sé cómo es aterrizar en la Luna, pero cuando la puerta del avión se abrió y lo único que vi era blanco y el viento me golpeó la cara y me envolvió el cuerpo sentí que podría parecerse a esto.
Estoy en un lugar que me resulta completamente ajeno: vivo con militares y con científicos y con personas que están arreglando los estragos que el invierno le hizo a esta base, la única permanente que tiene Uruguay en la Antártica. Sigo reglas (no salir sola, siempre llevar radio, desayunar a las ocho, almorzar a la una, cenar a las ocho y media, cuidar el agua, usar todo con responsabilidad, incluso la escoba, no hacer ruido después de las 23:00) y las acato sin preguntar, sé que tiene que ser así para que todo funcione, para que este sitio no termine por expulsarnos.
He tenido esa sensación varias veces. He sentido que estoy en un lugar en el que no tendría que estar, he visto el viento sacudir todas las cosas, he visto el océano crecer como si pudiera tragarse todo lo que está a su paso, he visto trozos de hielo inmensos caer desde el risco. Y, sin embargo, estoy, vivo, camino, trepo, recorro, conozco, miro, pregunto. Después me encierro y escribo. Intento que no se me escape nada, busco las palabras exactas para guardarme la forma en que la niebla vuelve todo una misma cosa, uniforme, gris, espesa. Sé que es imposible llevarme algo de este lugar inmenso en mi escritura y, no obstante, escribo con la inocencia de las primeras veces, con el mismo hambre.
En estos días leía otro libro, Amundsen y Scott, Duelo en la Antártida. La Carrera al Polo Sur. Es de Javier Cacho Gómez, un escritor y científico español. Me lo prestó Ana, una investigadora, también española, que vivió en la Base Artigas durante tres meses estudiando, junto a Jorge, físico, cómo se transportan los microorganismos en el aire. El libro cuenta la carrera de un explorador noruego, Roald Amundsen, y un británico, Robert Scott, hasta llegar a la Antártica, hasta poder navegar en las aguas del Océano Austral, cubiertas de hielo. Narra cómo prepararon sus barcos, sus expediciones, sus hombres, da cuenta de lo que significaba, a comienzos del siglo XX, ser explorador. En algún momento, al comienzo del libro, el autor se pregunta por qué lo hacían, qué llevaba a esos hombres a querer conocer los extremos de la Tierra, si la investigación, si la ciencia, si el progreso, si el honor, si el nacionalismo, si el ego. Al final, dice que ninguna de esas, dice que no hay por qué, que lo hacían porque no podrían no hacerlo, que lo hacían por la aventura, por la adrenalina, por el éxtasis de pisar un lugar que no había pisado nadie.
Yo me he preguntado muchas veces desde que estoy acá por qué, qué estoy haciendo, para qué vine. La respuesta siempre es la misma: para escribir. Aunque sé que esta vez escribir entraña algo más.
Los primeros días en la Antártica leí La dificultad del fantasma, un libro muy breve de Leila Guerriero, un texto en el que la periodista argentina cuenta su tiempo viviendo en una casa de la Costa Brava, en España. Allí, Truman Capote escribió parte de A Sangre Fría, uno de los mejores libros de la historia de la no ficción. Se fue allí para buscar silencio: de la gente, de las calles, de las fiestas, de Nueva York, del mundo.
En una parte del texto, Leila habla sobre el proceso de escritura de su primer libro, Los suicidas del fin del mundo. Escribe:
En el verano de 2005 pedí mis vacaciones en la revista y escribí a lo largo de un mes, desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, de lunes a lunes. Sólo me detenía a las dos de la tarde, cuando el calor era abrasador —no tenía aire acondicionado—, y me arrojaba en cruz sobre la cama, las piernas colgando hacia afuera para no quedarme dormida. Apartada del mundo, esperaba que apareciera la voz que me permitiera caer de pie al otro lado del espejo. Ahora, años después, corriendo contra la tramontana, pienso que, en el fondo, escribir se trata de desaparecer completamente para aparecer completamente en otra parte.
Tal vez yo esté acá para eso: para caminar hacia un glaciar, para desaparecer completamente, aunque no sepa aún a dónde voy a llegar.
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