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Narrativa argentina

Detenerse en la eternidad del instante: reseña de «La paciencia del agua sobre cada piedra»

Por Manuela Sosa Methol / Jueves 25 de mayo de 2023
Portada de «La paciencia del agua sobre cada piedra», de Alejandra Kamiya (Eterna Cadencia, 2023).

«Leer este libro es atravesar el trance de un ritual, es percibir el ritmo que nos une con el mundo en armonía, pero también el hastío de su monótona repetición» escribe Manuela Sosa Methol sobre el último libro de Alejandra Kamiya. La paciencia del agua sobre cada piedra (Eterna Cadencia, 2023) leído en clave de animalidad, elusividad y silencio.

En los cuentos de La paciencia del agua sobre cada piedra, la escritora argentina Alejandra Kamiya encuentra en el caos del universo un ritmo común. Se necesita una percepción sensible para lograr esto y Kamiya, efectivamente, es poseedora de una aguda intuición sensorial que le permite desvelar la sincronía integradora que se esconde en los acontecimientos y los elementos que componen nuestro mundo. Estos cuentos han sido elaborados mediante un cuidadoso proceso de destilación: cada palabra y cada oración han sido colocadas con el detenimiento y la precisión de quien poda un bonsái, dejando solo lo imprescindible para que el cuento contenga un máximo nivel de condensación y pureza. El resultado de esto es la honestidad, el hallazgo de la forma desnuda del mundo. Y este hallazgo devela que el contorno de nuestra propia forma no es más que la continuación de la línea que contornea al universo entero. Hay en este libro un sentido holístico de la existencia, un detenimiento en la eternidad del instante, una desautomatización de la percepción, una captura de la belleza escurridiza. 

Uno de los aspectos más fuertes y, a mi entender, mejor logrados del libro, tiene que ver con la presencia de lo animal. En «El mono», un cuento brillante y muy lúcido, presenciamos la convivencia entre una mujer y un mono o, quizás, entre un mono y su doble, un doble degradado e incompleto, cuya humanidad es la manifestación de una carencia. Hay una sutileza en la mirada que encuentra asociaciones entre las formas, los contornos y las ideas en la descripción de la silueta del mono: “La línea de su espalda no se interrumpe, como la mía, en la cintura o en el cuello. Como si yo estuviera hecha de partes y él fuera un todo”. De noche, ambos cuerpos se sincronizan y fusionan con violencia, los enreda “enloquecida la noche”. 

La narradora de «El mono» encuentra en el mono una forma de explicarse a sí misma en su insuficiencia: «Y él lanza un aullido y yo solo tengo palabras y las palabras no sirven, pero grito». Porque el intelecto, aquella arma a la que la humanidad se ha aferrado para instalar su superioridad frente a las especies y su soberanía del mundo, no sirve, es insuficiente e inútil. Porque las palabras no alcanzan para nombrar y abarcar esa esencia compartida que se extiende y atraviesa todas las formas de la vida: «Ya nada tiene nombre, porque los nombres se han desprendido de las cosas y las muerden». 

En los cuentos de La paciencia del agua sobre cada piedra, lo animal se manifiesta como vía de acceso a un conocimiento antiguo e instintivo, como una forma de comprender nuestra sustancia esencial y de descender a la raíz desde la que nacen tanto la luz como la oscuridad, y el equilibrio del mundo: «Hay simetría entre su fuerza para destruir y su fuerza para reparar, hay simetría entre el dios furioso de la oscuridad y esta armonía que dice minuciosamente que no es verdad la noche. Hay simetría, y la simetría se parece a la justicia».

En «Sakura-Gari», cuento que da cierre al libro, una gata, Sakura, explica a una mujer aquello que nosotras, las personas, ignoramos: que hay comunión entre todas las cosas, que la muerte propia es intrascendente y no perturba la totalidad del sistema armónico del que formamos parte. La gata pronuncia una sentencia que la mujer, al principio, no llega a comprender del todo: «nosotras no vamos a morirnos». Porque, como dice el epígrafe de Graciela Pisano del cuento «La pregunta de Rawson», «Lo que diferencia a los seres humanos de los animales es la conciencia de muerte. Los animales no la tienen». Sin embargo, no se trata de una ignorancia sino de una no pertenencia al parámetro vida-muerte con el que las personas configuramos el mundo. Porque la gata es «parte del jardín, parte del liquidámbar y de los álamos, parte de las hormigas y de los cascarudos, las babosas y caracoles y grillos y cigarras, y de la noche y del día como eso que giraba envolviéndonos. Las estrellas eran parte de ella como lo eran las líneas negras que salen egipcias del rabillo de sus ojos verdes, dorados. La brisa, la luna, el barro. Ella es una parte y eso la hace ser el jardín entero y el baldío de al lado y el barrio y el mundo alrededor y todos los otros gatos que son y fueron”. En este cuento, la voz del animal viene a derrumbar nuestra concepción antropocéntrica e individualista de la muerte como final. Hay una fuerza integradora que trasciende nuestra existencia individual. Y ese es uno de los temas centrales que atraviesan los cuentos de Kamiya. 

Lo animal como pertenencia a algo superior que nos trasciende aparece también en «La pregunta de Rawson», cuento fundamental que, afirmo sin pudor, todo el mundo debería leer, y que comienza con una atenta observación: «Hay un ritmo en todo lo que ocurre […] una especie de acuerdo entre cada parte con el todo». Alejandra Kamiya encuentra el movimiento rítmico del mundo y lo traslada a la escritura. En una entrevista con Maxi Legiani, la autora recuerda que «Saint-Exupéry decía que los rituales son al tiempo lo que el hogar es al espacio». El ritual, la repetición, la ceremonia obligada, es el hogar que instalamos en el tiempo, nuestro lugar seguro. La sincronía entre todas las cosas que Kamiya halla, este descubrimiento de lo perenne en lo que parece instantáneo, se manifiesta a veces como armonía y simetría, y otras como el hastío de la repetición, el agobio que es saberse parte de un movimiento inconsciente y perpetuo que nos une con el mundo en su condena a la repetición eterna, porque el hogar puede tornarse prisión, encierro. 

En «La pregunta de Rawson», la mansa armonía del ritual se torna una opresiva monotonía. La condena de la existencia la descubre un perro: «haremos una y otra vez lo mismo […] seguimos haciendo lo que siempre hemos hecho […] Como si estuviéramos hechos de memorias, o tal vez una memoria única que las abarca todas». Los perros comprenden el peso de su cuerpo, el hastío, la desesperación del ritual obligado, invariable. Existir en vida es pertenecer a este comportamiento incambiable de repetición, a esa memoria común que nos une y nos sincroniza, y nos encierra en una vida plana y regular. «No hacemos más que repetirnos. Lo que hacemos repite lo que hicieron otros perros, tal vez, todos». ¿Es muy distinta la condición de las personas? ¿No volvemos, invariablemente, a las mismas frustraciones, a los mismos deseos y a los mismos temores que nos han perseguido desde el comienzo de nuestra existencia en la Tierra? 

En «Olsen y Vargas», sin embargo, este hastío halla un punto de escape. En este cuento, un violinista y un pianista encuentran la concordancia entre la desesperanza del mundo y su música. El ritmo de la tristeza es un todo continuo, unificador. La narradora asiste ceremoniosamente a sus conciertos como ejecutando un ritual, hipnotizada por la concordancia hallada: «Lo invariable de la ceremonia acentuaba la idea de que la suave inercia de las cosas podía ser infinita». Nuevamente: el ritmo repetitivo del mundo, el ritual eterno e invariable del que no podemos escapar, lo tedioso de la sincronía. Pero Olsen y Vargas encuentran, fugaz y escurridiza, una salida. Cuando logran escapar de este ritmo unificador y aplastante, el caos emerge y la narradora, en la mudez de un violín destrozado, descubre su secreto: «Sucede siempre lo mismo: un silencio. Sucede y se derrama sobre las cosas, las deshoja. Y espero como esperan los árboles en otoño, hasta que surge la punta atrevida de un brote: la sospecha de que en el silencio está, entreverada y oculta, la posibilidad que vieron Olsen y Vargas». Y esta es una de las claves de este libro: el silencio, lo elusivo, lo que hay entre las líneas. Hay un interés por trabajar con lo que no se dice, con lo que se esconde debajo de lo que está escrito. Desde ese lugar oculto y subyacente emerge la fuerza de esta narrativa. Como dice el narrador de «Sola», «Una presencia tiene un espacio limitado. La ausencia, en cambio, lo ocupa todo».

Tanto el trabajo con el silencio y lo elusivo, como la incorporación de una mirada animal cumplen una función en el libro: la desautomatización de la percepción, que es, según Shklovski, lo que el arte nos hace experimentar. Leer este libro es redescubrir el mundo, puesto que le quita a nuestra percepción la automatización que hace que no nos fijemos ya en lo distintivo de los objetos que nos rodean, en la belleza que poseen. Porque la escritura de Kamiya le devuelve a los objetos y a las situaciones cotidianas su singularidad, se desautomatizan las sensaciones y los objetos que creíamos conocidos.  El comportamiento del mono, o la forma en la que Saku, la gata, o los perros de «La pregunta de Rawson», perciben y describen el mundo, nos hace fijarnos en cosas que no pudiéramos haber notado sino desde su percepción animal. 

Encontrar un ritmo común en el mundo es también una forma de aprender a verlo nuevamente, de atender a sus distintos acontecimientos y percibir en ellos una armonía silenciosa, como el narrador que, en uno de los cuentos, halla una comunión entre el sonido «S» del viento, las voces de los niños y el chirrido de una hamaca. Esta forma de desautomatizar la percepción, de detenerse en la singularidad de los objetos, tiene que ver con un intento de capturar la belleza del mundo que la automatización nos impide ver. En «La garza», un escritor observa a una garza aterrizar en el agua y quedarse inmóvil «como un dibujo de dos trazos de pincel». Y entonces, comprende que «Lo que había ocurrido frente a él, o tal vez, dentro de él, era un acto de belleza».  Porque en este libro hay una intención de prolongar la belleza que se escurre en el instante, ya sea en la quietud de una garza, en el rojo de unas frutillas flotando o en el lomo de un elefante que desaparece en el agua. 

Leer este libro es atravesar el trance de un ritual, es percibir el ritmo que nos une con el mundo en armonía, pero también el hastío de su monótona repetición. Tengo, sin embargo, un pero: algunos de estos cuentos presentan una suerte de sensibilidad de clase alta que da por sentado cosas que no deben darse por sentado. No obstante, reconozco y celebro la capacidad de la autora de hacernos percibir el mundo nuevamente, de habitar lo animal como forma de alcanzar un conocimiento ignorado, y de encontrar la belleza en la posibilidad del silencio.  

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