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Cuerpo y sociedad VI

El cuerpo femenino: religión y disciplina

Por Teresa Porzecanski / Lunes 19 de agosto de 2019
Monjas en una playa de Foz, Galicia, en los años sesenta.

Entre otras características comunes, las tres religiones monoteístas mayoritarias comparten el ordenamiento y regulación de los cuerpos femeninos cuando son exhibidos ante la mirada pública. La antropóloga Teresa Porzecanski nos trae algunos ejemplos de estas diferencias de género en determinados contextos religiosos.

Hace ya largo tiempo que los tres monoteísmos consagrados hoy, provenientes de sendos sistemas patriarcales autoritarios, han disciplinado a las mujeres obligándolas a taparse, esconderse, a disolverse.

En Afganistán, en veranos donde la temperatura asciende a más de 40 grados Celcius, las mujeres islámicas casadas apenas pueden mirar el mundo desde detrás de una tela calada que les cubre los ojos mientras cargan sobre sus hombros y cabeza al menos ocho metros de pliegos que las encierran, les disuelven sus identidades, les asfixian la piel y la llenan de bacterias. Allí, el exacerbado sudor se acumula y se concentra; no hay baño que pueda disolver ese olor rancio de sus cuerpos, los pelos debajo del atuendo de cabeza están atados y engrasados, los brazos cubiertos por mangas que tapan hasta las manos.

Y por supuesto, esas mujeres están discapacitadas para correr, saltar, bailar, rascarse y tocar su propio cuerpo.

Sus niños quieren reconocerlas en un parque y terminan confundidos porque todas ellas lucen similares, ya que han perdido sus identidades.

Bajo sus burkas obligatorios, las mujeres de esos mundos sufren de asfixia, anemia, piojos, alergias, infecciones de la piel, falta de vitamina D y otras dolencias, desde edades muy tempranas: jamás sus pieles recibieron otra cosa que transpiración constante, jamás el pelo voló al viento y se refrescó en el agua de una playa pública.

Las monjas cristianas tradicionales, con sus varios tocados rígidos que enmarcan severamente el rostro y los largos faldones (en algunas órdenes, más de siete son las capas superpuestas) no la pasan mejor. Sus cuerpos siempre constreñidos y tapados sufren de falta de contacto con la energía solar, con el viento y con la lluvia y no se adecuan a los cambios de temperatura estacionales y a los ciclos de la naturaleza. En claustros húmedos y oscuros, y siguiendo un protocolo estricto y repetido, los cuerpos de las monjas de clausura languidecen a la espera del Espíritu que los rescate, mientras sus almas entran en trance y a veces en la pura locura.

¿Qué han hecho los tres monoteísmos con los cuerpos femeninos sino negarlos? Los conceptos de pudor, de virtud o de vicio, definidos desde plataformas religiosas convenientes a sistemas patriarcales rígidos han acusado a las mujeres de «instigar» el pecado en los hombres y así han los han desresponsabilizado de su propia conducta moral.

La manía de hacer que las mujeres se tapen el cuerpo, bajo la acusación directa o velada de que «instigan» (invitan u obligan) al pecado de los hombres es de antigua data. La historia puede mostrarnos, en los tres monoteísmos, todas las maneras y modos en que las mujeres han sido obligadas a cubrir su cuerpo, total o parcialmente, en contra de todas las recomendaciones sanitarias y de todas las adecuaciones a climas, atmósferas, determinaciones de higiene y de buena salud.

Podemos ver mujeres musulmanas que en la playa están totalmente cubiertas de trapos negros, cabeza y cuerpo, metidas en el agua u hundidas por el peso de sus ropas mojadas, mientras sus maridos y niños disfrutan en trajes de baño comunes y corrientes, las oleadas límpidas e intensamente azules del Mediterráneo. Podemos ver mujeres religiosas judías, en una playa separada, hecha solo para ellas y rodeada de altas vallas: están cubiertas del cuello hasta los pies, las cabezas envueltas varias veces con distintos turbantes, bajo el calor recalcitrante cercano a los 40 grados. Mientras tanto, pasan por la calle mujeres católicas practicantes en túnicas blancas o negras: algunas llevan seis o siete sayas superpuestas, las cabezas con sus tocados almidonados y tiesos, sobre los pelos aplastados.

Quizás lo más oprobioso de estos esquemas, haya sido la regulación del pelo (que, sin ningún fundamento sostenible, es considerado el atributo que desataría en el género masculino, las más «bajas pasiones»). Es menester cubrirlo, raparlo, dejar que se caiga por falta de respiración del cuero cabelludo, o porque cultive piojos e infecciones, separándolo del cuerpo y anulándolo de todas las maneras posibles.

La desgraciada premisa de que el cuerpo femenino mostrado es culpable de generar en el hombre la lujuria, el desarreglo y la violencia, es, a esta altura de la evolución de las culturas humanas, una neta y pura hipocresía en favor de quienes se desligan de su condición moral, y en palabras de René Girard, a través de una víctima propiciatoria.

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