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Sydney: crónicas desde el Botánico

Entre los ibis y «El nervio óptico»: un día bochornoso

Por Rosario Lázaro Igoa / Miércoles 29 de setiembre de 2021
Foto: Pixabay

Cuando el cuerpo se siente limitado y la movilidad se ve circunscripta, la mirada, ansiosa y urgente, se arroja en los detalles y emprende vuelo sobre las formas. En el Jardín Botánico de Sydney, la mirada de Rosario Lázaro Igoa se concentra en los ibis, en el arte, en las palabras recién leídas de María Gainza, en la vidas ajenas.

El otro día fuimos en bicicleta al Botánico. Saber que está dentro del radio de cinco kilómetros dentro del que permiten moverse me ha puesto aventurera. A tal punto llega la audacia, que ignoro pronósticos de lluvia. Agua, sándwiches, niño con casco e inmovilizado en su sillita acoplada a la bicicleta, camperas, buzos y un sinfín de objetos porlasdudas. Una odisea de cuarentena. Primero atravesamos el Parque Centenario. Después bajamos la hondonada de Woolloomooloo, literalmente un pozo, lo cual implicó subir de nuevo la loma empinada hacia la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur (cerrada, con la exposición de Hilda am Klint allá adentro, para nadie). Y finalmente el Botánico. Al llegar, yo sudaba la gota gorda y me daba cuenta del aire gomoso, húmedo, que nos rodeaba.

Mientras me sacaba el buzo, el pasajero y su padre ya corrían por entre los senderos del jardín. Noté que el verde del pasto estaba más eléctrico que en la última visita (la del temporal). Las flores, rotundas, con esa luz extra que los días nublados y de presión baja saben conferirles a las cosas. Yo venía pensando en El nervio óptico, de María Gainza. Me había quedado dando vueltas, perseverante, el capítulo sobre el cuadro de Rothko, de «un rojo diablo sobre un rojo vino que vira al negro», la prostituta del hospital y el marido agonizante. Se mezclaban, como en la prosa, la descripción nunca más que selectiva de un cuadro, la biografía, inventada tal vez, de su creador y las circunstancias de la vida personal de alguien que puede ser Gainza. «Lo único que puedo decirte es que siempre soy yo cuando escribo y que a veces desearía ser como ella» supo responder a la insidiosa pregunta acerca de la identificación entre autora y narradora que le hicieron.

Para ese entonces, una bandada de ibis aterrizaba después de un vuelo elegante. Paseaban ya sus cuellos raquíticos y cabezas calvas por entre los helechos. Los australianos los llaman algo así como «gallina del tacho», en clara referencia a lo dados que son a comer basura. ¿Por qué me acordaba del Rothko de Gainza todavía?, pensé al atar la bicicleta y tirarme en el pasto cerca del estanque, mirando el cielo. De tan encapotado, se caía encima de los ojos. Tal vez por esa forma de acercarse a las cosas por caminos que se bifurcan. La proliferación excesiva. El desparpajo. La autoironía. El rodeo y, llegado el momento, un golpe de gracia que descoloca, siempre descoloca. Algo de la Historia universal de la infamia mezclado con una proliferación maravillosa de cuadros, en la que de pronto surge, por medio de una frase soltada al pasar, la circunstancia única del dolor, en todas sus variaciones.

Mientras miraba el cielo, me acordé de que, sin embargo, la mayor parte del tiempo Gainza cuenta anécdotas, chimentos, vidas imposibles. Se mete con los secretos de familia, como si nada. «Y ahí estaba el tío Marion, parado en la terraza del casino de Montecarlo, acostumbrando sus ojos enrojecidos a la luz del amanecer, cuando el sonido de un disparo lo despabiló de pronto» es el comienzo de otro capítulo en el que mezcla las aventuras de un tío dandy, la decoración de su boudoir y la crueldad infinita de un momento de infancia.

Más tarde comimos los sándwiches bajo un árbol y nos dedicamos a mirar vidas ajenas. Había un hombre, una mujer y una niña bajo otro árbol vecino. Supimos que el hombre no era el padre, como se saben las cosas más evidentes. Hacía un esfuerzo demasiado claro, risible. Las vidas ajenas y las propias, como escribe Gainza: «supongo que siempre es así: uno escribe algo para contar otra cosa». Los ibis trataron una y otra vez de sacarnos comida, al igual que los cuervos de ojos rojos y una multitud de aves más que nos cercaban frenéticas. Se pelearon a muerte por unos pedazos de pan que les dimos, pero rechazaron soberbias los gajos de mandarinas. Puntual, a la hora del pronóstico que había querido ignorar, empezó a llover. Gotas espaciadas sobre la calvicie de los ibis, el estanque, los pimpollos de rosas, y nosotros, los incautos.

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