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Ensayo

Kafka en la Palestina mestiza

Por Alicia Migdal / Lunes 29 de abril de 2024
Detalle de portada de «Frank Kafka. El hombre que trascendió su tiempo», de Radek Malý e illustraciones de Renáta Fučíková.

«Kafka, y Gershom Scholem, y Max Brod y tantos judíos centroeuropeos tenían un sueño con la Palestina todavía otomana y a punto de pasar al mandato británico, con la Palestina mestizamente semita que se presentaba como la cifra de un pasado fundacional pero próximo en el que incrustarse de una buena vez en ese mundo en conflagración»: Alicia Migdal escribe sobre Kafka, sus circunstancias y sus visiones. Un anticipo de los cien años de la muerte del autor. 

Kafka quería ir a Palestina. Era la primera década del siglo XX. Como judío habitante del imperio austrohúngaro, nacido en Praga y de lengua alemana, él, el más complejo escritor de su generación y de su siglo, el más hamletiano pero firme en algunas ilusiones y convicciones, se había puesto a estudiar hebreo. Ese tema dominó su primer encuentro social con Felice Bauer, la novia dos veces postergada, así como el vínculo de unión con Dora Diamant, la última y breve mujer que lo acompañó, una polaca que hablaba idish y estaba decididamente embarcada en el proyecto sionista, todavía históricamente inocente, idealista, épico. Aunque alguien, muchos, compraban las tierras palestinas con destino a las colonias agrícolas donde Kafka soñaba con cultivar la tierra, en una extensión idealizada del espíritu higienista de aquellos años que lo llevaron a hoteles, spas, granjas y retiros naturales en montañas europeas donde hacer gimnasia desnudo en pleno invierno y colocar su cuerpo en riesgos parecían oportunidades.

El sionismo y la literatura de Theodore Herzl sobre la creación de un Estado para los judíos tenía, a comienzos del siglo XX, una atención de importancia intelectual y psicológica entre los judíos centroeuropeos. No obstane, ya en siglos anteriores la idea de un regreso a la tierra prometida había tenido sus ideólogos y también sus detractores políticos en décadas de crecimiento marxista. Allí se fue Max Brod en 1939, en el último tren antes de que los nazis lo impidieran. En Israel quedó, para la polémica y el espanto, la obra de Kafka que su amigo pudo custodiar hasta que las ancianas herederas de su secretaria, que vivían mal e ignorantes con esos preciosos papeles llenándose de humedad, empezaron a desguazarlos y a venderlos.

Es cercano y célebre el juicio por la tenencia de ese legado, que finalmente ganó el Estado de Israel en este siglo XXI y perdió la Universidad de Marburg y toda la natural zona de interés en la obra kafkiana y la lengua alemana, que es de consulta académica y está en Europa. El libro de Benjamin Balint, El último proceso de Kafka, documenta esta historia reciente. Reiner Stach, autor de tres tomos fundamentales de biografía de Kafka, tuvo en sus manos esos materiales y pudo rehacer el orden y decurso de narraciones centrales. Está en línea el archivo kafkiano de la Biblioteca de Israel. Es en cambio un misterio el destino alemán de los escritos de Kafka que conservaba Dora, quien no quiso entregarlos a Brod y fueron requisados por los nazis cuando allanaron su casa cuando ya estaba casada con el comunista Ludwig Lask, quien sufrió las purgas estalinistas: un mundo poskafkiano.

Es norma que no hay que destripar los archivos. Por una irónica coherencia con toda su existencia, el que había querido quemar su obra y delegó en el amigo esa tarea imposible y por suerte desoída, el que no terminó ninguna novela, el escritor de la brevedad y la suma condensación, el que fue considerado profeta de la destrucción del hombre por la maquinaria ciega de la impersonalidad, bueno, ese hombre flaco y tísico de 41 años que murió en un sanatorio cerca de Viena hace cien años , sufrió póstumamente el juicio, la burocracia y la pelea por el poder simbólico de poseerlo a él como judío en la tierra que pasó a llamarse Israel. 

Un trofeo para un estado que había recibido ese gran contingente de sobrevivientes de la Shoa en los años trágicos de la posguerra y que, al día de mañana, tal su raigal descrédito, seguirá cometiendo su propio genocidio sobre el pueblo palestino, una manipulación que no voy a honrar llamándola kafkiana, porque responde a intereses geopolíticos y económicos travestido en defensa bíblica. Uganda o Argentina habían sido territorios calculados por Herzl en aquel fin de siglo como patria inventada para huir de los pogromos rusos, de los efectos del proceso Dreyfuss y del creciente asimilacionismo en el que se debatían los judíos, siempre observados como diferentes, autoexcluidos para preservarse e integrados para sobrevivir.

Pero Kafka, y Gershom Scholem, y Max Brod y tantos judíos centroeuropeos tenían un sueño con la Palestina todavía otomana y a punto de pasar al mandato británico, con la Palestina mestizamente semita que se presentaba como la cifra de un pasado fundacional pero próximo en el que incrustarse de una buena vez en ese mundo en conflagración. Y es un dato a retener que fuera con mujeres con las que desarrolló esa ilusión de migración y recomienzo. Un nacimiento. Ser mozo o cocinero, trabajar la tierra, no escribir, renunciar a las ciudades, respirar otro aire entre gente diversa y lenguajes milenarios.

Kafka viajó bastante dentro de Europa. En su literatura hay viajes, traslados, experiencias de extrañamiento relacionadas con lugares y países, notoriamente América, y también las fantasías/sueños/pesadillas africanas. Irse fue además un movimiento mental que nunca se concretó fuera del continente. Tenía un tío en Madrid con un cargo importante en el servicio de trenes y eso alimentó algo de su deseo verosímil, tanto como las ganas de su padre de sacarse de encima a un hijo que consideraba un inútil según el decálogo burgués, pero que trabajaba como abogado de la sociedad de seguros en épocas del crecimiento de la revolución industrial y sus accidentes de crecimiento y modernidad.

Sin ellos, sin su gleba de abogado responsable y meticuloso, recorriendo parte del imperio, y sin sus víctimas laborales no habría habido una literatura así, seca, descriptiva, de raro realismo y simbología. Nunca nos podremos introducir lo suficiente en el insondable laberinto mental, concreto, del trabajador Franz Kakfa, atado a responsabilidades infinitas, huyendo de ellas y cumpliéndolas en tanto funcionario de un imperio anquilosado. Entre los sueños y las pesadillas, las mujeres y los padres, Palestina era una delgada tierra de huida no realizada. ¿Cómo negarle la belleza de ese recomienzo en los los años 20?

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