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Las perlas de los chanchos II

La Reina de las Gripes

Por Sebastián Míguez Conde / Martes 24 de agosto de 2021

Es abril del 2020, las calles están desoladas y Seba sigue sin trabajo desde hace varias semanas. Entre la preocupación, el miedo y el deseo, todavía visita a algunos amigos en medio de la Reina de las Gripes, mientras se cuestiona por sus perlas, por su capacidad crítica y sentido ciudadano. Una segunda entrega de Sebastián Míguez Conde con nuevos personajes en un escenario siempre desconcertante. 

Sé que, en un tiempo, cuando este mundo que se está germinando se consolide, voy a no querer recordar, y voy a hacer como que todo esto no pasó, y voy a tratar de fingir que es normal no estar cerca, no saber cómo saludar a otro ser humano, mirar con malos ojos a quien no va por el mundo con barbijo, o festeja cumpleaños infantiles, o quiere ir al teatro o al cine. Sé que va a pasarme, por eso tengo que escribir, para vencer la seducción del olvido elegido.

Es viernes 3 de abril. José salió a trabajar a eso de las seis de la mañana (su penúltimo día antes de ingresar al Seguro de Desempleo, al igual que miles de personas). Un rato después de quedarme solo, me sobresalta el barullo de los perros. Estoy en bóxer y camiseta. Es Alma, (Brittany para los clientes). Ahora te saludo, tengo que ir al baño.

Cuando vuelve me besa en la boca. Su boca tiene gusto a látex y a chicle. Andá a lavarte los dientes, me ordena. Llovió durante la noche, Alma tiene el pelo mojado, y la blusa húmeda pegada al cuerpo. Vuelvo del cuarto con un buzo deportivo mío que ya no me entra. Le queda un poco grande.

—¿Dónde estuviste?

—En la parada de al lado del Roosevelt.

—¿Cómo estuvo?

—Como el orto. No hay gente en la calle.

Está molesta, de mal humor, me pide un cigarrillo y mientras lo prende me acerco por atrás y le toco la remera húmeda.

—Estás toda mojada. ¿Por qué no te pegás un baño antes de irte? Hay que cuidarse, está complicado el asunto de la salud ahora.

—¿Vos también estás con esa pajería de la gripe de mierda esa?

Tengo ganas de explicarle que no es una gripe común, que es La Reina de las Gripes, pero se nota que ella lo que quiere es descargarse y le importa una mierda lo que yo tengo para decir.

—Boludo, ¿vos te comés la pastilla de que un chino de mierda chupa un murciélago en la otra punta del mundo y se paran todos los países por una gripe? ¡¿Me estás jodiendo?! —Se mete los dedos en el pelo—. Y para peor ahora sube todo, la luz, el agua, el teléfono, todo.

Yo quiero a decirle que la suba esa no se va a hacer, ningún Estado se va a animar a subir los insumos en medio de lo que puede ser la crisis mundial más grande del último siglo.

—Sabés el otro día estuve hablando con Fabio, y me dijo algo así como que, si no usamos el cerebro, quien sea que nos haya regalado la capacidad de pensar, va a sentirse como que les tiró perlas a los canchos…

—¡Me caaaaago Fabio! ¡Él tiene laburo, Seba! Puede pensar porque no tiene hambre, yo tengo una hija que mantener, alquiler que pagar, cuentas.

Se va a bañar. No me deja explicarle lo que quiso decir Fabio. Los dos lo conocemos desde hace años, cuando no era filósofo, ni profesor, pero igual de pesado. Los presenté yo. Él se enamoró mucho de Alma. Le regalaba cosas, le escribía poemas horribles, le juraba que la iba a cuidar para siempre si ella se dejaba. Pero ella no se dejó nunca.

Cuando Alma vuelve del baño me acerco despacio. Empiezo a acercar mi nariz al lóbulo de su oreja. Juego un poco con él, ella se deja. Huele a jabón, a shampoo, a piel mojada, un olor lindo, familiar. Subo un poco la mano hasta el borde de la minifalda, Alma tiene los ojos cerrados. Se deja hacer. Está cómoda, yo lo sé. Nos conocemos muy bien el cuerpo. Abre los ojos, se ríe y me pega en el dorso de la mano suavemente con la punta de los dedos de uñas largas y pintadas. Dejate de cariños que José te va a arrancar los huevos. Sonrío. Tiene razón. Se separa y desayunamos juntos.

Antes de irse, Alma acepta un par de kilos de arroz, un paquete de fideos y unas galletas saladas. Un poco de plata también, no mucha, porque no me sobra. La hija come una vez por día de la vianda que le dan en la escuela, pero si Alma no trabaja no hay comida además de esa. Y los fines de semana no hay vianda.

Fabio vive a unos doce kilómetros de casa. Quedé (antes de que pasara todo esto) en devolverle unos libros que me prestó. Es pesado, es cierto, pero también es un tipo simpático y buena gente. Me atomizó a mensajes estos días. Que no hay riesgo con él, que se ha cuidado, que me espera con pizza, con cerveza o café, con cigarrillos, con lo que sea. Le ofrezco mandarle por correo los libros que tengo que devolverle. No. Rotundo. Si no puedo salir él viene a casa. Me doy cuenta de que necesita contacto humano.

Fabio vive solo en un apartamento minúsculo al final de un corredor largo, sin vecinos. Casi no tiene Internet, apenas datos que compra para el celular prepago para chequear WhatsApp (tal vez para mirar algún video porno), las noticias, o comunicarse con sus alumnos de facultad.

Mientras pedaleo para su casa me acuerdo que es asmático y me arrepiento de haber ido. Cuando lo veo me doy cuenta de que tiene el azul intenso de los ojos deslucido. Estás re desprolijo, es lo primero que me dice mientras se ríe. Es verdad, tengo el pelo largo, estoy barbudo. Se lo nota incómodo, no sabe si acercarse a saludarme. No te acerques que vengo de la calle. Me saco los championes y los dejo en el portón de patiecito de cemento.

Apoyo los libros sobre la mesa después de limpiarlos con alcohol y le digo que me voy a ir, pero no me deja. Promete no acercarse, y que nos quedamos afuera, y que tiene cerveza, que ya me dijo por mensaje, también vino, que nos cuidamos, que no me vaya, por favor, no te vayas. Por favor.

Nos sentamos en la azotea, que ahí corre aire, lejos uno de otro. La casa está rodeada de pinos altos, hay sombra. Fabio está contento. Ríe mucho, se limpia las migas de la pizza de la barba rubia. Le digo que estoy nervioso porque él es asmático y no quiero haberle llevado el virus sin querer. Yo tengo dudas sobre todo este asunto, ¿qué querés que te diga?, y toma un trago de cerveza. No lo entiendo, es posible que Fabio sea de las personas más brillantes que conozco, esas inteligencias deslumbrantes, no sé por qué dice algo así.

Me enojo un poco. Creo que desestima las dificultades de la gente normal, de los que no vivimos pensando los asuntos intelectuales de la humanidad porque tenemos que lidiar con el resto de los mortales, y sobrevivir a todo este sinsentido que nos desmoronó el mundo en veinte días. Los que no sabemos apreciar nuestras perlas, según él.

—Boludo, ¿sabés la cantidad de gente que se necesitaría para construir un engaño así? —le contesto, de mal humor.

—No tanta, una Institución grande, respetada, un Estado importante, alguien con peso dice y el resto cree y repite, y hace en consecuencia. Y la gente no se pregunta nada, hacen lo que les dicen, no sé. Hay cosas que no cierran, eso es lo que digo, nada más.

—Yo conozco gente que se murió en España, Fabio.

—Por eso me quedo en casa, y cumplo con las normas estas que pusieron, porque yo no sé lo que es verdad de todo esto y qué es mentira, lo único que digo, es que hay fisuras en el discurso. —Hace una pausa y se prende un cigarrillo, cruza las piernas—. ¿Y vos qué pensás? —me zampa. Me pregunta por mis perlas. Creo que me está tratando de chancho, el hijo de puta.

Siempre encontré la inteligencia de Fabio increíblemente seductora, pero esta vez le identifico un tono oscuro, espeluznante. Él se da cuenta de que me molesto y cambia de tema, me habla del padre alemán, de la madre argentina. Me cuenta sobre sus amantes del último año, que son muchos y muchas, de libros, de filosofía, de que la biblioteca enorme que tiene le está comiendo los poquitos espacios que le quedan en la casa. Y que qué suerte que la tiene, porque si no estos días no hubiera sabido qué hacer. Hablamos de Alma, él me dice que antes de que yo llegara le giró algo de plata (bastante) para que aguante unos días más.

En poco más de un año el mundo va a estar dividido entre la gente que piensa como Fabio, y los que, como yo, hacemos lo que podemos para sobrevivir a este sinsentido. Y deseamos la vacuna, y nos vacunamos las veces que nos digan, y usamos el barbijo para no morir, y no nos tocamos, ni dejamos que nos toquen. Mientras tanto los Fabios del mundo van a remar contra la corriente como pueden, y van a ser tratados de asesinos, de irresponsables, de ignorantes.

Me despido de lejos. Fabio se acerca y me abraza. Demora en el abrazo mucho más de lo necesario. Es más alto que yo. Baja un poco el mentón para acercar su boca a mi oído y me pide que me quede, que tomamos más vino, y a lo mejor dormimos la siesta. Creo que tiembla un poco, tan imperceptiblemente que es posible que en realidad esté temblando por dentro. No, me tengo que ir, y me da miedo tu asma, y el coronavirus, y la culpa si pasa algo, y que estás tan solo, y tan lejos, y tan triste, y que los hospitales no van a tener respiradores, y si te pasa algo por mi culpa me muero. Me agarra la cara con las manos y me da un beso casi en la comisura de los labios, que también demora más... iba a decir más de lo necesario, pero ahora dudo de cuánto es lo necesario cuando vas a quedarte completamente solo, indefinidamente.

Si supiera hoy lo que va a pasarle a Fabio en unos meses, me quedaría hoy, y mañana, y pasado, y lo que haga falta. Pero no lo sé. Además, tengo miedo.

Cuando me voy me vuelve a asaltar la culpa, y si se enferma, y si se muere porque yo acepté visitarlo. Entonces me doy cuenta de que La Reina de las Gripes está pensando por mí. La sé enorme, obscenamente enorme, con las manos apuntando hacia abajo y las uñas saliéndole de los dedos y clavándose en el suelto, viajando por el mundo y multiplicándose infinidad de veces, llegando a todos lados, abriéndose paso hasta las pantallas de celular, y de televisión, y de computadora, saliendo de ellas para meterse por los ojos y las orejas, para hacer raíces en el cerebro, y así poder pensar, y hablar por nosotros. Las raíces de las uñas de La Reina cambian las estructuras de nuestra mente tanto y tan rápido que en veinte días hemos normalizado un mundo nuevo, ajeno, distante. Nos ha robado nuestras perlas sin que nosotros hayamos opuesto ni un poco de resistencia.

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