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Las perlas de los chanchos I

Las perlas de los chanchos

Por Sebastián Míguez Conde / Viernes 02 de julio de 2021
Foto: Ignacio Gutiérrez
Es viernes 13 de marzo de 2020 y el protagonista de esta ficción se despierta en un Uruguay que todavía no se ha visto afectado por la covid-19. Sebastián Míguez Conde comienza una serie de relatos a partir de una narración en primera persona, atravesados por la incertidumbre, el descrédito, la ansiedad o la soledad amplificadas.
 

Es viernes 13 de marzo. Apenas desperté me di cuenta de que tengo ladillas. José duerme boca abajo, abrazando una almohada. Es un hombre grande, fuerte. Me quedo mirándolo desde la puerta entreabierta del cuarto mientras tomo café y fumo un cigarrillo. No quiero que se entere de que estuve con una mujer. Me perdonaría, pero lo haría sufrir. No me lo merezco, pienso, y salgo. Me aturde un poco el barullo de las cotorras que viven en uno de los árboles del jardín de casa, el ladrido de mis perros que me festejan. Subo al auto y veo en el asiento del acompañante un murciélago muerto. Seguramente lo cazó mi gato durante la noche y me lo trajo para compartir la comida. Tengo que acordarme de cerrar las ventanillas.

Los viernes estoy en la administración del consultorio de una nutricionista. Hago cuentas, paso datos a los contadores, charlo con los pacientes. Antes de llegar compro bizcochos en una panadería chiquita. La vendedora está de buen humor. Me regala un caramelo. Creo que le gusto.

El consultorio está en Las Piedras, en una casona antigua. Patrimonio histórico. Techos altos, paredes con ladrillo a la vista, piso de adoquines limados. Siempre se cuelan palomas por las ventanas altas y se acomodan en un rincón del techo. Tengo que echarlas con un palo largo porque cagan todo el suelo. Hoy las dejo. Limpio luego.

A media mañana, después de recibir varios pacientes, llega una veterana simpática que siempre tiene el pelo adornado con flores de su jardín. Está sofocada, se limpia las gotas de transpiración con un pañuelo descartable. Tiene la cara envuelta en una bufanda de invierno. Me saluda de lejos y me cuenta con ojos grandes y alucinados que se la puso para no infectarse de la gripe china. Me río sinceramente pensando que es un chiste, pero ella habla en serio. No entiendo lo que me dice, pero no le pregunto para no darle charla. Tengo mucho trabajo. Le sigue sudando la frente por la caminata apurada y por la bufanda que no se saca de la nariz. Quiere conversar, pero yo no le doy oportunidad porque me voy al baño a rascarme las ladillas y a pensar en cómo hacer para salir a una farmacia. Ella sigue hablándome desde la oficina, casi a los gritos.

No miro tele hace tiempo, estoy con la cabeza en la promoción de mi último libro, en que se estrena en unos días una obra de teatro que escribí, en los talleres que coordino, en que este fin de semana me voy a Solís de Mataojo a presentar mi novela, y de ahí a todo el país en una gira increíble que termina en Buenos Aires, (la editorial se la re jugó y puso pila de guita en esa gira); tengo la cabeza en arreglar un poco mi casa, en quejarme de que para mantenerme necesito cuatro laburos diferentes que me dejan casi sin tiempo libre. En vivir está mi mente; no tengo espacio para la tele abierta, ni para las redes. Casi no aguanto la picazón, necesito ir a una farmacia a comprar algún remedio.

Decido mandarle un audio a Fabio para preguntarle qué piensa de todo esto. Es el tipo más brillante que conozco. Profesor de Filosofía en Facultad, Magíster en no sé qué y Doctor en no sé cuánto. Me llama al toque.

Es buena gente, aunque un poco intenso. Lo imagino en su casa de Lagomar, en ropa interior como anda siempre que hace calor, sentado al amparo de las bibliotecas de su living chiquito. Los dedos peinándose el pelo rubio aviquingado, Habla y habla, pero no me dice nada de lo que quiero saber. Le preocupa que no miremos, que no prestemos atención alrededor. Al final, la capacidad de ver, el sentido crítico, la inteligencia, si no la usamos, son regalos desaprovechados, dice varias veces. Se pone profundo y me aburre. Porque al final de cuentas, quien sea que nos haya hecho esos regalos, si nos ve desperdiciarlos así, va a sentir como que le tiró perlas a los chanchos. Me despido rápido, inventando que entró gente en la oficina. Es un pesado, pobre, no sé para qué lo llamé.

Encuentro un espacio y me escapo a una farmacia. Necesito algún medicamento para matar las ladillas. Hay una cola de una cuadra y media. Gente nerviosa que mira para adelante con ansiedad. Me cuenta un cuidacoches con un chaleco que alguna vez fue anaranjado, que están comprando barbijos y alcohol en gel a precio de oro. No entiendo lo que pasa. ¿Todo este alboroto por la gripe china de mierda? Me molesta esperar, prefiero aguantar la picazón y volver cuando haya menos gente. Tengo que seguir trabajando.

Vivo en Ciudad de la Costa. Estoy ansioso por llegar, pero demoro porque el tránsito es imposible. Busco una farmacia. Pensé que de tarde se iba a calmar la idiotez de los barbijos y el alcohol, pero las colas siguen siendo absurdamente largas. Puteo y golpeo el volante. Me rasco. Debo comprar leche y algo para la cena.

El estacionamiento del supermercado no tiene ni un espacio libre, estaciono a dos cuadras. Hordas desordenadas de personas que se pelean en las filas, en las góndolas casi desnudas. Dos tipos están cerca de agarrarse a trompadas por el último paquete de papel higiénico. Una cajera de lentes está a punto de llorar. ¿Qué mierda?, pienso. No hay más leche, ni agua, ni nada. Perlas a los chanchos. Salgo de mal humor.

Termino en un boliche-almacén. Compro leche, unos fideos, queso rallado, y me pido un vermut. El bolichero es un gallego petiso. Están todos los parroquianos en silencio, mirando el informativo en una tele vieja y gorda en lo alto de la esquina de la barra. Las imágenes de los supermercados vacíos, de los hospitales europeos atestados de gente, las cifras de los muertos y enfermos. Por instinto saco un cigarrillo sin acordarme de que no se puede fumar dentro del local. El gallego saca otro, lo prende y me da fuego. Pone un cenicero en la barra. ¿Todo esto por una gripe?, no entiendo, dice sin dejar de mirar la pantalla. Me parece ver en sus ojos chiquitos un destello del brillo de una perla.

Un veterano de pelo blanco que se parece a Gepetto se enoja y lo increpa. ¿Una gripe?, ¿qué dice?, ¿una gripe?. Le resume lo que pasa en el mundo desde hace un par de meses. Que tengo familia en Italia, que los muertos, cientos, miles, dice, que la gente es idiota, y no se cuidan, y los chinos pudriéndose en la calle, que todo esto es culpa de no sé quién, y nos quieren matar a todos los viejos. Esta es la Reina de las Gripes. El gallego no dice nada, queda con las manos levantadas como si alguien le estuviera apuntando con un arma. Gepetto deja un billete en la barra y sale enojado.

Es sábado, pasé una mala noche. Llueve mucho. Por casualidad encuentro una farmacia que abre y me cuelo antes de que termine de levantar la cortina, mientras me siguen un montón de viejos que esperan en la esquina haciendo cola desde quién sabe qué hora. Aguanto los insultos y compro el medicamento. La muchacha que me atiende, una flaquita de tetas grandes, sonríe con picardía cuando le digo lo que quiero comprar. No me rezonga por colarme.

Los días siguientes son caóticos. La Reina de las Gripes nos embiste como un tren. Las cosas se dan tan rápido que no hay tiempo para pensar. En algún momento se decretó la Emergencia Sanitaria. Se cancelan los espectáculos. Cuarentena. Cierran empresas. Es lunes. Mientras manejo en Montevideo me mandan un mensaje. No vengas porque la empresa está cerrada hasta nuevo aviso. Cuidate y cuidanos. El informativo en la radio con el minuto a minuto de la peste. En algún lugar de Italia están muriendo todos los viejos porque los nietos los contagian. Los niños fueron los portadores de la muerte. En la siguiente media hora tres mensajes más, uno por cada trabajo. Soy un desempleado. Nos cuidamos entre todos. La Reina de las Gripes sonríe empoderada. Las calles vacías. Todo anacrónico, irreal, distópico, urgente. Me llama mi editora cuando estoy buscando la manera de volver. Me aturde el timbre y freno el auto en mitad de la calle. Se cancela el viaje a Buenos Aires, y las ferias del libro del interior, no hay gira.

Estoy estacionado en medio de la calle, solo. Me digo que hay que resistir una semana a que pase toda esta locura. Lo que yo no sé es que exactamente un año después, con una supuesta vacuna salvadora que llega en cuotas, con los casos aumentando, todavía la gripe nos gobierna la vida; tampoco sé lo que es distanciamiento social, la obligación del barbijo, los vecinos que van a trabajar como una policía sanitaria filmando las fiestas infantiles (clandestinas) para denunciar las aglomeraciones. No sé que van a germinar por todo el país las ollas populares, no sé de los suicidios, de los tristes eternos que van a quedar cada vez más desamparados, no sé de los muertos, de los enfermos de la mente, de la duda chocando con el miedo a morir o a matar, no sé de las contradicciones. Lo único que sé ahora es que estoy detenido en medio de la calle con los pica pica prendidos, apoyado en el volante, tratando de entender cómo es que en tres días me quedé sin laburo, sin proyectos. Respiro profundo, me prendo un cigarrillo y arranco sin tener muy claro hacia dónde es que iba manejando. Hay que resistir, repito como un mantra.

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